Ya con el pie en la línea que marca el final de El legado de Homero, de Alberto Manguel, y después de su emocionante lectura, encontré la alucinante afirmación de que el humano es un ser que se repite en rostros y hazañas o que el mundo que describe Homero es el mismo de hoy y de ayer o de mañana.
En el libro, Manguel va dando puntadas maestras delineando personajes, horrores de la guerra, ternezas de amantes, viajes peligrosos, traiciones, iras de dioses y componendas. Poco a poco va introduciendo en nuestra mente el mapa que el gran ciego de Quíos, aquel monstruo divino, grabó con punzones eternos en la memoria universal.
Generaciones de hombres y de féminas irán desfilando frente a Historia, leerán o nunca sabrán quién fue Homero, pero sus vidas ya estaban registradas y sus acciones no tendrán nuevos ingredientes que aquellos que él descubrió primero en los laboratorios de Ítaca e Ilión y sus alrededores.
En efecto, Manguel nos hace ver que escenas familiares a nuestros ojos tienen las mismas características que los odios y amores, las infidelidades, los viajes con sus atajos y desvíos ya no son en navíos con velas, pero sí llevan a negociaciones, a encuentros con divas y a mares con escollos, para luego retornar, al cabo de aventuras, al remanso ansiado. Nos hace ver que la vida en palacios y entre corazas la viven por igual los campesinos, los ciegos, los adivinos, los hijos y los padres. Y hasta los animales se comportan fieros o mansos, dóciles como el perro, o demoledores como los huracanes y los rayos, esos dragones y ciclones. Jamás cambiarán de naturaleza.
La vida del hombre, en verdad, es un ir y venir, un viaje que comienza con propósitos, muchas veces nobles y definidos, para luego encontrar contratiempos, enemigos, buenos vientos, trampas como en una competencia de motos o de esquí extremo sobre la nieve o sobre la cresta de la ola.
Hasta dioses acudirán en su ayuda, otros le volverán la espalda olvidadizos, y otros tramarán asechanzas y se aliarán con el enemigo. En ello no habrá desemejanza entre dioses celestes y especímenes terrenos. Desaparecen los linderos de crueldad y de piedad, de nobleza y de desatino que una vez, se dijo, pertenecían y distinguían a los humanos de los dioses. Se comprende, entonces, que los mortales hayan sido creados a imagen y semejanza de sus dioses. Allí los dioses se comportan como los mortales y los humanos se convierten en modelos inmortales.
Termina el lector el libro y Manguel ha logrado el gran propósito del escritor. Atrapar entre sus párrafos y su mirada diáfana a quienes emprenden el viaje de su escritura. Vuelan las retinas y la imaginación con las palabras y las imágenes, se agita el pecho y se emocionan el páncreas y las neuronas. Y al final, cierra uno el libro con la sensación de bajar de la alfombra de Aladino desde donde se contempla como en un sueño el pasado y el futuro.