Sala de ensayo
E. T. A. Hoffmann
E. T. A. Hoffmann.
El demonio dentro de nosotros
Los elíxires del diablo, de Hoffmann

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Dicen que lo maravilloso ha desaparecido de la Tierra.
Yo no lo creo.

E. T. A. Hoffmann

Vivimos y morimos en un mundo desconocido. Todo lo que existe a nuestro alrededor es producto de fenómenos que nos acechan y no nos damos cuenta de quiénes provocan todo esto. Culpamos a la probabilidad y a las ciencias ocultas por aquellos acontecimientos que no podemos explicar, y cuando no nos queda otra alternativa que vernos derrotados ante la incertidumbre, decimos que se trata de locura. A veces hasta a ésta le buscamos una justificación.

Es complicado aceptar que vivimos a expensas de seres intangibles que existen para cambiar el rumbo de nuestras vidas, que hacen que salgamos de lo establecido, atentan contra nuestra vida, y nos orillan al vacío más terrorífico y desolador que una mente pueda imaginar. Son entes que hacen de nosotros unos títeres humanos, y no son duendes ni ángeles caídos. Son simplemente la extensión de nosotros mismos: nuestra conciencia.

Solamente en la mente humana puede residir el pecado, la redención y el infierno. Sólo nosotros tenemos la capacidad de decidir qué hacer con nuestros impulsos: si saltamos al abismo profundo y aterrador, o nos damos media vuelta para buscar otra alternativa. Lo único que necesitamos para abandonarnos en la perdición es una tentación, y ya está incluida en el paquete del libre albedrío con que fuimos lanzados al mundo.

Este es el tema del libro Los elíxires del diablo, de Hoffmann. Este libro habla de un monje piadoso, compasivo y ávido de conocimientos, que sufre una transformación para convertirse en un ser soberbio, orgulloso y egoísta. Esto lo lleva a cometer una serie de crímenes y cubrirlos con sus mentiras y falsos juramentos, con el único propósito de que no sea descubierto —algo que sería muy vergonzoso para él debido a su posición—, que no sea condenado, y que tenga todavía oportunidad de conseguir lo que pretende: ser alguien de mundo, que sea valorado y reconocido, pero sobre todo, que sea amado por la mujer que lo trastornó incluso antes de conocerla, Aurelia.

Este personaje sufre alucinaciones y persecuciones de seres imaginarios, así como el acoso de la justicia que sospecha del monje traidor que dejó el monasterio para cometer homicidios. Pero todo esto no es más que su conciencia. Sin embargo, podemos ver cómo se salva de todos los obstáculos y prisiones que se le presentan. Cualquiera diría que tiene pactos con el diablo, y así es... Él mismo es el diablo porque personifica la maldad, y hace todo lo que el mal le dicta para lograr sus objetivos.

 

“Los elíxires del diablo”, de E. T. A. HoffmannLa maldad, ¿realmente se encuentra en el exterior y en los fenómenos inexplicables?

El monje Medardo aparece como un personaje trastornado por la realidad y la ficción. No conoce los límites entre uno y el otro, y se lanza a buscar el placer a costa de los demás, e incluso de sí mismo. Tiene el reflejo de negar todo lo que le imputan, queriendo evadir una condena que incluía una muerte horripilante. Es natural que haya hecho esto: es el sentido de conservación más primitiva en los seres vivos; lo que no es natural es la forma en que él pudo librarse de sus enemigos para no tener tan trágico final. Aparecen dobles de él que son confundidos con el original Medardo, y son a ellos a los que condenan. Medardo tiene un parecido increíble con un conde y con otro personaje demente que se hace pasar por monje, y todo esto él lo aprovecha para escapar de la muerte.

Su peluquero lo salva en dos ocasiones de la muerte, y cuando Medardo le pregunta por qué ha hecho todo esto y quién es él, el personaje le responde que no es más que su conciencia. Esto reafirma la idea de que el interior del personaje es el que contenía todos los elementos demoníacos para huir de la muerte y de sus enemigos. Él mismo acepta su culpabilidad total: “Sabed que yo mismo soy el destino que me aniquila, que un crimen tremendo pesa sobre mí; un asesinato vergonzoso, que debo expiar en la desgracia y en la desesperación” (Hoffmann, 2001, 54).

