Sala de ensayo
Antonio Skármeta: la ruta hacia El cartero

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De izquierda a derecha: Antonio Skármeta, el autor de este trabajo y Michael Radford
De izquierda a derecha: Antonio Skármeta, el autor de este trabajo y Michael Radford.
 

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Juventud y rebeldía no han sido siempre ideas afines. Una panorámica mirada a la historia nos permitiría avizorar que durante los periodos políticamente más convulsos —sobre todo durante las guerras—, quienes ejercen el poder prefieren diluir la noción de juventud en beneficio de otros motivos que favorezcan la manipulación de sus gentes. En estos casos, los conceptos socorridos por excelencia suelen ser los de Patria y Nación. Y la verdad es que pocas ideas como éstas —exceptuando la de Dios y la de Libertad— han arrojado tan evidentes réditos a los gobernantes cuando se trata de provocar la inmolación de generaciones enteras. El transcurso de los siglos nos muestra que, paradójicamente, la mayor acumulación de poder se produce cuando más se llega a despreciar la vida humana; y esto con prescindencia de cuál sea el ideal utilizado en favor de semejante despropósito. Por contrapartida, los momentos de relativa calma entre países —o de tendencia al equilibrio— suelen propiciar la asociación de los dos conceptos que mencionaba atrás. Cuando los jóvenes tienen la ocasión de volcar su extraordinaria energía hacia la búsqueda del bienestar, hacia el deleite vital, la rebeldía aflora como síntoma y a la vez como camino. La última vez que esto ocurrió de modo ostensible en la historia de nuestra cultura fue en mayo de 1968.

En el campo literario, muchas obras se ocuparon de lo sucedido en aquel momento y dieron cuenta de las transformaciones que se produjeron entonces en el imaginario social. Y en lo que toca a la narrativa latinoamericana, hubo una generación de autores que se volcó a vivir este fenómeno y a indagarlo desde su escritura. Me estoy refiriendo a novelistas como Manuel Puig, Osvaldo Soriano, Mempo Giardinelli, Óscar Collazos, Andrés Caicedo, Bryce Echenique, Sergio Ramírez, Severo Sarduy, Norberto Fuentes, Isabel Allende, Antonio Skármeta, entre otros muchos; es decir, estoy hablando de ese conjunto de voces juveniles que por aquellas calendas iniciaban sus carreras literarias y que algunos críticos han dado en llamar Posboom.1 Ahora bien, casi todos estos narradores transitaron posteriormente hacia una gran diversidad de motivos. Pero uno de ellos ha hecho de la juventud el tema por excelencia de toda su literatura: el chileno Antonio Skármeta. Sobre este punto precisamente —a propósito de la reedición que en 2004 hiciera Random House de sus dos libros inaugurales—, Camilo Marks escribía:

Y aunque aún produzca placer la lectura de estos notables trabajos juveniles, a más de 30 años desde que vieron la luz, se advierten en ellos rasgos que después predominarían en el Skármeta maduro: un narcisismo galopante, un culto hacia la juventud, casi una fijación obsesiva por lo adolescente, un experimentalismo a ratos gratuito (...). Cuando se tienen 26 o 28 años, eso carece de importancia y ésta es una de las razones, aparte de las artísticas, gracias a las cuales El entusiasmo y Desnudo en el tejado se han convertido en clásicos y siguen perviviendo como recurrentes ejemplos de lo mejor que la prosa nacional generó durante la segunda mitad del siglo pasado.2

Pues bien, de este narrador quisiera ocuparme en las páginas que siguen. O más exactamente, de la manera como ha elaborado su tema central hasta llegar a legarnos al más famoso y quizás el más entrañable de todos sus personajes: Mario, el cartero de Pablo Neruda.

 

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La prolífica trayectoria literaria de Skármeta (Antofagasta, 1940) se inicia con dos volúmenes de cuentos: El entusiasmo (1967) y Desnudo en el tejado (1969). Con este último obtuvo el Premio Casa de las Américas, en Cuba, circunstancia que significó su proyección internacional y el primer gran impulso a su carrera. Los relatos que integran dichos libros están impregnados, efectivamente, del ímpetu vitalista característico de ese fenómeno social y cultural que fue mayo del 68. Cabría recordar que las coordenadas más notorias en aquella corriente de época estuvieron ligadas a la exaltación del amor libre —tras el descubrimiento de la pastilla anticonceptiva—, a la popularización del movimiento hippie, al consumo de marihuana, a la adopción de estilos de vida más citadinos e itinerantes; en fin, a la rebeldía contra las tradiciones familiares y todo lo que pudiese representar un espíritu conservador u oficial. Tal como lo indica el título del primer libro publicado por el chileno, el entusiasmo se convirtió en la impronta del momento y se propagó por todas las grandes urbes del mundo, incluyendo, desde luego, las caóticas ciudades de Latinoamérica. Valdría la pena subrayar que una cierta actitud contestataria impregnó las narraciones de aquel período y que la apertura en el lenguaje propició la incorporación del coloquialismo, especialmente en lo que se refiere a las jergas más urbanas y juveniles. Una década más tarde, el propio Skármeta escribiría una especie de manifiesto personal y generacional. En éste regresa detalladamente sobre las peculiaridades de aquella literatura escrita por sus contemporáneos y por él mismo; allí nos dice:

