Entrevistas
Nota del editor

Jon Lee Anderson

El reconocido periodista estadounidense Jon Lee Anderson estuvo el 7 de diciembre en Caracas, donde participó en el conversatorio “El retrato del poder, del Che a Chávez”, y protagonizó la décima edición de la Conferencia Anual de la Fundación para la Cultura Urbana. Hoy publicamos esta entrevista que hace algún tiempo le realizara el periodista colombiano Jaime de la Hoz Simanca, y en la que habla de varios de los temas que marcaron su paso por la capital venezolana.

Tres horas frente a Jon Lee Anderson
Jaime de la Hoz Simanca
Fotografías: Carlos Capella

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Jon Lee Anderson toma el libro de fotografías del Che Guevara entre sus manos y sus ojos azules se mueven a través de cada una de las páginas. Se detiene en las gráficas de Alberto Korda y luego mira fijamente al legendario guerrillero con aquella expresión de rabia contenida, el cabello derramado hasta los hombros y la boina adornada con una estrella blanca en el frente.

—Es la mejor foto del Che —dice.

—Se parece a Cristo —agrego.

—No —replica—. El parecido con Cristo lo encuentro cuando el Che está muerto, tendido en el mesón de una escuela del pueblo de Higueras.

Anderson sigue hojeando y lee en silencio: “Después de haber tirado las fotos de Dorticós y de Fidel, se produce un vacío. No levanto la cabeza, sólo muevo mi Leica con un objetivo de noventa milímetros. Entonces aparece el rostro severo, terrible, acusador del Che. Su expresión es tan impresionante que tuve una reacción de retroceso y, en la misma fracción de segundo, apreté el botón. Esa es la foto...”.

Es el testimonio de Korda que explica la famosa y hoy mítica foto tomada en La Habana el 5 de marzo de 1960, en una gigantesca concentración convocada momentos después de la explosión de un carguero francés que causó más de cien muertos. El Che está en la tribuna de los dirigentes, cerca de Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, mientras abajo miles de manifestantes se sorprenden, al final del acto, cuando escuchan por primera vez el grito de Fidel Castro: “¡Patria o muerte, venceremos!”.

Sin embargo, la foto que ilustra la portada del libro Che Guevara, una vida revolucionaria, escrito por Anderson, es la del fotógrafo suizo René Burri: una mirada de soslayo y un inmenso tabaco entre los labios. Se trata de un extenso perfil de 758 páginas publicado por editorial Anagrama. Los libros están expuestos en una estantería improvisada al lado derecho del teatro Amira de la Rosa, en la caribeña ciudad de Barranquilla (Colombia), donde el periodista estadounidense revelará los secretos más recónditos de su oficio ante una audiencia que escuchará embelesada sus respuestas cargadas de humor y suspenso.

Cuarenta y ocho horas antes de su esperada presentación, Jon Lee Anderson nos espera en el hotel El Prado, sonriente pero cauteloso. Es la misma cautela que le ha permitido sobrevivir en medio de las batallas encarnizadas de Afganistán e Iraq. O salir indemne de Palestina después de haber sido tomado como escudo por grupos de integristas musulmanes, quienes lo amenazaban en todo momento con el degüello.

Ahora, cerca de la piscina del hotel, hojea una vieja edición del Diario del Che en Bolivia, publicado con el sello de Radio Habana Cuba. Es un libro de formato alargado, encuadernado en hojas de papel cebolla y con un prólogo de Fidel Castro en el que advierte, al final de la nota, que “...La forma en que llegó a nuestras manos este Diario no puede ser ahora divulgada; baste decir que fue sin mediar remuneración económica alguna. Contiene todas las notas que escribió desde el 7 de noviembre de 1966, día en que el Che llegó a Ñancahuazú, hasta el 7 de octubre de 1967, víspera del combate de la quebrada del Yuro...”.

—No conocía esta edición —dice Anderson después de mirar la portada, que también está ilustrada con la fotografía de Korda.

 

“Che Guevara: una vida revolucionaria”, de Jon Lee AndersonII. “Ese era el Che”

—¿Cómo llegó usted al descubrimiento de la tumba del Che? —indago.

