I
La causa de todo
Era un prisionero sin importancia. Sin embargo, previendo que de alguna de todas las maneras posibles lograra salir de la celda, atravesar el espacio que separa a ésta de la puerta que da al pasillo, salvar la distancia que hay de uno a otro de los extremos de éste, abrir la puerta del despacho del alcaide, no encontrar a nadie tras el escritorio, ni mirando a través de la ventana, ni sentado en alguno de los sillones frente al escritorio, ni de pie en ninguno de los puntos de la amplia sala; atravesarla entonces hasta alcanzar la puerta de salida, mirar desde allí en todas direcciones y advertir que los centinelas, con toda la muchedumbre de guardias, han desaparecido, intentar después atrevidamente una carrera con la vista fija en el muro, llegar hasta él y saltar con todas sus fuerzas para alcanzar el borde y lograrlo, cayendo aún con vida del otro lado, sobre la calle; previendo también que alguien, después de haber logrado alcanzar la ventanilla de la celda o escuchado sus gritos desesperados, se hubiese apiadado de él y, siguiendo el camino inverso, de alguna de todas las formas posibles, hubiese podido llegar hasta él para, luego de recorrer juntos de nuevo el camino, saltar a la calle con vida por la puerta o por el muro. Previendo todas estas cosas le mandaron a construir una cárcel especial, cuyos pasillos y calabozos infinitos sólo pueden ser recorridos sin perderse por el propio arquitecto que la construyó.
II
La confusión
La construcción de la cárcel duró largos años, al final de los cuales falleció el arquitecto. Murió precisamente el día en que terminó la construcción. Agonizó largamente, durante el tiempo suficiente para comunicar a una persona lo necesario para recorrer sin perderse los pasillos y las celdas.
Era necesario un empleado que se hiciera cargo de sacar de la cárcel el cadáver del prisionero. Su trabajo consistiría en entrar una vez por año, llegar hasta la celda en que se hallaba (cuya localización era parte de los secretos que sólo el arquitecto conocía) y mirar a través de una mirilla si aún estaba con vida; si fuera así, abandonar inmediatamente la prisión, en caso contrario, salir con el cadáver y enterrarlo.
Nadie quería aceptar el trabajo, a pesar de la elevada paga que se ofrecía. Por último, después de recorrer inútilmente el reino entero en busca de alguien que aceptase, se ofreció al temerario que lo hiciera la sucesión del reino. Entonces llegaron a ofrecerse por centenares, aun cuando se les advirtió sobre las escasas posibilidades de que el rey muriera (algunos rumores decían que por extraño sortilegio poseía la inmortalidad, otros decían con sorna que era mala hierba). Finalmente se les concedió el empleo a todos, con la salvedad de que sólo quien hallara primero al prisionero sería nombrado heredero del reino.
El arquitecto sólo tuvo el tiempo justo para transmitir sus secretos a uno de los aspirantes, con la condición de que éste habría de transmitírselos a los demás. Se transmitieron los secretos de uno a otro, uno por uno, y como cada uno añadiera o quitara algo, unos con mala intención, otros por las fallas de su memoria o según los límites de su imaginación, cuando se dio la orden para entrar por primera vez en la prisión, todos siguieron camino distinto y llegaron a distintas celdas sin hallar ninguno la del prisionero. De modo que hoy no se sabe si vive aún o está muerto, y los que iban a informarse de ello están todos perdidos.
III
El encierro
No se descarta la posibilidad de que encuentren algún día el camino y, si para entonces se acuerdan aún de su primitivo compañero de prisión (quizá alguno de todos, en sus solitarias noches de insomnio, haya recordado alguna vez la razón de su encarcelamiento, la razón de aquella confusión que los llevó a todos al encierro), tal vez salgan arrastrando victoriosos el cadáver o llevándolo penosamente a cuestas. Quizá también lo encuentren vivo todavía y salgan a esperar que llegue otro año para entrar de nuevo.
Pero, si alguno recordara al prisionero y no se sintiera con fuerzas para sacarlo él solo, ¿cómo podría pedir ayuda si cada quien quedó en celda distinta y no puede hallar el camino hacia ninguna otra? Algunas parejas quedaron en la misma celda y se han multiplicado ya (de modo que sus hijos, sin quererlo, nacieron prisioneros); pero ¿cómo podrían prestarse ayuda si todos comparten la misma debilidad, y es ella precisamente el principal nexo, o quizá el único nexo que existe entre ellos?
Cabe aún la posibilidad de que de estas parejas o de alguno de sus descendientes, nazca algún día un hijo con fuerzas suficientes no sólo para llevar a cuestas al prisionero, sino para derribar los muros y llegar hasta la salida.
Sin embargo, la esperanza no está en que de una pareja o sus descendientes nazca algún día este hijo, sino en que muchas parejas pueden a su vez dar un retoño de tal naturaleza, y entre todos, empujando con todas sus fuerzas, logren derribar las paredes. Esto, desde luego, después de haber resuelto el problema de la comunicación: ¿cómo podrían hablar estos individuos con los de otras celdas para pedir ayuda en esta tarea? Aunque tal cosa no sería necesaria si la idea surgiera en todos los individuos fuertes a la vez, lo cual es muy poco probable. Pero aun si así ocurriese, quedaría otro obstáculo todavía: no todos los individuos fuertes estarían en edad de emprender tamaña empresa. Salvados todos estos obstáculos, sólo faltaría que la decisión afirmativa y el ánimo para emprender la empresa se dieran en todos simultáneamente.
Con esta esperanza, agarrados a los barrotes y adaptados ya a la oscuridad que allí reina, los prisioneros hablan todavía de llegar a ser reyes, y hacen planes para cuando estén libres y el rey haya muerto.
Quizá entonces manden construir ellos también una prisión semejante para algún prisionero.
(Cuento escrito en 1976, ganador del primer lugar en los últimos juegos florales que hubo en Santa Cruz del Quiché, donde no ha habido otros desde 1981).