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48 horas

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Un fuerte olor le da en la nariz y le baja hasta el vientre. Los deseos de expulsar los alimentos de unas horas atrás son intensos. Se lleva la mano al rostro y se cubre la nariz y la boca.

El olor es insoportable.

Sólo un poco de claridad entra e ilumina, a media luz, el lugar. No puede ver con detalle nada. Se frota los ojos, pero no distingue mucho. Pareciera estar sobre algo suave. Mueve los pies lentamente. Le duele la cabeza y el ruido provocado por el agua corriendo, en algún lugar, la altera.

Observa hacia arriba y como a seis metros distingue una diminuta luz. Con dificultad se pone de pie, siempre viendo hacia arriba. Todo es silencio. Poco a poco baja la vista y contempla las altas paredes formadas por la roca casi blanquizca. El lugar es estrecho. Respira con dificultad, el olor a putrefacción entra sin problema a sus pulmones.

Confundida intenta llorar, pero las lágrimas no salen de sus ojos. Su quijada tiembla. Se lleva las manos al rostro. Baja la vista, ahora sus ojos ya se han acostumbrado a la oscuridad. Observa aquello que yace bajo sus pies y que en un principio creyó que era basura: dos cuerpos con el rostro cubierto con cinta y los brazos y las manos atadas con la misma.

Lanza un grito y de un solo movimiento se acerca a la pared. Al hacerlo, sus manos chocan con las piernas en alto de un hombre: varios gusanos devoran el cuerpo cuya cabeza está destrozada. El cadáver aún conserva la cinta gris rodeando su rostro. La bermuda de mezclilla de éste se encuentra llena de lodo. Grita por segunda vez. Las lágrimas llegan por completo e inundan su ojos. Se sienta en cuclillas. Sus piernas tiemblan. Cierra los ojos y los cubre con sus manos.

Una camioneta gris va por la calle principal del pueblo, la única pavimentada en ese lugar. Gira a la derecha y atraviesa un camino de tierra. Ésta se levanta y cubre el vehículo que se detiene frente a una casa de un piso con un amplio patio al frente y un árbol a un costado. Dos hombres descienden y tocan a la puerta. Una mujer mayor de treinta años, bermuda roja, playera blanca y cabello castaño, abre.

—Traemos una orden de aprehensión contra Hipólito Méndez —señala un hombre alto, moreno, de ojos negros, cejas prominentes y con un cigarrillo en la boca.

—No se encuentra —dice asustada Irma.

—Tenemos que llevarnos al cabrón —afirma el otro hombre que se quita la gorra y limpia su frente con el dorso de la mano.

—Ya les dije que mi tío no está —asegura ella.

La mujer trata de cerrar la puerta, pero el primer hombre se lo impide. La toma por el cabello y la arrastra. El cigarrillo que sostenía en su boca cae sobre la tierra seca.

—Entonces, tú tomarás su lugar —aclara el hombre.

Irma forcejea y grita, pero el vecino más cercano se encuentra a más de quinientos metros. La suben a la camioneta.

El conductor arranca.

—Si gritas, aquí te quedas —dice el hombre del cigarro que se levanta la camisa para mostrarle el arma que lleva en el pantalón.

La camioneta desaparece por el camino de tierra. Dobla a la derecha para después tomar una solitaria carretera. Irma no sabe que ahí comenzarán los cuarenta días que durará su encierro.

Un grupo de niños sale de la escuela. Alegres dejan atrás el edificio conformado por doce salones. En el pueblo hay seis escuelas: un jardín de niños, tres primarias (una de gobierno y dos particulares), una telesecundaria y una preparatoria.

—¿Vienes con nosotros a la playa? —pregunta una niña de piel quemada por el sol, cabello oscuro y sonrisa chimuela.

—No, tengo que pasar donde mi abuelo por un encargo —señala el niño de diez años, camisa blanca y short azul. ¿Me acompañas, Marcos?

—Ay, no. Mi mamá nos dejó ir a la playa y si vamos con los abuelos, ella se puede arrepentir y nos pondrá a hacer la tarea —aclara el niño un poco mayor a Emilio.

—Ya ves cómo es mi mamá... Mejor si te pregunta por nosotros dile que nos llevamos a las niñas... las vamos a cuidar —afirma Lalo que toma a su hermana de preescolar por la mano.

—¡Vaya primos que tengo! —dice molesto Emilio.