Ya está sentado al otro lado de la piscina, de frente a las palmeras mecidas por el viento de la tarde. Pese a que dejó de entrevistar con grabadora desde el momento en que García Márquez le dijo que pensaba que se trataba de una conversación entre amigos —en mitad de un diálogo que sostenían en Bogotá para la elaboración de un perfil que, al publicarse en The New Yorker, habría de distanciarlos durante algún tiempo—, acepta en esta ocasión que el aparato rastree, sin misericordia, sus palabras. Y da la impresión de que lo ignorara, pues desde hace más de una hora está sumergido en sus historias de violencia y sangre, así como en sus perfiles periodísticos que lo harán decir, casi al final de la entrevista: “Pinochet era un psicópata”. Pero en este instante recibe la pregunta sobre la tumba del Che y comienza a revelar el misterio, sin ahorrar detalles no exentos de sorpresas.

—Todo ocurrió cuando entrevisté al ex general Mario Vargas Salinas —responde.

Vargas Salinas era por ese entonces un capitán del ejército boliviano que el 11 de octubre de 1967 había presenciado el entierro de varios guerrilleros en un lugar que durante lustros se mantuvo oculto. Aun después de la confesión de Vargas Salinas, el misterio continuaba y las agencias de prensa despachaban al mundo resignadas notas, pues sólo prevalecía la noticia firmada por Anderson que The New York Times había publicado en primera página. Una de las notas se envió en los siguientes términos:

Tres décadas después de su muerte, aún se tejen disímiles versiones sobre el destino final de sus restos, que van desde la incineración, el traslado del cadáver a Estados Unidos o el esparcimiento de sus cenizas en la selva. Una inusitada noticia dio la vuelta al mundo a finales de 1995, removiendo la memoria de aquel trágico 1967, cuando el general retirado boliviano Mario Vargas Salinas dijo al periodista norteamericano Jon Lee Anderson que los restos del comandante guerrillero se encontraban en las inmediaciones de la vieja pista del aeródromo vallegrandino. Aunque las declaraciones de Vargas Salinas rompieron un silencio de casi treinta años en torno a un tema considerado tabú, los esfuerzos del gobierno boliviano y de un equipo multidisciplinario de expertos han resultado hasta ahora infructuosos para hallar el supuesto lugar donde fue enterrado el Che.

Anderson habló durante tres horas con el ex general que, efectivamente, había estado en Vallegrande la noche de la desaparición del cuerpo del Che. El periodista lo sabía, pero había dejado para el final la pregunta clave. Habló de todo con aquel oficial que fue cercano a la dictadura del presidente René Barrientos, muerto trágicamente en 1969. Gran parte de lo dicho por Salinas serviría, meses después, como material de apoyo para el libro sobre el Che Guevara, cuyo relanzamiento se produjo hace algunos meses en Barcelona.

—A propósito, general, ¿qué pasó con el cuerpo del Che? —preguntó Anderson a Vargas Salinas en los estertores de una reveladora conversación.

—Chico, yo te quería hablar de eso —respondió el ex general—. El Che está enterrado bajo la pista aérea de Vallegrande.

Y luego, con lujo de detalles, se explayó acerca de los pormenores de aquel enigmático episodio. Lo dijo todo. Reveló el número de hombres que participaron, recordó la hora en que se hizo y la forma como se llevó a cabo la desaparición. A los diez días, cuando la noticia estalló, la reacción no sólo fue inmediata sino insólita, según Jon Lee.

—Me encontraba ya en La Paz y me despertó una periodista para decirme que Vargas Salinas estaba desmintiendo lo que yo afirmaba —agrega.

Incluso, le llegó un fax firmado por el ex general donde desmentía todo. El presidente Gonzalo Sánchez de Lozada expresó públicamente: “Entiendo que Anderson le sacó la información a Vargas Salinas entre whisky y whisky”. Jon Lee convocó de inmediato a una rueda de prensa en la que explicó que la entrevista estaba grabada y que, además, obtuvo la información de Vargas entre café y café y no como había insinuado el mandatario boliviano. Así mismo, intuyó que Vargas Salinas estaba bajo arresto domiciliario. Se sentía extrañado, pues días antes había visto a un hombre digno, respetuoso y patriota, que había decidido confesar el secreto para terminar con una historia nefasta y para que Bolivia pudiera avanzar en la reconciliación nacional. Al día siguiente llegó otro fax en el que Vargas reconocía todo. El presidente Sánchez de Lozada declaró el fin del secreto militar en torno a la desaparición del Che y conformó una comisión cívico-militar para buscar los restos.