La narrativa más joven, pese a toda la estridencia de su complejo aparato verbal, es vocacionalmente antipretenciosa, programáticamente anticultural, sensible a lo banal, y más que reordenadora del mundo en un sistema estético congruente de amplia perspectiva, es simplemente presentadora de él. Sus héroes no se reclutan en la excepcionalidad que busca desde allí mirar lo común, sino en los carnales transeúntes de las urbes latinoamericanas.3

Sin embargo, esta insumisión que viene a convertirse en el signo distintivo de la época no parece tener ante sí enemigos demasiado visibles o evidentes. La rebeldía juvenil que expresan los protagonistas inaugurales de Skármeta —o los de autores como el colombiano Andrés Caicedo, por ejemplo— se debe más a una afirmación radical de la individualidad que a algún tipo de lucha programática, al menos en un primer momento. La crítica Soledad Bianchi lo ha planteado con bastante fortuna cuando nos dice: “Si algo llamó la atención en El entusiasmo fue la vitalidad de sus personajes. Vida, energía, impulso, entusiasmo, que los llevaban a asombrarse frente al mundo, a interrogarse y a intentar apropiarse de él en conductas cotidianas que los hacían reconocerse y sentirse partícipes e integrantes de la naturaleza y de los otros seres”; seguidamente, Bianchi complementa su análisis haciendo una precisión más: “Estos seres que viven tan intensamente sus cuerpos, sus quehaceres, sus preocupaciones e intereses, se superan sólo porque se enfrentan, oponiéndose, a una sociedad que quieren diferente, aunque no sepan cuál sea la salida apropiada ni se comprometan en experiencias colectivas que podrían variarla”.4 Ahora bien, dicho deseo de integración al mundo circundante pasa de modo sensible por el tema erótico; esto es, por el despertar amoroso y la iniciación sexual. Por eso el sensualismo de estas narraciones nos involucra de manera permanente en anecdotarios de conquista y seducción, los cuales suelen ser contados por Skármeta apelando a un lenguaje que mezcla la poetización y la rudeza de la explicitación.

 

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Entre el amplio mosaico de personajes disponibles en aquella época de furores juveniles, hay uno que aparecerá de forma recurrente en los cuentos y novelas de Antonio Skármeta; a saber: el aprendiz de escritor. Habremos de encontrarlo protagonizando algunos relatos iniciales, como “La Cenicienta en San Francisco”, “Basketball”, “Giro incesante”, “Una vuelta en el aire” y “El joven con un cuento”; pero también lo veremos atravesando la novelística del chileno, desde sus primeros títulos: Arturo en Soñé que la nieve ardía (1975), Lucho en No pasó nada (1980) y, cómo no, el cartero Mario Jiménez en Ardiente paciencia (1985). Dicha figura emblemática del joven que se inicia —y que se indaga, y que se confronta, y que intenta fundarse como sujeto en el ejercicio de alguna vocación— nos instala en una tipología narrativa muy bien caracterizada históricamente. Me refiero a la que ha dado en llamarse novela de aprendizaje, o Bildungsroman. Éste es un tipo de relato que empezó a escribirse en Europa entre los siglos XVIII y XIX, cuyos protagonistas —por lo regular adolescentes— pasan por diversos itinerarios de iniciación. Tal recorrido habrá de llevar a estos jóvenes o bien a su consolidación como personas aceptadas en el espectro social o bien al fracaso, el cual se manifiesta en forma de muerte o de exclusión.

La línea de continuidad que podemos observar en este sentido, de una obra a otra, nos muestra cómo la pasión de Skármeta por este tema desborda el fenómeno de época al cual hacíamos referencia anteriormente. Dicho de otra manera, la predilección del chileno por los asuntos juveniles no sólo obedece a las inclinaciones literarias del momento. Sería más acertado afirmar que aquí se cifra uno de los factores más caros a su poética narrativa, a su cosmovisión. El crítico Juan Armando Epple comenta en un excelente trabajo lo sucedido a Arturo —el joven futbolista provinciano que llega a Santiago con deseos de triunfar, en Soñé que la nieve ardía— y nos habla, por ejemplo, de la necesaria integración que tanto urge a los jóvenes: “Aquí se manifiesta una vez más el motivo preferido de Skármeta: la búsqueda de la afirmación personal a través del encuentro dialogante con el otro, búsqueda que no reconoce patrones (en el sentido literario e ideológico) sino que los va creando en el contacto inmediato, sensorial, con la colectividad a que se integra”.5 Como se advierte, esta anotación podría aplicarse con puntualidad a todos los aprendices de escritor que pueblan las ficciones del chileno, incluido nuestro Mario Jiménez.