El grupo de niños se aleja. Los rayos de sol queman aun más la piel del niño que solitario atraviesa el pueblo y dirige sus pasos por el camino de tierra.

—Hola Emilio, ¿no me digas que vas donde tu abuelo? —pregunta una mujer delgada y pequeña que se encuentra al niño de frente.

—Sí, voy por un encargo —afirma el pequeño.

—Pues salió muy temprano con doña Margarita y Aurelia —agrega la mujer.

—Mi tía Irma iba estar en casa —aclara él mientras sigue su camino.

El niño entra por la amplia puerta que da al patio, la cual sólo cierran de noche. Sus ojos observan algo en el piso.

—¡Qué bien, alguien tiró un cigarro! —dice.

Se inclina para tomarlo, baja su mochila del hombro y lo guarda en una de las bolsas laterales. La puerta de la casa está abierta. Entra.

—Tía Irma, ya llegué —grita.

No hay respuesta. Arroja la mochila sobre el sillón y observa sobre la mesa del comedor un envoltorio: el encargo para su madre. Atraviesa la estancia y entra a la cocina. Toma un vaso, se sirve agua de la jarra que está sobre la mesa y bebe.

—¡Tía Irma! —vuelve a gritar.

Entra a la recámara de la mujer, luego a la de sus abuelos, para seguir con la de su tía Aurelia.

—Mmm, seguramente tuvo que salir —dice con desgana, regresa a la sala y toma el envoltorio.

Se marcha y jala con fuerza la puerta para cerrarla. Atraviesa el patio y sus pequeños pasos se pierden entre la tierra suelta.

La camioneta se detiene frente a una casa de dos pisos. La pintura amarilla ya se desprende de las paredes. La puerta que da a la calle está oxidada y un grupo de arbustos secos se mantienen no tan firmes en una jardinera del lado derecho. La calle está desolada. Irma observa hacia todos lados: algunas viviendas están en obra negra. El conductor toca el claxon. La puerta se abre inmediatamente.

—Cierra los ojos... no los vayas a abrir —señala el hombre del cigarro.

Ella cumple la orden. La camioneta entra. Tras de sí se cierra la puerta con un fuerte sonido. Alguien la jala del brazo. Ella desciende. El sol ya no es tan intenso y una ligera brisa le da a Irma en el rostro.

—Cuidado con el escalón —señala una voz.

Ella no la identifica con ninguno de los tres hombres que venían en la camioneta. El sonido de la televisión se escucha con fuerza. Irma camina siempre sujetada por el brazo.

—Yo no sé qué tienen que ver con mi tío. Si es por lo de la camioneta, dijo que ya la iba a pagar, pero al final de cuentas eso es cosa de él... Arréglenlo con él —señala Irma.

—¿Tu tío? —pregunta el hombre que la conduce—. ¿Para qué nos sirve ese pobre diablo? A ti es a la que queremos, sabemos que tu padre es ejidatario y seguramente tiene mucho dinero.

Hasta ese momento Irma entiende su situación. Una venda le es colocada en los ojos y sus manos son atadas a la espalda. Una puerta rechina frente a ella. El hombre la empuja. Ella está a punto de caer, pero él la sostiene y la sienta en algún lugar.

—Qué, ¿no van a comer hoy? —pregunta el hombre. Les voy a dejar el plato y al ratito que venga ya no va a haber nada, porque si no, se los lleva la...

La puerta se cierra e Irma escucha a alguien moverse cerca de ella. La mujer tiembla.

Alguien come en silencio.

—¿Quién es? —interroga Irma asustada.

No hay respuesta, pero el sonido sigue.

—¿Qué pasa? —vuelve a preguntar la mujer.

Después de unos minutos, una voz queda y quebradiza decide hablar con Irma: “Debes obedecer, si no te matarán”.

—Hace tres días se llevaron a dos hombres —agrega la voz de un hombre que parece ser joven.

Irma llora.

El silencio se hace por un largo rato. El hombre y la mujer están recostados y abrazados. Sus ojos no están cubiertos.

La noche llega, imagina Irma.

—Ahí viene —dice en un susurro la mujer.

Irma se pone alerta. El hombre y la mujer se abrazan.

—Aquí está la cena y más vale que se coman todo —dice la voz de siempre. Te desamarraré las manos para que comas.