“Al día siguiente llegó Vargas Salinas en una avioneta, rodeado de militares activos. Durante veinte minutos caminó por la pista aérea sin decir nada. Volvió a la avioneta, custodiado, y con un pie en la escalerilla dijo: ‘No recuerdo, han pasado veintiocho años’. Y se fue. En fin, es toda una historia que no aparece en mi libro. Yo llamé a los equipos de antropología forense de Argentina e hicieron acto de presencia; vinieron los cubanos...”.

”Los primeros cuerpos fueron descubiertos por campesinos. Después de dos semanas de búsqueda, los restos del Che fueron encontrados. Se hicieron pruebas de ADN, examen de las placas dentales. Ese era el Che. Me llamaron y fui a Bolivia. Me dejaron ver los restos antes de hacerlo público. Las manos estaban cercenadas quirúrgicamente... Era el Che”, explica.

—Emocionante... —afirmo, antes de preguntar por las dudas que aún subyacen, pero él se adelanta.

—Yo sé que esta pareja de gente andan desmintiéndolo ahora —agrega Anderson—. Esta pareja de periodistas que se dedican a desmentir cosas o a calumniar a la gente. Primero lo hicieron con el Subcomandante Marcos, después con el arzobispo de Guatemala, Juan Gerardi. Sus fuentes son militares guatemaltecos. Por favor... Y ahora están con que no era el cuerpo del Che. Por favor...

 

III. “Espero que regreses entero, querido”

Jon Lee Anderson se expresa en un impecable español. No requiere mucho esfuerzo para conjugar bien los verbos, salvo los transitivos y copulativos. Arrastra la rr más de lo debido y de vez en cuando suelta un coño cubano —distinto del español— para enfatizar sus gestos. Tiene caídas en algunas frases cantadas, como la de los argentinos, pero sin que sean notorias las dificultades propias de la mayoría de los norteamericanos raizales que agregan el castellano a su lengua materna. En ocasiones, por su sentido del humor, el desparpajo y la irreverencia, podría parecer un hombre caribe. Pero lo delatan sus casi dos metros de estatura, su mandíbula de Marlon Brando y la mirada de Anthony Perkins en Psicosis. Un mechón de pelo desordenado, detrás de la cabeza, intenta alcanzar su espalda: es el típico gringo que cualquier latinoamericano confundiría con un guitarrista de una banda rockera resucitada de Woodstock.

—Espero que regreses entero, querido. ¿Se acuerda de esa frase?

La frase está al comienzo de una de las cartas que escribió desde Iraq y aparece en La caída de Bagdad. Anderson escucha la pregunta y sonríe. Entonces explica que la pronunció su esposa, Érica, cuando decidió irse a Bagdad luego de la invasión de Estados Unidos a Iraq en febrero de 2003. Fueron sus últimas palabras, expresadas con cierta intención y convencida, como él, de que el apocalipsis estaba cerca. Es más, el instinto de su otro yo le decía que aquél sería un viaje sin retorno.

Dos años antes, a raíz de los sucesos del 11 de septiembre, se marchó de España rumbo a Afganistán. Érica, en la distancia, le dijo algo parecido. Con sus hijos, Bella, Rosie y Máximo, la justificación fue más fácil, matizada con mentirijillas blancas, besos en la distancia y comunicación permanente a través del teléfono satelital. En realidad, lo de Afganistán tuvo un carácter fugaz para Anderson. El mundo se hallaba en estado de shock, en medio de un dolor que ahogaba las gargantas. Algo, un viento desolado, sobrecogía las almas y nadie tenía claro qué hacer, pues todo era incertidumbre y caos.

Nadie sabía qué podía venir, según Anderson. Todo era nuevo bajo aquel cielo amenazante que cubría un pueblo habitado por disímiles grupos étnicos y que, en tiempos donde la memoria ya no alcanza, había padecido la invasión de persas, árabes, griegos, turcos, mongoles, británicos y soviéticos. Ahora, después de salir de una cruenta guerra civil, Estados Unidos, junto a su aliado Gran Bretaña y con el apoyo de la Otan, había decidido enviar miles de soldados con el objetivo de derribar al gobierno talibán y capturar a Osama Bin Laden.