 

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Dado que las obras iniciales de esta generación empezaron a publicarse en pleno apogeo del llamado Boom latinoamericano —finales de los años 60 y principios de los 70 del siglo pasado—, muchos de estos jóvenes escritores hicieron hincapié en la necesidad de diferenciarse; y esto especialmente porque, en efecto, sus sensibilidades y opciones estéticas transitaban por otros rumbos. No es que la suya haya sido una respuesta de desafío o negación. Más apropiado sería hablar en términos de un distanciamiento que era vivido por ellos como una necesidad imperiosa; entre otras razones, para no ser eclipsados por las luminarias que la literatura latinoamericana acababa de producir y que no tenían precedentes en estas geografías —con excepción de la generación modernista, hacia finales del siglo XIX. Skármeta se ha referido a esta circunstancia:

Frente a la actitud macrocósmica, abarcadora, perspectiva de la generación del Boom, creo que hemos bajado en tono y nuestra perspectiva es fragmentaria, sensualmente apegada a la realidad y buscamos acotar, fragmentar, sin ir más allá en la interpretación de la realidad. Y por último, diría que es el auge de la cultura pop, el infrarrealismo, la aceptación de que las cosas banales tienen un rango estético, el sentimiento de la hermosura de vivir entramados en lo cotidiano. Y todo esto, no en un contexto frívolo o superfluo, sino metido en el centro de la historia.6

En la tesis doctoral que Lee Seong Hun dedica a la obra narrativa de Antonio Skármeta, en la que se ocupa particularmente de su evolución en el marco del llamado Posboom, se detalla el contexto histórico y social que determinó muchas de las opciones estéticas e ideológicas de la generación a la cual pertenece el chileno. Son diversos los factores señalados allí, e incluyen los avances en el transporte y las telecomunicaciones, la mayor movilidad social, el advenimiento de la urbe como escenario privilegiado de la representación colectiva, el auge de la música rock y, por supuesto, la consolidación que el desarrollo de los medios de comunicación propició a la cultura de masas.7

Sobre este último aspecto, resulta importante destacar que el cine y la televisión terminaron generando una democratización de bienes culturales y simbólicos sin precedentes en la historia —el advenimiento de la Internet y las nuevas tecnologías de nuestros días viene a ser la culminación de este proceso. La extraordinaria capacidad de penetración social y difusión de estos medios comportó, igualmente, la popularización de nuevos referentes en el imaginario colectivo y la renovación de los lenguajes con los cuales se expresan las nuevas sensibilidades estéticas. En la perspectiva de los autores, estos fenómenos fueron decantando la opción por un tipo de escritura que busca comunicarse con el lector de forma directa, apelando a la construcción de una cierta complicidad; igualmente, los mismos dispositivos de redacción adoptados evitan aquellos enrevesamientos de la prosa que puedan entorpecer dicha comunicación. Tal vez podría denominarse esta elección como una cierta estética de la comunicación. En una entrevista que le concedió a uno de los más famosos escritores de su propia generación —el argentino Mempo Giardinelli—, Antonio Skármeta le manifestó en tono desenfadado esta disposición: “Bueno, Mempo, tú sabes que a mí lo que más me interesa en la literatura es la comunicación”; y más adelante afirmaba que su invocación al lector posee más o menos estos términos: “El mundo es una aventura maravillosa; soy joven y tú también; tenemos que hacer un mundo juntos. ¡Quiero vivir, quiero amar, y la clave es tener abierta la cabeza, abierto el corazón y tenemos que comunicarnos, huevón!”.8

 

Antonio Skármeta5

Hay un punto de inflexión en la literatura de Antonio Skármeta, un momento a partir del cual la Gran Historia se inserta abruptamente en su vida y en la de todos sus contemporáneos; esto, por supuesto, con incidencias directas en su cosmovisión y, con ellas, en su literatura. Después del triunfo de la Unidad Popular —una organización formada por el asocio de varios partidos de izquierda—, que llevó a Salvador Allende a la Presidencia de la República el 4 de noviembre de 1970, la dinámica chilena inició un proceso de agitación política sin precedentes en América Latina, como quiera que se trató del primer gobierno marxista elegido democráticamente en el mundo. La fuerza de contagio optimista que se generó —referida a las posibilidades de transformación social que se abrían— sólo es comparable con la brutalidad contundente de la reacción, como lo muestran los episodios ulteriores que todos recordamos. El 11 de septiembre de 1973 la ultraderecha de Chile da un Golpe de Estado al gobierno electo, depone al presidente Salvador Allende y le da muerte. Un régimen militar encabezado por el general Augusto Pinochet toma el poder y da inicio a una cruenta y larga dictadura que se extendió en el país austral durante los siguientes 17 años. Una parte de la intelectualidad de izquierda caería abatida en la feroz represión que se desata, y la otra no tendría más opción que la del exilio. El propio Skármeta se integra a la diáspora producida por el Golpe de Estado. Primero pasa un año en Argentina y posteriormente se instala en Berlín Occidental durante catorce años, entre 1975 y 1989. De las cuatro novelas que escribió allí —Soñé que la nieve ardía (1975), No pasó nada (1980), La insurrección (1982) y Ardiente paciencia (1985)— es en la segunda donde aborda de modo específico el tema del exilio. En ésta aparecen los dramas propios del destierro, con sus dinámicas de acomodo y desadaptación a las nuevas realidades. En este orden de ideas, José Cardona-López apunta dos manifestaciones que considera características de los escritores latinoamericanos que en aquel momento vivieron esta situación:

Estos escritores en el exilio enfrentaban en su creación las resultantes de dos desafíos que en aquel momento coincidían: el romper con la forma de escribir y aun de leer que había establecido el Boom de la literatura latinoamericana que los antecedió, y enfrentar las dictaduras de sus países con la denuncia mediante sus posturas civiles y aun literarias.9