El hombre se acerca a Irma. Le desamarra las manos y coloca sobre ellas el plato. Sale de la habitación. Irma toma entre sus manos algo blando y pegajoso. “¿Qué es esto?”, pregunta. “Es mejor que lo comas. A ellos no les gusta que les regresemos los alimentos”, afirma la mujer. Irma come sin saber qué es lo que en esos momentos su boca degusta. A tientas, toca para comprobar que nada quedó en el plato.

A media noche la puerta de la habitación se abre. “Es hora de irnos cabrón”, se escucha. Irma reconoce la voz del hombre del cigarro que fuera por ella muy temprano.

—¡No, no, por favor no se lo lleve! ¡Darán el rescate por los dos! —grita y llora la mujer.

—Tú te irás más tarde —señala el hombre y empuja a la mujer que choca contra la pared.

—No, no, permita que mi esposa se vaya conmigo —grita el hombre.

El hombre del cigarro lo golpea en el rostro: “¡Que te calles, cabrón!... ¡Ella se irá más tarde! Y si sigues chingando los dos se mueren”. La puerta se cierra y la mujer comienza a sollozar. Las lágrimas acuden al rostro de Irma. Tiene miedo. Ninguna de las dos mujeres habla. Irma no sabe qué decir ante el llanto de la mujer. Diversos sonidos llegan hasta la habitación. La televisión sigue encendida y alguien ríe a carcajadas.

—Estamos aquí desde más de veinte días —la mujer rompe el silencio después de dos horas—. Nos levantaron en una gasolinera... y ahora piden tres millones de pesos por nosotros.

Irma no sabe qué decir. La mujer sigue llorando. “Todo saldrá bien”, es lo único que se le ocurre decir a Irma, temiendo no sea así. Nuevamente el silencio, alguien habla afuera. La mujer trata de acercarse a la puerta para escuchar la conversación, pero el sonido de la televisión le impide entender algo. Su rostro moreno luce demacrado y ha perdido más de diez kilos desde el encierro. El cabello revuelto cae sobre su rostro. Cuatro horas después, ninguna de las dos ha podido conciliar el sueño. Ya no se escucha la televisión.

Se oye el claxon.

Las mujeres se ponen en alerta. Alguien baja corriendo una escalera y abre la puerta. Las dos mujeres comienzan a respirar con dificultad. Las manos de Irma tiemblan... las entrelaza y se las lleva a la boca. Se escuchan voces: “¡Esos cabrones, quisieron pasarse de listos!”, grita el hombre del cigarro. “¿Y el chavo?”, pregunta el joven delgado que sirve de cuidador y vigilante. “¡Tú dónde crees!”, señala el primero. La mujer tiembla y corre al rincón opuesto donde se encuentra Irma: “¡Lo mataron! ¡Lo mataron!”, grita casi en silencio. Un ligero escalofrío se adueña del cuerpo de Irma. “Shssss”, dice muy quedo. “No, seguramente él está bien”, afirma Irma. “No, no... sé que lo mataron y ahora harán lo mismo conmigo”, afirma la mujer que respira con dificultad. Toma a Irma de las manos y la sujeta con fuerza.

—Mi nombre es Ana Aké Gómez y mi esposo Salvador Córdoba Xolón, nos levantaron en la gasolinera de Chiquilá... Por favor, no lo olvides; mi nombre es Ana Aké Gómez y mi esposo Salvador Córdoba Xolón —repite la mujer asustada.

Los pasos se acercan. La mujer corre a su esquina y cierra los ojos. Dos hombres entran a la habitación. El hombre del cigarro lleva un rollo de cinta gris. “Es hora de irnos, chaparrita”, dice el hombre. Ella levanta la vista y lo mira fijamente: “No, por favor no” —se aferra a la pared. “Por favor, no me haga daño”. “No te va a pasar nada, por fin serás libre”, menciona el hombre y una leve sonrisa deja ver sus dientes amarillentos por el cigarro. Camina hacia la mujer. Ésta se resiste y grita. Irma tiembla sentada en su esquina. Se escucha un golpe, los gritos y el llanto de la mujer desaparecen. Irma escucha cómo arrastran algo.

La puerta se cierra.

El resto de la noche pasa pronto, sumergido entre los sonidos típicos de un pueblo pesquero. Irma imagina que a lo lejos el mar ruge con fuerza, piensa en sus hijos y en sus padres. No quiere pensar en El Flaco, su esposo con quien discutió el día anterior por llegar borracho y ser aprehendido por la policía.