Este pasaje me recuerda a Las fuentes del vacío, de Pedro Zarraluki, narración en donde había un terror inexplicable no por el hecho de ver el miembro amputado, sino por el terror que vieron reflejado en los ojos del maestro con su pasividad y tranquilidad. No temían por su bienestar —y quizá ni siquiera por el del maestro que había cortado una parte de su cuerpo—: temían a ese vacío que se dibujaba en los ojos del suicida que les mostraba que en nosotros existe toda la perdición y la maldad de las que tanto huimos, y que no podemos escapar de ellas. Es la aceptación de esta maldad —y ver saltar a alguien a las fuentes del vacío— lo que causa miedo.

De alguna manera se sugiere este vacío en la obra de Hoffmann, al hacer la descripción de un lugar escabroso, en donde por cierto Medardo comete su primer homicidio —aunque fue de manera accidental:

Di unos cuantos pasos y, cuál no sería mi terror cuando me encontré, de golpe, frente a un espantoso abismo por el que se precipitaba, entre rocas escarpadas y puntiagudas, un torrente cuya corriente resonaba con fragor (...) el cuerpo entero pendía sobre el abismo y el joven parecía haberse dormido, y daba la sensación de que iba deslizándose cada vez más... su caída era inevitable (52).

Así, con esta metáfora, Medardo nos da una idea principal en la obra: el destino inevitable del personaje que va deslizándose, lenta pero seguramente, al fondo del abismo.

Cuando Medardo acepta su culpabilidad, curiosamente todo comienza a estar a su favor para escapar de la justicia y no morir. Él ya tiene trastornada su alma, es presa del demonio de su memoria asfixiante, vive en la paranoia y las alucinaciones no lo dejan dormir. Son visiones de sí mismo, de un monje que está perdido en la locura, que ha dejado todo por servir al demonio y que ahora no encuentra paz, y eso lo enloquece:

Se abrió la puerta y una figura oscura hizo su entrada. Comprobé con espanto que era yo mismo vestido con el hábito de capuchino, con barba y tonsura (...) —Tú no eres yo, tú eres el diablo —grité; y, como si tuviera garras, cogía al amenazador fantasma por el rostro, aunque tuve la sensación de que mis dedos penetraban en mis propios ojos como en profundas cavernas, y de que la figura soltaba la carcajada, de nuevo con tono estridente (103).

Este es el momento en que Medardo se reconoce en el demonio; se da cuenta de que no hay nadie más que él detrás de todo esto, y que tomar los elíxires del diablo no fue motivado por el demonio, sino por él mismo, y todas las consecuencias que esto ha traído también.

Medardo se obsesiona con Aurelia —que él ve como Santa Rosalía, considerándose entonces él como San Antonio: primer indicio de soberbia—, y hace todo lo que está a su alcance para encontrarla, y después para poseerla. Su alma está tan corrompida ya, que no tiene escrúpulos al asesinar al que protegió a Aurelia de la fechoría que estaba planeada: “Me atormentaba no poder haber hecho mía a Aurelia en aquella noche fatal. Como la aparición de Hermógenes me había impedido llevar a cabo mi proyecto, aquél pagó con su muerte” (92). Pero en este pasaje también Eufemia, cómplice de Medardo, tuvo que morir para que éste estuviera más cerca de conseguir su objetivo:

Ya estaba decidida la muerte de Eufemia, y el odio más ardiente, unido al más intenso amor, me concederían el placer que sólo podía permitirse al espíritu sobrehumano que habitaba en lo más hondo de mi ser... En el instante en que Eufemia desapareciera, Aurelia sería para mí (76. Cursivas nuestras).

Podemos llegar a creer que el personaje está poseído por un ser maligno, pero cuando el narrador nos habla de cómo maquinaba sus movimientos para proceder, nos damos cuenta de que no es así, y de que actúa por cuenta propia. Los elíxires del diablo no le dictan qué hacer, son el pretexto para sentirse hipnotizado y convertirse en asesino.

 

La blasfemia en la obra de Hoffmann

Este es, además, un texto con un pretexto para hablar en contra de lo establecido como sagrado. Es antagónico a todos los preceptos de salvación que existen en la cultura occidental y cristiana, algo que lo hace aun más demoníaco y blasfemo. La Iglesia, la confesión, los votos monacales, los votos del matrimonio, las reliquias y la fe de la gente: todo queda como inservible ante la maldad del ser humano, como si todo esto no tuviera razón de ser porque el mal siempre triunfa sobre el bien.