Pero es precisamente a partir de la tercera colección de cuentos publicada por Antonio Skármeta, Tiro libre (1973), cuando aparece el registro narrativo de esta transformación a la que he hecho referencia. La realidad política se presenta aquí —específicamente en los cuentos del tercer apartado, titulado “En el área chica”— como un elemento constitutivo del universo que habitan sus personajes, cuya actitud contestataria incorpora en lo sucesivo rasgos de una conciencia social mucho más precisa que la rebeldía generalizada característica de los protagonistas iniciales. Sin embargo, no estoy hablando de un proselitismo concreto, ni mucho menos de una actitud esquemática o panfletaria. El colombiano Óscar Collazos lo plantea en estos términos:

Las posibilidades de otra perspectiva se han abierto, una nueva visión del mundo ha hecho posible esta inequívoca politización de sus nuevos relatos. Politicidad (entendámonos), no discursividad (...). Se trataría, en este caso, de una cuidadosa selección de aquellos “gestos sociales” más afincados en la movilidad colectiva de un país, gestos que en la dinámica de un proceso como el chileno, permiten una más clara delimitación de valores y expresiones sociales.10

Con todo, me parece importante aclarar que los cambios que vengo señalando no significan en modo alguno el abandono radical de las coordenadas estéticas anteriores, particularmente de aquellas que vienen de lo contestatario. Podría hablarse de una sofisticación en la manera de mirar el mundo que habitan sus personajes; al mismo tiempo, de una cierta evolución en la rebeldía que éstos profesaban inicialmente. Diría, en este segundo caso, que hay un tránsito que va desde aquel individualismo más bien gratuito hacia dinámicas de carácter más colectivo. Pero tampoco hay ingenuidad en la cosmovisión del autor: la realidad misma ha vacunado al chileno contra las miradas simplistas. Skármeta también se permite rastrear con agudeza las diferentes contradicciones que se presentan en el propio corazón de los procesos progresistas o revolucionarios. En el excelente estudio que Ariel Dorfman dedica a la narrativa de Skármeta publicada hasta 1984 se indican varios aspectos que permiten seguir las líneas de continuidad y transformación en la obra de su compatriota. Así, cuando se ocupa de lo sucedido a esos personajes laterales respecto de la Gran Historia, en el caso concreto de La insurrección (1982) —cuyo escenario es la Nicaragua de la Revolución Sandinista—, afirma:

Skármeta puede fijarse en este tipo de personajes porque no son un descubrimiento suyo reciente. No es que él se haya propuesto narrar las peripecias de las vidas mínimas alteradas por la máxima historia. Mucho antes de que el Frente Nacional de Liberación Sandinista pasmara al mundo con la rebelión generalizada contra la tiranía más vieja de América, y aún antes de que Salvador Allende ganara la presidencia en Chile, Antonio Skármeta estaba narrando el delirante transcurrir de seres que, sin la menor pretensión o aspiración política, prefiguraban una potencial liberación en el modo en que iban organizando sus vidas.11

Quizás podría trazarse un esbozo de mayor cobertura —en relación con esto que he denominado la irrupción de la Gran Historia en la obra de Skármeta y sus contemporáneos— señalando dos fenómenos políticos que fueron determinantes en América Latina durante la década de los años 60 y comienzo de los 70. Por una parte, el poderoso influjo que se originó tras el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 y que hizo sentir entre los más jóvenes un optimismo militante ligado a las posibilidades de expandir las grandes transformaciones sociales hacia el resto del continente. Por otra, las reacciones implacables de las fuerzas más conservadoras que dieron lugar a la aparición de dictaduras militares de signo sangriento, especialmente en los países del cono sur. Estos fenómenos determinarían de modo crucial no sólo la creación literaria del momento, sino también la recepción de las obras y, en general, la circulación de todo producto cultural. La crítica literaria también se impregnó fuertemente de categorías analíticas derivadas de toda esta confrontación ideológica. En el caso de Skármeta, muchos de los estudios que se produjeron durante aquellos años —o que se ocuparon de sus narraciones escritas en ese momento— muestran la tendencia a que me refiero. Menciono ahora dos que tuvieron gran importancia y circulación: el estudio de Grínor Rojo sobre la novela titulada Soñé que la nieve ardía (1975)12 y la tesis doctoral escrita por Constanza Lira, de tono mucho menos tajante, en la cual se ocupa de toda la obra de Skármeta escrita hasta 1982.13 Sin embargo, quisiera insistir en que el chileno no sucumbe a algunas corrientes del momento que suponían sólo dos actitudes posibles en el escritor: la de ser consecuente o la de ser reaccionario. Por el contrario, prefiere instalarse en medio de las contradicciones propias de su momento, como bien lo plantea Lira: “La práctica del proceso revolucionario abierto en Chile a fines del setenta, conmina a los intelectuales a reformularse los problemas culturales de la relación vanguardia política y estética, tradicionalmente separados”.14

 

