Artículos y reportajes
Cenizas del mediodía
Cenizas del mediodía
Carlos Barbarito
Poesía
Editorial Praxis
México, 2010
35 páginas
Cenizas del mediodía, de Carlos Barbarito

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Sólo la mirada del poeta percibe las realidades tras la realidad. No busca: descubre y encuentra. Su arte no es el del prestidigitador (evoco aquí la crítica que Alejo Carpentier formuló contra los surrealistas, muchos de los cuales, ya lejos de la poesía, se dedicaron a buscar “encuentros fortuitos” —con Lautréamont como modelo—, de forma mecánica, como el artesano que repite doscientas veces un modelo con escasas variantes). El arte, en cambio, es único, insustituible. Desde la subjetividad donde se aloja un mundo, emerge la palabra esencial que nombra objetos, emociones, tiempos, personas: el universo conocido e imaginario como no se había nombrado antes. ¿Dónde radica la poesía? En todos lados y en ninguno. Es el poeta quien la descubre y a veces la expresa, ya sea por escrito, ya en la misma contemplación. La poesía se capta, se siente, se atestigua. Luego se expresa con las limitadas e inexactas palabras. Cuando se ha ejecutado esta última operación, la poesía viaja a través del oído porque no fue concebida para leerse, sino para ser escuchada. Por ello nació y creció con la música.

Entre los poetas argentinos actuales, Carlos Barbarito (1955), autor de más de veinte libros, es uno de los testigos de la poesía. Desde el mundo alojado en su subjetividad, emerge la voluntad de expresarlo por escrito. Su último poemario, Cenizas del mediodía, publicado recientemente en México, se inicia con una despedida: “Adiós a un sueño, no se hace / en la piedra el Paraíso, no hay espacio para el fruto”. Los versos se resisten a proporcionarnos un sentido unívoco en las imágenes y elementos que se aglutinan como símbolos de lo que fue y ya no es: “Adiós al pan, al sabor de otra boca / en la boca propia” o “Adiós a la topografía, al número primo, / a la balanza, a la señal en el cielo o la tierra”. El yo lírico se dirige a un , a un otro ausente, a quien —si viera su rostro— lo creería mancha, error de un supuesto Plan. Las cenizas se expanden y poco a poco el lector va uniendo cabos: “Todo comienza cuando no hay perdón”, pero también cuando no queda follaje y “sólo nos miran los animales, las estrellas”.

La aguja en lugar del abrazo... y la dulzura como imposible. ¿Qué somos finalmente? “Cenizas de un fuego antiguo / y anónimo”. El poeta, como Orfeo, habla y pregunta hacia el dominio de lo subterráneo para rencontrar al otro, pero sólo le responde el consuelo, “que vale menos que una hoja seca”. Los poemas, en general, son las imágenes desde una conciencia cuya lengua, extranjera, traduce la acumulación de cenizas del mundo. Y entonces, el árbol sombrío, ¿cobija acaso la inocencia, la “santidad”? La violencia irrumpe en la ciudad y causa división. El tiempo y el movimiento acuden al vacío y surge un lenguaje que conocen los raros animales, los muertos y el poeta. Tal vez este último y el niño sean los únicos que se extravían en el agua, pero hay una diferencia: el primero “se cierra con su secreto”, mientras que el segundo lo entrega cifrado, ambiguo, múltiple: la realidad tras la realidad, ¿es acaso la ceniza? Este elemento es quizá símbolo de la muerte sin fin que segundo a segundo experimenta la conciencia. Carlos Barbarito nos introduce en una galería donde representa esa conciencia porque sus sentidos no le alcanzan para saber “qué nos mata / o nos salva, cuál es el destino real del largo viaje”. Ante el misterio, el abismo se ensancha y la palabra es también insuficiente. Incluso “quien almuerza en el perfecto festín / invoca a las cenizas”.

Para Henry Miller, el escritor nunca es dueño del sentido total de sus creaciones: “El punto de vista del autor —afirma— es sólo uno entre muchos, y la idea del significado de su propio trabajo se pierde entre el oleaje de otras voces. ¿Conoce él realmente el sentido de su propia obra como cree? Yo más bien creo que no”. En su conjunto, el poemario de Barbarito aspira a ser releído: no nos otorga todo su sentido (¿qué buena obra literaria lo hace?); es susceptible de distintas interpretaciones y ahí radica la complejidad de su partitura.

 

De Cenizas del mediodía

Tal vez en el centro de cuanto observa,
donde todo se reúne y se concentra;
allí, quizás, el viajero que arriba sano a destino
y el niño que entra al mar y no se ahoga.
Allí, alimento y almohada.
Una música sin instrumento.
Tal vez en una escena que imagino,
la mujer en lo alto de la escalera,
el hombre al pie, llamándola
por todos sus nombres, incluso los secretos.
Entre uno y otro hay oscuridad
y ninguno de los dos lleva una lámpara.
Ella, ¿todavía recuerda su nombre?
Él, ¿habla su misma lengua?
Alfa y Omega, polo y polo,
¿quién se duerme sobre el hilo que los une?
¿quién, luego de dormir, despierta?

 


 

Quien destila anhela agua espesa,
quien almuerza en el perfecto festín
invoca a las cenizas, quien se arriesga
en el infinito desea una pequeña casa,
donde cada cosa esté a un paso de la otra.
Oigo hasta el zumbido del insecto
más remoto, pero la enfermedad está en mis oídos,
espera con infinita paciencia manifestarse.
Lámpara apagada en el vacío luminoso,
vacío oscuro con una lámpara encendida:
ya no sé si traigo vértigo o estrella fija,
si soy flor tumbada en la arena,
tal vez beato que se tiende en el camastro
y sueña con espléndidos bodegones.

 


 

Anónimo, indescifrado, persiste
por horas y días, años,
y a cada momento se transfigura:
sangre menstrual, llamas que se agitan,
carbón, ámbar, camino, espejo, viento que se respira,
libro, azucena, balsa hacia las Hespérides,
esbozo de amada o serpiente,
¿estrellas, nardos?, perfil y pulso,
orilla nebulosa, relámpago...
Incontables modos de lo mismo,
sin origen ni autor precisos
que nos afanamos en vano por conocer:
mi rostro y el tuyo, la duda,
la precisión, lo baladí y lo bello,
los teatros en llamas,
el peso del aire, la hierba, los frutos,
la leña atada, un cincel, el idioma,
cualquier artificio, Islandia, el milagro.

 


 

Si estiro el brazo, tal vez alcance. Al menos roce
esa materia jamás bruñida o cincelada,
con la que jamás se hizo una copa,
una bailarina, un códice. Si me extiendo
en sueños hacia donde más refulge,
hacia donde más y mejor irradia.
Pero, ¿qué veía o creyó ver Turner
en el momento en que se abrían de golpe las ventanas?
¿Qué encontró el hijo de Swansea
en el amarillo y en el mar austero,
luego de la primera muerte,
por entre las parábolas del sol
y las leyendas de las verdes capillas?
¿Vino puro, antes de la lluvia?
¿Garzas limpias de barro?
¿Alta cúpula sobre cuya aguja hay un pájaro inmóvil?
¿Pasarán ante mí un amor desatado,
una nítida caligrafía con aspecto de nieve,
un dorado sin error,
un iris libre de mercurio?
Pero, si me alargo, ¿y es sólo el engaño, el espejismo,
un rocío de belladona, seis estratos
de locura que creeré almohada,
una edad que, antes de ser, ya será fósil?