Medardo, estando dentro de la Iglesia y siendo un monje ejemplar, tenía actitudes de una soberbia evidente, y esto lo comprobamos desde las primeras páginas del libro. Esta actitud se va a repetir hasta que se ve completamente perdido en la maldad, y renuncia a la vida monástica para seguir el instinto primitivo del hombre de ser más y engrandecerse ante los demás. Es llevado a la perdición porque sabía que bebiendo los elíxires del diablo tendría poder y estaría por encima de los ingenuos que pensaban que era una reliquia de San Antonio, y que creían que aquel que lo bebiera se condenaría. El elemento fantástico en esta obra —desde los elíxires del diablo hasta las alucinaciones que sufre el personaje— es sólo un pretexto para mostrarnos la naturaleza humana y lo que realmente nos condena a la perdición.

Encuentro además un punto de concordancia con el cuento La muerte enamorada, de Gautier, en el que el sacerdote deja de lado sus votos para ir detrás de la mujer que le brindará placer y riquezas. Medardo también renuncia a su estado de fe y sumisión para salir al mundo y buscar a Aurelia. Aunque en Hoffmann no exista el elemento sensual tanto como en Gautier, ambas historias tienen ese sentido de burla hacia la Iglesia, de crítica de la sociedad hipócrita que sigue unos preceptos sólo cuando se siente observada. Puede considerarse incluso como una blasfemia para aquellos que tengan creencias católicas arraigadas, y todo esto apunta a lo mismo: mostrar la soberbia en los seres humanos. Aquí un ejemplo:

No podré decir de qué modo se alteraban mis sentidos. Sentí un ardiente deseo de gozar del mundo y, como el vicio con su figura tentadora me pareció la cumbre más alta de la vida, convertí mi existencia en una serie de crímenes vergonzosos (...), un día se me apareció Satanás diciéndome que si alejaba mi alma de lo divino y quería servirle, me libertaría. Dando gritos, me arrodillé a sus pies, y le dije: yo no sirvo a ningún Dios, tú eres mi Señor (111).

La mujer y los placeres que ofrece son sobrepuestos a los placeres divinos y a la redención de los pecados. Esto no es en sí un elemento de horror, pero sí lo que están dispuestos a hacer los personajes para obtener los placeres terrenales y olvidarse de su vida al servicio de Dios, y más aun cuando se dan cuenta de que la mujer no es precisamente lo que ellos tenían en mente, sino otra ejemplificación de la maldad y el pecado, incluso de manera demoníaca: “En sus ojos [de Eufemia] ardía a veces un fulgor que despedía chispas brillantes cuando no se creía observada. Parecía como si en lo más hondo de su ser un fuego fatal lanzase sus poderosas llamas” (85).

Cuando Medardo se sabe en la condenación, reconoce que irá al infierno por todos los pecados cometidos. El infierno no es ya un lugar al que vayan las almas después de morir, es el sobrecogimiento y la exaltación con que él vive día a día, esperando no ser descubierto; es su conciencia que no lo deja en paz; es no saber cómo salir del laberinto de sus mentiras y de sus crímenes. Es saberse culpable y no poder tener escapatoria, más que morir ignominiosamente y sin absolución.

 

¿Qué tanto tenemos de Medardo en nosotros mismos?

En Medardo hay, hasta cierto punto, un desdoblamiento del demonio, y eso es lo que le causa miedo; y a nosotros como lectores nos pone a reflexionar qué tanto nosotros estamos en la misma situación. Si analizamos qué fue lo que causó la perdición de Medardo, podemos observar que son actitudes tan comunes y cotidianas, que nosotros mismos estamos inmersos en ellas.

No fue necesario empezar con misas negras ni satanismos, ni prácticas de brujería y sacrificios humanos. Básicamente fue la curiosidad —llevada por la soberbia—, el orgullo, el egoísmo y la lujuria. Estos “pecados” fueron suficientes para corromper un alma, hasta convertirla en ser demoníaco. Considero que este aspecto es el que hace de esta obra una novela negra: motiva el miedo no a lo sobrenatural, sino a nosotros mismos, a lo que haya de desconocido en nuestro interior.

 

Referencias

  • Hoffmann, E. T. A., Los elíxires del diablo, traducción de Carmen Bravo-Villasante, Barcelona, Torre de Viento, 2ª edición, 2001.