Y allí estaba Jon Lee Anderson, recorriendo zonas de riesgo azotadas por un bombardeo inclemente y moviéndose como gacela en medio de lluvias de balas. Fue un cubrimiento periodístico que habría de culminar el 13 de noviembre de 2001, cuando las fuerzas de la Alianza del Norte llegaron al corazón de Kabul. Un año después apareció el libro con un título sonoro: La tumba del león.

Esta obra está constituida, en el fondo, por deliciosos relatos cuyos apuntes hizo Anderson en medio del fuego graneado. En el libro son visibles los pasos del periodista estadounidense, que parecieran sentirse en las afueras empedradas de las cuevas de Tora Bora donde, según el Pentágono, se encontraba escondido Bin Laden. Pero también hay crónicas en las que se muestran, como en una película de suspenso, los hilos cruzados de la muerte violenta de Ahmed Shah Massoud, apodado El León de Panjshir, líder militar afgano que había contribuido a la expulsión del ejército de la Unión Soviética, y quien fue muerto en un atentado suicida, el 9 de septiembre de 2001, 48 horas antes del derrumbe de las Torres Gemelas de Manhattan. No sólo eso: Anderson se mueve también en La tumba del león a través del perfil periodístico, el género que más cultiva, mediante las descripciones de los muyahidines, guerreros islámicos enviados en misiones suicidas.

—Si la muerte lo sorprende, ¿cómo la quisiera?: ¿en el campo de batalla?

—No estoy preocupado por ello, no pienso en ello —responde, tal vez, con la intención de conjurarla—. He pasado sustos y momentos en que creí que ya llegaba, pero he tenido mucha suerte. Y también, mucha experiencia.

Recuerda que allí mismo, en Afganistán, osciló entre las balas y los morteros. El instante en que vio el oscuro rostro de la muerte ocurrió cuando se dirigía a una ciudad sitiada, a bordo de un jeep, antes de cruzar un puente. Sin que él lo advirtiera, un tanque oficial medía su avance y después tiró, muy cerca de la línea del frente, a un kilómetro de distancia. Y vio levantarse la carretera explotada en mil pedazos, resquebrajada por el impacto; vio acercarse jirones de ropa y piedras rotas que giraban como aspas sin control, y vio el final junto a su conductor, un muyahidín que estaba conmocionado. El tanque volvió a tirar y Anderson, con el corazón en la boca, gritó a su chofer para que no perdiera el pulso.

“Justo cuando llegamos al fuerte, tiró de nuevo pero al lado opuesto. Con el efecto del cañonazo se pretendía volar también las puertas dobles del fuerte de madera. Pero llegamos en medio del humo y el polvo, y las cabras y otros muyahidines levantados por los aires. Aunque lo más terrible es cuando te agarran y te van a asesinar. Me ha ocurrido un par de veces”, explica con una tranquilidad pasmosa.

 

IV. “Marla era la mascota de los periodistas”

A principios de 2003, Jon Lee Anderson se despidió de su esposa e hijos y se fue a Bagdad con la intención de cubrir la invasión estadounidense. “Trata de volver en un pedacito”, le agregó Érica a la primera frase que lo hizo sonreír.

El 20 de marzo de ese mismo año, el gobierno de Estados Unidos y sus aliados comenzaron el brutal ataque contra Iraq, apoyados en una fuerza de más de 200.000 soldados, tanques, helicópteros de muerte, bombarderos, portaviones y grupos de combates marítimos. El gobierno de Gran Bretaña se sumó al ilegal ataque con 45.000 soldados, aviones de combate y carros blindados. En medio del estrépito de la conflagración sin tregua estaba Anderson con aquel pálpito del no retorno, moviéndose de hotel en hotel y, con el auxilio de su sexto sentido, apartándose del estruendo de las bombas.

Entre aquel infierno, en las situaciones más increíbles, fue tomando notas, observando todo con ojos de lince y entrevistando a diversos personajes, entre ellos el médico y pintor Ala Bashir, amigo de Saddam Hussein, cuyo perfil, junto a la descripción de un pueblo que se cae a pedazos, aparece en La caída de Bagdad, libro de crónicas que vería la luz meses después de que los relatos, en estilo epistolar, asombraran a los lectores de The New Yorker.