Por la mañana la despierta el sonido de la puerta. Alguien se acerca a ella: “Te voy a aflojar la venda de los ojos, pero déjalos cerrados. Cuando escuches que la puerta se abre deberás ponerte inmediatamente la venda y te la quitarás cuando oigas que se cierra... ¿entendiste?”, pregunta el muchacho. Ella afirma con la cabeza. Él le afloja la venda. Ella aprieta fuertemente los ojos para evitar ver a alguien. “Aquí está tu comida... Come todo, porque al Canelo no le gusta que dejen nada”, señala. Irma imagina que el Canelo es el hombre del cigarro que fue por ella. No entiende lo de la venda cuando ya vio el rostro de los hombres que la llevaron hasta ahí... ¿La matarán?

Tiembla.

La puerta se cierra. Irma se quita la venda pero tarda algunos minutos en abrir los ojos. Cuando lo hace todo es borroso. Las lágrimas bañan su rostro. Después observa con atención el lugar: es una habitación grande de paredes verdes carcomidas por el tiempo y la humedad. Frente a ella una puerta de latón y abajo un ligero rayo de luz entra. Los vidrios han sido pintados de color rojo y los huecos entre la puerta y el marco están tapados con trozos de periódico. No hay ventanas. La habitación está semivacía: en una esquina algunos bultos y en otra un par de colchonetas donde se dormía la pareja que se llevaron, cerca un suéter rosa y una chamarra café. Sólo entonces vuelve a pensar en la mujer.

—Ana Aké Gómez y su esposo Salvador Córdoba Xolón, los levantaron en la gasolinera de Chiquilá —dice en voz baja Irma—. ¡No le dije mi nombre! —agrega sorprendida.

Toma entre sus manos el plato de plástico que tiene un poco de arroz y lo que parece ser un filete de pescado frito. Lo come con la mano, siempre con los ojos nublados.

Por la noche la camioneta llega, la puerta se abre e Irma está alerta. Un silencio muy largo.

—¿Y ahora qué? —pregunta alguien.

—No sé, ese cabrón ya se rajó. Primero muy salsa y cuando la ve de de’veras ya no le gustan las cosas —agrega el hombre del cigarro.

Irma espera que entren por ella, pero no sucede así. Veinte días pasa encerrada en esa habitación. Tres veces al día le llevan de comer y cada tercer día el hombre de la voz tranquila le dice que se coloque la venda para llevarla a bañarse. Ella lo hace y entonces es conducida hacia un baño de paredes amarillentas. Ahí los vidrios de la pequeña ventana, que se encuentra sobre el excusado, también fueron pintados de rojo y un alambre impide que ésta se abra. El agua sale tibia y ella se enjabona y se enjuaga aprisa, por temor a que uno de los hombres entre. Se viste rápido y espera un largo rato, sentada sobre el excusado, a que el hombre toque a la puerta y pregunte si está lista. Entonces ella se pone de pie, se coloca la venda y vuelve a su cuarto. Le dan media hora para bañarse, ella lo hace en menos de diez minutos.

Un par de días después, los pasos apresurados de varios hombres despiertan a Irma. Se encaminan a la habitación. Rápidamente se coloca la venda y se sienta sobre la colchoneta. La puerta se abre.

—¡Vamos, ponte de pie! ¡Nos vamos! —grita el hombre del cigarro.

Irma tiembla. Por mucho tiempo deseó escuchar esas palabras con la esperanza de que significara volver a casa. Ahora piensa que no será así. La sacan aprisa y la suben a la camioneta. Ella no habla. Antes de que la camioneta se ponga en marcha el hombre tranquilo pregunta: “¿Ya me puedo ir?”.

—Claro que no, pendejo. Mañana llegan dos —grita alguien.

La camioneta se pone en marcha. Irma tiembla agazapada en el asiento trasero como le han dicho que vaya. Empieza a rezar, primero en silencio y después no se da cuenta de que de sus labios escapan las palabras.

—¿Estás seguro de que irá? —pregunta un hombre cuya voz la mujer no identifica.

—Más le vale al cabrón, ya tenemos mucho con esta vieja —aclara el hombre del cigarro.

—Pero, ¿llevará todo? —interroga alguien más.

—¡Tiene que! Será mejor que te calles, no me gustan las viejas que rezan... O te callas o te mato —grita uno de los hombres.