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Hay otros dos elementos caros a la poética narrativa de Antonio Skármeta que quisiera destacar: el humor y la poesía. Éstos se encuentran presentes de forma determinante en la novela Ardiente paciencia, en la cual habita el cartero Mario Jiménez. En principio quisiera decir que la poesía —el lenguaje poético— constituye una preocupación central en la literatura del chileno. Y tal vez podría decirse que la suya es una narrativa contada siempre bajo el influjo de las metáforas; así, por más cotidianos o comunes que sean sus personajes y situaciones, vistos al amparo de dicha lupa se enaltecen, se iluminan. Seguramente es éste uno de los hallazgos más valiosos en su narrativa: la fusión plena de lo cotidiano y lo poético. Se trata de un acierto que vale la pena resaltar, pues fácilmente una búsqueda literaria de esta índole puede malograrse en dos direcciones: por el lado poético, hacia la grandilocuencia o hacia la superabundancia retórica; por el lado de lo cotidiano, hacia lo intrascendente o hacia lo ramplón. No hay tales yerros en la obra de Skármeta. Aquí se logra mantener un difícil equilibrio cuyo resultado es una literatura hecha de matices inesperados y gratificantes para el lector, como si estos dos vectores se protegieran uno al otro de cualquier posible desliz.

Entre el 20 y el 25 de abril del año 2009, la Casa de América de Madrid le dedicó a Antonio Skármeta el ciclo que anualmente allí se programa bajo el emblema “Semana de Autor”. Entre las ponencias que entonces se leyeron —y que luego han sido publicadas en diversas revistas—, hubo una escrita por Juan Villoro en la que el escritor mexicano destaca, precisamente, esta cualidad que vengo comentando en la obra del chileno. Lo hace en los siguientes términos, a propósito del cuento titulado “El ciclista de San Cristóbal”:

El mundo de Skármeta era el mío, el mundo de las calles, las bicicletas, el rock, las pizzas, los locutores de radio, las adorables chicas imposibles, pero tenía algo más: llegaba poetizado con un sentido lúdico. En ese territorio, las metáforas eran la forma natural de la expresión. El escritor chileno inventaba imágenes con la espontánea gracia con que un centro delantero inventa goles. En sus cuentos, el cielo valía la pena porque se llenaba de pájaros y la noche porque permitía delirar bajo la galaxia.15

Esta particularidad en la obra de Antonio Skármeta tiene unos ascendientes muy puntuales, provenientes del entorno artístico y cultural chileno. En los años de formación del escritor, aparecieron figuras tutelares que tuvieron una presencia determinante en la literatura del país austral y en la de todo el ámbito hispanoamericano. Y aunque el camino de nuestro autor habría de ser el de la narrativa, el fuerte influjo poético de aquéllas resulta prácticamente inevitable y viene a enriquecer de modo afortunado la factura de su prosa. Nos dice el propio escritor: “Otro factor vino a influir en nuestra actitud hacia la literatura: la intuición de que eran los recursos de la lírica, antes que los de la narrativa, los que mejor convenían a nuestra intencionalidad expresiva”.16 Las presencias protagónicas a que hago referencia son, desde luego, Pablo Neruda, por una parte, y Nicanor Parra, por la otra. La obra del primero señala un camino en dirección de lo concreto y lo popular; la del segundo, una búsqueda de carácter irónico, ajena a toda afectación o prosopopeya. Skármeta complementa la afirmación anterior reconociendo su deuda literaria: “Con estos hombres y ese estilo, podíamos entablar el más estimulante diálogo. De allí, más que de cualquier otra parte, habíamos llegado a la coloquialidad-poética en los años en que comenzamos a leer los nuevos narradores latinoamericanos”.17

Paso ahora a comentar el segundo de los elementos que he planteado en este apartado: el humor. Pese a la importancia que tienen en su obra algunos dispositivos culturales provenientes de la cultura de masas, como el melodrama mismo; o los imperativos de época procedentes del compromiso político, el chileno logra salvar su narrativa de rutas estéticas empobrecedoras —como el relato lacrimoso en el primer caso; o el panfleto, en el segundo— gracias a un recurso que se impone reiteradamente y que podría denominarse la catarsis cómica. La manera en que lo formula el escritor colombiano Óscar Collazos resulta muy afortunada: “Cuando el drama, en estos relatos, amenaza con la retórica compasiva de la miseria, Skármeta sube la guardia: el humor corta el paso al sollozo”.18 Quisiera agregar que sucede lo propio con el fanatismo político, así que me gustaría complementar la afirmación de Collazos: “El humor corta el paso al sollozo y la carcajada salta para atajar la consigna”.

Como se ha venido presentando, la visión de mundo expresada por el chileno está todo el tiempo alerta frente a las simplificaciones que provienen de las miradas obtusas. También se podría afirmar que procura vacunar su obra de aquellas solemnidades que se originan en la certeza dogmática. La búsqueda de una comunicación directa con el lector lleva a Skármeta por caminos de escritura que saben evitar cualquier código de exclusión. Y para ello, justamente, apela a la risa. Nos dice Niall Binns que advierte, “ligado a este espíritu lúdico y desacralizador, el humor que recogen sus novelas, la desafiante insistencia en no tomar las cosas o, sobre todo, en no tomarse uno mismo demasiado en serio”; y a continuación añade que se percibe en esta narrativa “la conciencia, quizá —como ha dicho uno de los poetas más queridos por Skármeta, Nicanor Parra—, de que ‘la verdadera seriedad es cómica’ ”.19

