Se irán yendo despacio como la vida
las palabras. Se irán a otra parte
a seguir contemplando el fin de la hojarasca
entre la oscuridad del duermevela.
Pronunciarán un árbol, pero será un madero
flotando en tinta seca. Después marchitará
no habiendo sido el eco de una bizna asombrada.
Se irá yendo la vida.
Y no renacerá del polvo.
El amor cuando asoma a la locura
dicen que no es amor porque enciende
la otra cara de lo efímero. Pero nada
es eterno si furtivo languidece
en el grano de trigo
cuando el amor se asoma más arriba del amor
y desgrana la luz de los que aman
por un campo de estrellas perdidamente ausentes.
La que llega al amor y se entierra
más hondo que el antídoto del amor.
El veneno y la culpa,
la quebrantada tregua del odio.
El barro del amor y el fiel de su balanza
que llegan de la vida a saciarse en su muerte.
La que llega sin vida a saciarse del amor,
el tajo y el machete buscando ríos blancos
en la espuma del cuello, la cascada de sed
cuajada en el alféizar de la sangre.
La vampiresa insomne, la que huyó del vampiro
azul de la mirada
llegó con tres heridas al verso de Miguel.
Ay de la vida, el necio que la echó al laberinto.
Qué triste el minotauro,
que la supo sentada, qué asombro en su tristeza
arañando el dolor de encontrarla sonriendo.
Bello pájaro efímero, no sé si nos tejiste
las alas de tu hambre, si volaste despacio
para saciar la sed y te marchaste al punto
donde el sueño se rompe en mil estalactitas.
Ay de la vida,
si saberla bastara y hubiera que morirla
o encerrarla en el vientre para que traiga hijos,
si acaso la parieran
las rocas que no saben que pueden ser sepulcros
y cayera de golpe su mármol florecido...
Ay de la vida, quién te mandó a engendrar
tentáculos hirientes sobre tu flor ingenua,
para después llorarlos.
Si un soplo de palabra se quedara en el corazón,
oculto de latidos, prisionero de arterias
y deseos quebrados, sería una burbuja
o, apenas, un rostro en la burbuja
asomado al reflejo, como esperando
la levedad aérea de no estar en la boca.
Si en la boca quedara el sabor de ese aliento
no besado y durmiente que cruje en la lengüeta de un oboe
como hoja reseca nada más que ser ascua
del eco de una sílaba, entonces esa música sin fondo,
esa entonación posible, quedaría enlazada
a una fruta solar que la recuerde inmensa.
Ya no basta la imagen, no basta ser un verbo
en la carne ingeniosa. Quedarse más allá
a mirar de la luz cómo pasa tu sombra.
A ti, a tu pequeñez ingenua de maizales heridos,
desde el liquen al quicio de la nada asumida,
desde aquella ignorancia del árbol que deslumbra
la conciencia del pájaro sobre el grano y el germen.
A ti, que no transcurres porque el río olvidó
tus zapatos al borde de un mar sobre las nubes
y tu muerte fue inversa cuando viviste ignoto
con la loza a la espalda y la razón sangrando.
A ti que el corazón arrancaste del bosque
y fuiste la madera que late con las hojas,
carnaza que al otoño devuelve su carnada,
pez en el borrón transido del asombro.
Si un soplo de palabra o una burbuja tuya
fuera el cuerpo de un dios. Si en la boca de un duende
quedara la manzana tentando tu saliva,
calzarías la misma oquedad que el zapato,
el mismo soplo azul que se asoma al abismo
dondequiera que vayas o te quedes o estés.