La mujer guarda silencio enseguida. Respira rápidamente y siente un fuerte dolor en el estómago. La camioneta se detiene cerca de la gasolinera de Chiquilá. La espera es larga. Un teléfono suena.

—¡Mira, cabrón, te estamos esperando!... ¡No te hagas pendejo!... ¡Dijiste que los viejos ya habían aflojado!... ¡Hijo de la..! —dice el hombre del cigarro.

El hombre, enfurecido, se voltea y toma a Irma de la blusa. “No, no... ¡Por favor no me mate!”, grita la mujer. Uno de los despachadores de la gasolinera escucha el grito y observa hacia la camioneta. El hombre del cigarro arroja a Irma sobre el asiento, enciende el vehículo y se pone en marcha.

—¿Qué pasó? —pregunta alguien.

—¡Que todavía no tiene el dinero el cabrón! ¡La vamos a matar!

—Pero yo vi a los viejos ayer tratando de vender un terreno —aclara el hombre que va en el asiento del copiloto.

La camioneta se frena. Todos guardan silencio. Minutos después, el vehículo entra a un motel. El encargado del lugar observa a los hombres y a la mujer que parece dormida, pregunta extrañado: “¿Dos habitaciones?”. El hombre del cigarro aclara: “Una, nomás venimos a dejar a un amigo... está recién casado”. La camioneta entra al estacionamiento de la habitación. Cierra la cortina gruesa de color oscuro de la cochera. Bajan a Irma, la suben por la escalera y entran a la estancia. La arrojan sobre la cama.

—Te vas a quedar con ella, Rulo.

—¿Cuánto tiempo?

—Sólo un par de días mientras vemos qué pasó con ese cabrón. Voy a pagarle al encargado... y también la comida... cuida que nadie la vea.

Sólo un hombre se queda con Irma, los otros se marchan. A la mañana siguiente alguien toca a la puerta. El hombre delgado y de piel casi rojiza se incorpora del sillón donde pasó la noche. “¡Será mejor que no hables!”, le dice a Irma al oído. Sin quitar la cadena, abre la puerta.

—Muy buenos días, me dijo el señor Jorge que les trajera a usted y a su esposa el desayuno —dice una risueña joven de tez morena y dientes amarillentos.

—¿Jorge? —pregunta desconcertado el hombre.

—Sí, el encargado del hotel —aclara la joven.

—¡Ah, sí!, sólo que permítame un momento.

El hombre cierra la puerta y con la cobija cubre a Irma hasta la cabeza: “Si haces el menor ruido... ¡te mato!” —le dice. Abre la puerta y toma la charola. “Es que mi esposa todavía está dormida”, aclara el hombre. “Perdón, es que el señor Jorge me dijo que se los trajera a las diez”.

—No se preocupe, está bien —afirma el hombre.

—¿Y a qué hora quiere que le traiga la comida? —interroga la joven.

Por cinco días Irma está en esa habitación de ese motel que huele a polvo y donde constantemente se escuchan los sonidos de los amantes ocasionales de las habitaciones contiguas. Cuando la mujer que hace la limpieza llega al cuarto, Irma es encerrada en el baño o Rulo la obliga a ver la televisión... siempre en silencio.

Y un día por la noche la camioneta gris llega por ellos.

—¡Vámonos! —grita el hombre del cigarro. ¡La policía viene para acá!

Una hora después seis patrullas entran al motel y catean cada una de las habitaciones. La camioneta toma la carretera que lleva a Cancún, para luego regresar al camino principal de Chiquilá. A media noche entra a una vieja casa de paredes de adobe donde un fuerte olor a podredumbre y excremento de animales le da a la mujer en la nariz. No sale de ahí hasta algunos días después cuando el hombre del cigarro entra para decirle que se irá. Irma nuevamente entra en pánico. La suben a la camioneta.

—¿Por qué te casaste con El Flaco? Ese cabrón vendería a su madre por dinero —dice el hombre del cigarro.

Irma no responde, está desconcertada. “¿Por qué te casaste con él?”, vuelve a preguntar el hombre. La mujer no sabe qué decir, durante diez años que lleva casada, varias veces se ha preguntado lo mismo. El hombre del cigarro sonríe: “Ese cabrón fue el que nos dijo que tus jefes tienen dinero y él iba a negociar todo”. Una serie de risas estrepitosas se dejan escuchar en el vehículo. Irma contiene las lágrimas.