Son muchos los procedimientos a través de los cuales se introduce la risa en esta obra. Y éstos incluyen el gag, entendido como el humor de situación; o el juego de palabras, que implica la redefinición de términos; o la anotación burlesca, realizada desde la voz del narrador; o la incorporación de refranero popular, que suele aparecer en los parlamentos de los personajes; entre otros. Pero lo que quisiera destacar ahora es el carácter amable de este humor. No estamos frente al sarcasmo, ni ante la agresividad velada que siempre está en la base del llamado humor negro. Todo lo contrario, el recurso por excelencia del espíritu cómico desplegado por Skármeta es la autoironía. Vale la pena anotar cómo esta disposición consigue granjearse, muy eficazmente, la complicidad del lector. Voy a ilustrar lo dicho a través del análisis de un elemento que aparece con frecuencia en las novelas del chileno; a saber: los prólogos. La información que encontramos en éstos no suele ofrecer fiabilidad desde el punto de vista histórico; en otras palabras, los datos con los cuales se han elaborado no pueden corroborarse en la realidad. De modo que aquello que se dice en dichos prólogos hace parte de la ficción que los sucede. El propio Skármeta se lo ha manifestado a Reyna Guadalupe Hernández —en una entrevista que ella retoma en su tesis universitaria—:

No, el sentido de mis prólogos no es evidenciarme yo como autor, sino introducir un elemento de ficción que sea una pre-ficción; es decir, ninguno de mis prólogos puede ser medido con el criterio de verdad o realidad, o con criterio autobiográfico (...), lo que precede a la novela es un prólogo y un prólogo es un trozo de literatura tan ficticio como la novela misma.20

A pesar de esta evidencia y de la afirmación hecha por el autor, cabría la formulación de esta pregunta: ¿a qué propósito general obedece este recurso? Y quizás podría analizarse concretamente lo que ocurre en Ardiente paciencia para construir alguna respuesta. Veamos lo que nos dice el narrador de esta novela, en el prólogo: “(...) a pesar de que varios escritores chilenos siguieron libando en la copa del éxito (entre otras cosas por frases como éstas, me dijo un editor) yo permanecí —y permanezco— rigurosamente inédito”.21 Claramente, esta afirmación es ficcional. Sabemos que, a la fecha en que se edita la novela en cuestión, Skármeta ha publicado varios volúmenes de cuentos, varias novelas, y ha obtenido diversos premios internacionales. Pero el autor ficticio que nos habla es, sin lugar a dudas, un fracasado capaz de burlarse de su propia incompetencia, como se advierte a continuación:

Sé que más de un lector impaciente se estará preguntando cómo un flojo rematado como yo pudo terminar este libro, por pequeño que sea. Una explicación plausible es que tardé catorce años en escribirlo. Si se piensa que, en este lapso, Vargas Llosa, por ejemplo, publicó Conversación en La Catedral, La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras y La guerra del fin del mundo, es francamente un récord del cual no me enorgullezco.22

En este punto, el objetivo general del prólogo se revela paródico; pero, esencialmente, nos permite captar la intención de construir un puente de simpatía con el lector. Y esto porque el desparpajo de quien se mofa de sus propias derrotas suele conseguir una mirada indulgente. Ahora bien, este rasgo de autoironía viene a definir a mayor escala el tipo de humor que arropa la totalidad del relato. Lo que quiero decir es que el lector llega a construir un vínculo muy especial con este narrador. Tal vez podría entenderse dicho vínculo como un distanciamiento empático; esto es: se ríe de él, pero lo hace cariñosamente. De idéntica manera surgirá la relación con los personajes de la historia. Me gustaría proponer la denominación de picaresca blanca para referir el tipo de relato que nos entrega Skármeta en obras como Ardiente paciencia y el humor que en éstas se dispensa. Hay en el autor —en su cosmovisión— una disposición contraria a la solemnidad; y esto procura decírselo todo el tiempo a su lector, para que lo acompañe en su confabulación humorística. Pareciera decir: si es preciso burlarse de alguien, vale, empecemos por mí mismo; veamos:

Mis cuentos arrancan de la cotidianidad, despegan de ella, vuelan a distintas alturas para verla mejor y comunicar la emoción de ella, y retornan humildes al punto de partida con humor, dolor, ironía, tristeza, según como les haya ido en la peripecia. Son —para parodiarme antes de que lo haga otro— cuentos aviones: despegan, vuelan y aterrizan.23

 

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Haber desarrollado su carrera literaria durante la época en que los medios de comunicación han alcanzado su mayor auge histórico, determina, como ya he anotado, gran parte de las elecciones estéticas de Antonio Skármeta. Una de ellas, que quisiera glosar antes del cierre de estas reflexiones, se refiere a su condición de polígrafo, a la diversificación de su escritura en lo relativo a géneros literarios; pero, muy especialmente, en lo tocante a los formatos de publicación y difusión de sus trabajos. Lo que estoy señalando es que el chileno ha construido una obra que se expresa no solamente a través de cuentos, novelas y ensayos —cuyo cometido final es la edición impresa—, sino también mediante textos destinados a la representación escénica, o radiofónica, o cinematográfica, o televisiva. De manera que el suyo es un trabajo que bien podríamos denominar de escritura anfibia. Y lo más sorprendente en este orden de ideas es que en todas estas expresiones ha logrado Skármeta realizar obras destacadas, como lo prueba la cantidad y heterogeneidad de premios internacionales que ha obtenido a lo largo de su prolífica trayectoria.