La obra fue recibida con beneplácito, pues se destacaba la proximidad a un estilo literario que, según el mismo Anderson, no escapa a las lejanas influencias de Ernest Hemingway y Graham Greene. El escritor y periodista mexicano Juan Villoro, autor de la novela El testigo, afirma sobre el libro lo siguiente:

Entre las muchas postales de los desastres de la guerra que recoge Anderson, reproduzco una: en un palacio en ruinas un soldado norteamericano, incapaz de distinguir lo público de lo privado, defeca con tranquilidad sobre una lata de leche, mientras lee la revista Playboy. ¿Hay estampa más elocuente de la procaz normalización del horror? Durante tres años, Anderson viajó a Iraq como enviado de la revista The New Yorker. Uno de los méritos de La caída de Bagdad es que reproduce los asombros en tiempo presente, como si se ignorara el desenlace. No escribe un historiador que busca el orden retroactivo del caos, sino un cronista en la indecisa línea de fuego.

El libro le mereció el premio Reporteros del Mundo en 2005. Lo recibió en España con el recuerdo imborrable de Marla Ruzicka, una joven de cabellos de oro que el 17 de abril de ese mismo año había muerto, junto a su ayudante Faiz Ali Salim, luego del estallido de un carro bomba que le quemó el 95% del cuerpo.

—Fue un golpe emocional muy fuerte para usted, ¿cierto? —le pregunto.

—Muy fuerte, porque Marla, hasta cierto punto, era como la mascota de los periodistas —responde—. La conocí en Afganistán cuando tenía veinticuatro años. Era una chica típicamente norteamericana, californiana, muy idealista, y se había ido a la guerra.

La recuerda, también, como una buena estadounidense, consciente de los excesos de su país. La vio por última vez en Bagdad, colaborando con los civiles iraquíes a través de su ONG Campaign for Innocent Victims in Conflict (Civic).

“Tres semanas antes de su muerte me escribió para comentarme que estaba un poco temerosa de ir a Bagdad. Me trataba como a un hermano mayor. Le dije que tuviera cuidado y me contestó que no me preocupara, pues no se quedaría por mucho tiempo y que, además, sólo saldría lo necesario. Pero los suicidas trataron de matar a tres australianos y se la llevaron a ella”, anota compungido.

Jon Lee se enteró de la tragedia días antes de la ceremonia de premiación. Por eso remató su discurso de la siguiente manera:

Acepto este premio en nombre de los compañeros que fueron su inspiración, y en recuerdo de su valor y el de los demás colegas, de tantas nacionalidades, como la valiente compañera Jamila Mujahed, aquí presente, que continúan arriesgando sus vidas en busca de la verdad.

También deseo invocar la memoria de una joven amiga mía, Marla Ruzicka. Una mañana del pasado mes de abril, momentos antes de morir en Bagdad a consecuencia de las quemaduras sufridas tras la explosión de un coche bomba, Marla exclamó sus últimas palabras: “¡Estoy viva!”.

Marla no era periodista, era una activista de derechos humanos, pero sí era la mascota de muchos compañeros que cubrieron las guerras en Afganistán e Iraq. Ella estaba empeñada en obtener compensaciones del gobierno de Estados Unidos para los familiares de las víctimas civiles por sus acciones militares...

 

V. “Escribir un perfil es como crear un mundo musical”

Martín Pérez, periodista argentino del diario Página/12, señala que “Anderson tal vez sea el mejor cronista de guerra de su generación. Aunque él prefiera no ser llamado así, cronista de guerra. Tal vez porque sabe que eso lo acerca a las cabezas parlantes que cubren las guerras en estos tiempos massmediáticos, siempre de frente a la cámara y de espaldas a lo que describen, todo lo contrario a su trabajo. Leer las crónicas de Anderson significa mezclarse entre la gente que vive la guerra de manera cotidiana, significa entender ese mundo que están alterando para siempre, que está dejando de existir, en medio de un infierno que forjará algo que aún no se alcanza a ver, pero cuyas inmediatas consecuencias no son algo abstracto sino que son bien reales, y por lo general tienen incluso nombre y apellido y una historia que contar”.