Minutos después la camioneta se detiene y bajan a la mujer.

—Cierra los ojos, hasta que escuches que se va el carro los abres —dijo el hombre del cigarro.

Ella aprieta los ojos cuando siente que le quitan la venda. Oye algunos pasos alejarse y una puerta se abre. Gruesas gotas de sudor bajan por su rostro y se impregnan al sudor de los últimos días en que no ha podido bañarse. Siente un fuerte golpe en la cabeza y horas más tarde despierta en ese cenote, casi imperceptible a simple vista, ubicado en la Región 46 del fraccionamiento Villas Otoch.

Duerme.

La vuelve a despertar el olor a carne en descomposición. No sabe cuántas horas ha pasado ahí, pero siente que han sido muchas. Tiene hambre. Temerosa busca algo que pueda comer, sólo encuentra raíces y brotes frescos de algunas plantas. Los come. Su estómago exige más alimento. Asustada observa sus pies, algunos gusanos suben por ellos. Trata de quitarlos, pero ve más en su ropa y en sus brazos. Se pone de pie y se golpea contra la pared. Llora y grita: “¡Auxilio, por favor alguien ayúdeme!”. Nadie acude al llamado. Contempla los cuerpos y los gusanos subiendo por la ropa de ella. Se quita uno con los dedos. Lo mira por un instante y después se lo lleva a la boca. El sabor es muy fuerte. Repite la misma acción varias veces. Desesperada observa una raíz que cae desde arriba. “No puedo morir aquí”, se dice. Coge la raíz entre las manos y comienza a escalar. Sus manos resbalan y caen sobre la tierra húmeda. Sus brazos tienen varias heridas. Toma la raíz y vuelve a intentarlo. Dos metros arriba, nuevamente sus manos resbalan, pero alcanza a sostenerse de una roca. La uña se desprende de su dedo índice de la mano derecha: lanza un grito. Sigue subiendo: la luz que la luna ofrece esa noche parece más cerca. Le lleva un par de horas tener próxima la estrecha boca, de forma irregular y que no es mayor a sesenta centímetros, de ese cenote. Respira con dificultad. Sus brazos y piernas sangran por las diversas raspaduras en las paredes de piedra blanca. El olor a tierra húmeda le da de pronto en la nariz y el canto de las aves le indican que pronto amanecerá. Su cuerpo cansado está a punto de ceder. Estira la mano derecha y entonces siente una brisa fría dándole en los dedos. Se aferra a una piedra. Sube un poco y sus ojos observan la maleza y a los árboles de troncos estrechos. La vista se le nubla. Sale por completo de ese agujero. “¡Auxilio! ¡Auxilio!”, grita. Se siente muy cansada. Se tira sobre la hojarasca y se queda dormida.

La despiertan los rayos del sol dándole por completo en el rostro y los gritos de los niños en algún lugar.

—Oiga, ¿usted no escuchó unos gritos como a las cinco de la mañana? —pregunta una gorda mujer de vestido claro a su vecina de al lado.

—Fíjese que sí, pero Juan dijo que a lo mejor estaban violando a una mujer —le aclara la otra mientras saca una cubeta roja para deshacerse del agua sucia con la que ha fregado el piso.

La mujer se queda con la cubeta en el aire cuando ve parada, sólo a un par de metros de ella, a una mujer de short rojo, playera blanca, cabello revuelto y manos y pies ensangrentados. “¡Ayúdenme por favor!”, dice y cae de rodillas. “¡Háblele a una ambulancia, comadre... deje, voy por Juan!”. La mujer gorda corre a su casa mientras la otra entra por su esposo. Los vecinos son avisados. Varios de ellos corren hacia donde se encuentra la mujer: su cuerpo está lleno de gusanos y huele mal.

—Bajó del cerro —dijo doña Emilia.

—¡Apesta horrible, como si estuviera muerta!

—Usted agárrela mientras le doy un poco de agua, pa’ver si vuelve en sí —dice la mujer que minutos antes limpiara su casa.

—Yo no la agarro comadre... es una mujer de la calle, hasta gusanos tiene —aclara su comadre haciendo una mueca.