Mencionemos sólo algunos de estos numerosos reconocimientos, logrados en épocas distintas y en modalidades de escritura muy diferentes. Para empezar, en cuento obtuvo el Premio Casa de las Américas, en 1969, con el libro Desnudo en el tejado. Su drama radiofónico La búsqueda representó a la República Federal Alemana en 1976 y mereció el Premio de la Unión de Emisoras Europeas en 1976 —en esta misma variante, su trabajo titulado La composición fue premiado como Mejor Obra del Año en la RFA, en 1980. La película La insurrección, dirigida por Peter Lilienthal y guionizada por Skármeta, ganó el Premio Federal de Cine Alemán en 1982. El filme Ardiente paciencia, cuyo guión y dirección fueron realizados por Skármeta, se hizo con el Premio del Público en el Festival de Huelva, en 1983 —entre otros varios galardones ganados en festivales europeos. Su programa televisivo El show de los libros logró en España el Premio Ondas como mejor programa cultural hispanoamericano, en 1996. Su novela La boda del poeta obtuvo el Premio Grinzane Cavour como mejor novela extranjera publicada en Italia en el año 2000, y el Premio Médicis a mejor novela extranjera publicada en Francia en el año 2001. Con su novela El baile de la victoria consiguió el Premio Planeta en el 2003. Éstos, como hemos dicho, entre los más importantes en el dilatado palmarés del escritor chileno.

Y hay una práctica de escritura que viene a ser una constante en su condición de polígrafo; a saber: el trasvase.24 Podría afirmarse que el chileno tiene una especial inclinación a elaborar entramados que pueden ajustarse sin demasiadas dificultades a las particularidades y requerimientos de diferentes soportes expresivos. Así, por ejemplo, su cuento “Reina la tranquilidad en el país” fue transformado en guión cinematográfico por el propio Skármeta y dirigido por Peter Lilienthal en 1975 —en este mismo año, la película obtuvo el Premio Federal del Cine Alemán. Lo propio sucedió con su novela La insurrección (1982), de la cual elaboró Skármeta una doble versión: literaria y fílmica —esta última, como ya comenté atrás, fue también dirigida por Lilienthal. Entre sus muchos trabajos que han pasado de un formato a otro se encuentra, precisamente, Ardiente paciencia. En su versión inicial, éste fue un drama radial hecho para una emisora alemana, en 1982. Luego, como es sabido, se transformó en un filme escrito y dirigido por Skármeta, en 1983. Esta producción germano-portuguesa, de bajo presupuesto, filmada en Portugal, contó en su reparto con los actores chilenos Roberto Parada, Óscar Castro y Marcela Osorio. Pero incluso antes de convertirse en novela, en 1985, Ardiente paciencia fue obra de teatro —luego lo ha seguido siendo, con más de doscientos montajes que fueron presentados en diversos escenarios del mundo y en variadas traducciones. Además de las puestas en escena que se han hecho en ciudades de gran impacto cultural, como Washington (1991, dirigida por Jorge Huerta), o Londres (1991, dirigida por Tessa Schneiderman), o San Diego (1990, dirigida por Douglas Jacobs), o Cerdeña (1989, dirigido por Rosalía Polizzi), quizás para el autor resulta particularmente importante la primera presentación que se hizo en Santiago de Chile (1987, dirigida por Héctor Noguera). Esto porque en su país de origen y por circunstancias ligadas a la censura del gobierno, Skármeta no había conseguido a esa fecha ni presentar su versión fílmica ni publicar allí la novela. De modo que con mucho alborozo acompañó el estreno de este montaje realizado por la compañía El Nuevo Grupo.25

Cabe señalar que los diversos trasvases han impreso, desde el punto de vista formal, huellas muy interesantes en la novela. Dado que fue dramaturgia en sus inicios, la versión literaria conserva especialmente dos recursos procedentes de aquel formato: el papel preponderante del diálogo como procedimiento que hace avanzar la acción y la estructuración por escenas del argumento —de hecho, algunos capítulos, como el tercero, funcionan y se desarrollan exactamente al modo de una escena teatral—; en este mismo orden de ideas, la versión cinematográfica ha dejado su impronta en el título de la novela, la cual ha terminado transformado su nombre para adoptar el de la película. En fin, como he venido indicando, la extraordinaria versatilidad de esta historia sigue multiplicando sus frutos: en la actualidad, hay una versión musical próxima a estrenarse en Los Ángeles, en formato de ópera, compuesta por el músico mexicano Daniel Catán, la cual contará con la participación del tenor español Plácido Domingo en el rol de Neruda. Sin embargo, la adaptación que ha logrado mayor repercusión mundial es la película franco-ítalo-belga que dirigiera Michael Radford en 1994 y que recibiera cinco nominaciones al Premio Óscar en 1996, incluidos mejor actor, mejor director, mejor película, mejor guión adaptado y mejor banda sonora —esta última recayó efectivamente en el compositor Luis Enrique Bacalov—; todo esto sin contar los veintiún premios y las diez nominaciones que recibió en importantes festivales del cine mundial. Así que la extraordinaria repercusión de esta película vino a significar para Antonio Skármeta, indiscutiblemente, su mayor consagración internacional.