Fastidiado, un hombre toma a Irma con cuidado por la espalda y trata de sentarla mientras le ofrece agua. Ella la bebe a pequeños sorbos, su mente está confundida: “Hay tres cuerpos allá”, dice con trabajos mientras señala hacia la maleza de donde acaba de surgir. Todos voltean asustados siguiendo el dedo de Irma que señala hacia las faldas de un monte que se divisa no muy lejos. Las sirenas de la ambulancia inundan las estrechas calles de ese nuevo desarrollo de interés social de casas angostas y gente siempre aprisa. Un hombre alto y delgado, que lleva un overol azul marino, baja del vehículo cargando un maletín.

—¿Qué le pasó? —pregunta el paramédico a la multitud que deja al descubierto el cuerpo de Irma, dolida y confundida, sentada sobre las piedras claras.

—¡Quién sabe! Venía del cerro, yo creo que vive en la calle y está un poco mal de la cabeza —señala la mujer gorda.

El paramédico le dirige una mirada de reproche. Ella se apena y baja la vista. Toma las manos de Irma y las ve ensangrentadas y con diversas heridas. Sus ojos están inflamados y en sus piernas corren delgadas líneas de sangre. Huele mal y su cabello está completamente sucio y lleno de gusanos.

—¡Dígame qué le paso! —dice el paramédico a Irma.

Ella lo observa a él y a todos los rostros que la rodean. “Hay tres cuerpos allá” —guarda silencio por un momento mientras el paramédico la examina, después de mirar hacia donde ella señala.

—¿Quién te hizo esto? —interroga.

Irma guarda silencio y sus ojos se nublan: “Se llamaba Ana Aké Gómez y su esposo Salvador Córdoba Xolón, los levantaron en la gasolinera de Chiquilá... Se los llevaron y ya no los vi... Sí, se los llevaron los mismos que me levantaron a mí”. El joven paramédico la mira extrañado.

—¿Te secuestraron? —pregunta desconcertado.

—Me tiraron allá... hay tres cuerpos más —musita Irma confundida.

El compañero del paramédico corre a la ambulancia y llama por radio. Minutos después cuatro patrullas llegan al lugar y se encaminan a donde la mujer les señaló. Con dificultad encuentran el estrecho agujero en el piso, rodeado de maleza y raíces de árbol. A un paramédico le lleva casi una hora bajar y al salir confirma las palabras de la mujer: tres cuerpos en estado de descomposición se encontraban en el lugar. Dos recostados, uno encima de otro, el tercero con la cabeza hacia abajo y los pies en alto.

Una patrulla llega hasta la casa de Irma donde su madre llorando abre la puerta. La mujer siente desfallecer cuando observa la patrulla entrar, atravesar el patio y detenerse cerca de ese gran árbol. Se da ánimos por un momento y abre la puerta decidida.

—Necesito hablar con algún familiar de Irma López Canché —dice el policía mientras se quita las relucientes gafas negras.

—Yo soy su madre —afirma la mujer tratando de sostener el llanto.

—Encontramos a su hija, está en el hospital general de Lázaro Cárdenas, sólo tiene algunos rasguños.

La mujer suelta un grito. Su esposo, que en ese momento sale de la recámara a desayunar, se paraliza. Emilio, que desde la desaparición de su tía se mudó junto con su madre a la casa de sus abuelos, salta al escuchar el grito y suelta la flor que ha formado con el cigarro que encontró ayer cerca de la escuela. Llega hasta él el llanto de su abuela. Temeroso, recoge la flor del piso y la coloca muy cerca de aquella que formó con el cigarro encontrado en el patio el día que su tía desapareció. Desde hacía un par de años al pequeño le había dado por recoger los cigarros, que aún estaban en buen estado, y formar con ellos flores de diversos tipos. Dejó la última y corrió hacia la sala. Sus padres hicieron lo mismo.

La demacrada mujer grita: “La encontraron... encontraron a Irma... ¡Está viva!”.

Los tres cuerpos fueron sacados de aquel cenote escondido, después de cuatro horas de ardua labor donde los paramédicos tuvieron que utilizar oxígeno ante el insoportable olor que les impedía respirar. Una semana después tres familias reconocieron a su hijo, padre y esposo, que habían sido secuestrados en diversos poblados del municipio de Lázaro Cárdenas en Quintana Roo, y por los cuales habían pagado el rescate pedido por los maleantes.

Irma aún trata de borrar esas imágenes que se han adueñado de su cabeza después de permanecer cuarenta y ocho horas en un cenote, escondido en la selva, al lado de tres cadáveres, donde la tiraron sus secuestradores al creerla muerta.