 

Notas

  1. Cfr. Shaw, Donald. Nueva narrativa hispanoamericana. Boom, posboom, posmodernismo. Editorial Cátedra. Madrid, 1999.
  2. Marks, Camilo. “Antonio Skármeta: El adolescente perpetuo”. En: Revista de Libros de El Mercurio. Santiago de Chile, junio 11 de 2004 (el subrayado no es del original).
  3. Este texto procede de una conferencia que Skármeta dictó en The Wilson Center, Washington, en octubre de 1979. Inicialmente circuló en formato mimeografiado y luego se publicó en diversas revistas. Citamos aquí por el volumen de Raúl Silva Cáceres, en el cual se recopilan diversos estudios dedicados a la obra del chileno. Skármeta, Antonio. “Al fin y al cabo, es su propia vida la cosa más cercana que cada escritor tiene para echar mano”. En: Silva Cáceres, Raúl (y otros). Del cuerpo a las palabras: La narrativa de Antonio Skármeta. Literatura Americana Reunida. Madrid, 1983. Pág. 139.
  4. Bianchi, Soledad. “El entusiasmo: la carcajada abierta y la emoción de lo verdadero”. En: Silva Cáceres, Raúl (y otros). Ídem. Págs. 24, 25.
  5. Epple, Juan Armando. “El contexto histórico-generacional de la literatura de Antonio Skármeta”. En: Silva Cáceres, Raúl (y otros). Ídem. Pág. 113.
  6. Mascaró, Roberto (entrevista). “Asedio moderado a Antonio Skármeta”. En: Zona Franca, Nº 29. Caracas, 1982. Pág. 37.
  7. Cfr. Lee, Seong Hun. La narrativa de Antonio Skármeta: la evolución de su literatura dentro del marco del Postboom. Tesis doctoral. Universidad Complutense de Madrid. Madrid, 2000.
  8. Giardinelli, Mempo (entrevista). “Antonio Skármeta: ver el océano en un pez”. En: Así se escribe un cuento. Beas Ediciones. Buenos Aires, 1992. Págs. 88, 90.
  9. Cardona-López, José. La nouvelle hispanoamericana reciente. Tesis doctoral. Universidad de Kentucky. Kentucky, 1996. Pág. 73.
  10. Collazos, Óscar. “Del entusiasmo al tiro libre”. En: Silva Cáceres, Raúl (y otros). Óp. cit. Págs. 34, 35.
  11. Dorfman, Ariel. “Antonio Skármeta: la derrota de la distancia”. En: Hacia la liberación del lector latinoamericano. Ediciones del Norte. Hanover, 1984. Pág. 155.
  12. Rojo, Grínor. “Una novela del proceso chileno: Soñé que la nieve ardía, de A. Skármeta”. En: Cuadernos Americanos. Volumen 36, Nº 3. México, 1979.
  13. Lira, Constanza. Skármeta: la inteligencia de los sentidos. Editorial Dante, Colección Tesis y Estudios Literarios. Santiago de Chile, 1985.
  14. Ídem. Pág. 119.
  15. Villoro, Juan. “Elogio familiar de Antonio Skármeta”. En: Estudios Públicos, Nº 115. Santiago de Chile, invierno de 2009. Pág. 311, 312.
  16. Skármeta, Antonio. “Al fin y al cabo es su propia vida la cosa más cercana que cada escritor tiene para echar mano”. Óp. cit. Pág. 137.
  17. Ídem. Pág. 138.
  18. Collazos, Óscar. Óp. cit. Pág. 30.
  19. Binns, Niall. “Skármeta, el novelista y la moneda cotidiana de la poesía”. En: Estudios Públicos, Nº 115. Santiago de Chile, invierno de 2009. Pág. 326.
  20. Hernández Haro, Reyna Guadalupe. “Entrevista inédita a Skármeta (enero 7 de 2005, Santiago de Chile)”. En: Tres novelas de Antonio Skármeta: del libro a la lectura. Tesis. Universidad de Chile. Santiago de Chile, 2007. Pág. 19.
  21. Skármeta, Antonio. El cartero de Neruda (Ardiente paciencia). Editorial Debolsillo. Barcelona, 2009 (1985). Pág. 11.
  22. Ídem. Pág. 12.
  23. Skármeta, Antonio. “Al fin y al cabo es su propia vida la cosa más cercana que cada escritor tiene para echar mano”. Óp. cit. Pág. 144.
  24. En su estudio sobre la adaptación cinematográfica, José Luis Sánchez Noriega define este concepto en los siguientes términos: “Las adaptaciones, trasposiciones, recreaciones, versiones, comentarios, variaciones o como quiera que se denominen los procesos por los que una forma artística deviene en otra, la inspira, desarrolla, comenta, etc., tienen una tradición nada despreciable en la historia de la cultura, particularmente en el siglo XX. En general, hablamos de trasvases para referirnos al hecho de que hay creaciones pictóricas, operísticas, fílmicas, novelísticas, teatrales o musicales que hunden sus raíces en textos previos”. Sánchez Noriega, José Luis. De la literatura al cine: teoría y análisis de la adaptación cinematográfica. Editorial Paidós. Barcelona, 2000. Pág. 23.
  25. Así consta en el artículo publicado en el periódico La Época, edición del día 20 de marzo de 1987, y que fuera titulado así: “Skármeta se emocionó al compartir con el público chileno el montaje de Ardiente paciencia”.