El escritor y periodista Óscar Collazos, autor de una decena de libros, entre los que se destacan novelas, cuentos y ensayos, afirma que “produce envidia saber que un periodista como Jon Lee Anderson dedica el tiempo de un año a sólo cinco perfiles de cuatro a cinco mil palabras; que se toma todo el tiempo necesario para el trabajo de investigación y para la faena solitaria de escribir, ahora aislado del mundo, sobre el personaje elegido; que pueden pasar dos meses antes de dar con el resultado final; que el alto grado de profesionalización de su oficio tiene una digna recompensa material”.

El periodista Alberto Salcedo Ramos, premio Rey de España, finalista del Premio de Periodismo FNPI en 2003 y considerado el mejor cronista de Colombia en la actualidad, señala que “Jon Lee Anderson es uno de los más grandes maestros del perfil que he leído en mi vida. Aunque en algunos de sus más renombrados retratos, como el del Che Guevara y el de Augusto Pinochet, es totalizador, me parece que lo mejor de su método es la preocupación por mostrarnos la esencia del personaje, sus rasgos más representativos. Siempre me ha impresionado su rigor, pero aprecio aun más su sentido de la justicia con la historia que cuenta. Muchos creen todavía que escribir un perfil es hacerle un favor al protagonista, o ser su amanuense. Para Jon Lee lo importante no es mimar al personaje sino revelarlo a fondo. Esto se dice fácil, pero en la práctica es complicado, porque los famosos y poderosos suelen amarse a sí mismos con una locura extrema, y a menudo trazan un círculo de tiza para delimitar su territorio y protegerse de las miradas que no son complacientes. Jon Lee atraviesa siempre ese círculo de tiza, y si bien no escribe para consentir al personaje, tampoco tiene el propósito de lincharlo, por muy cuestionable que parezca a simple vista. Lo muestra con sus luces y sombras. Lo suyo, repito, es una preocupación permanente por ser justo con el texto y, desde luego, con el lector. Me parece que en los perfiles de Anderson hay una gran capacidad de penetración psicológica y un manejo admirable de la paciencia. Esto último es lo que le permite conseguir todas las piezas indispensables del rompecabezas”.

Por su parte, Daniel Samper Pizano, uno de los escritores y periodistas más conocidos en Latinoamérica, galardonado en España y ganador del premio María Moors Cabot de la Universidad de Columbia, anota que “sinceramente, no conozco lo suficiente la obra de Anderson como para emitir una opinión autorizada y seria. He leído perfiles suyos, me parece que es un biógrafo que introduce elementos periodísticos muy interesantes, pero no puedo ir más allá, no puedo decir más de lo que puede decir cualquier lector normal”.

Jaime Abello Banfi, director de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, escuela donde Anderson ha dictado cinco talleres, afirma que “me impresiona la manera como se sintoniza con los periodistas jóvenes de América Latina. Siempre está con disponibilidad y en contacto permanente para contestar. Es un periodista generoso y cálido, dotado de una gran cultura humanista. En su obra son muy visibles el rigor, la extensión y la profundidad con que asume el reto de la investigación. En estos momentos le representa al pueblo de Estados Unidos una ventana frente a sus adversarios, Iraq y Afganistán, especialmente. A través del trabajo de Jon Lee, Estados Unidos ha logrado conocer el lado humano de esos pueblos”.

Jon Lee Anderson, por su lado, sostiene que “dibujar un perfil es como escribir una sinfonía”. Lo dice y se queda pensativo durante largos segundos. Minutos antes estuvo conversando con Érica, vía teléfono celular, cómodamente sentado en el corredor final del hotel donde ha hablado sin cesar, siempre de frente, ajeno a los gritos infantiles que recorren el agua de la piscina y se expanden hacia ninguna parte. Admite que no escribe música, pero que tiene oído para ella.

“Cuando hablamos de sinfonía equivale a muchos instrumentos en los que cada uno tiene su papel, su efecto y su propósito. Componer significa tener una idea global, un instinto de lo que ha de ser la pieza musical. Igual que escribir un perfil: hay muchos hilos conductores y cada uno debe tener consistencia y constancia para que, en conjunto, configuren la pieza. Creo que la analogía es adecuada porque el lenguaje escrito tiene una melodía interior. La siento al escribir. Intuitivamente sé si hay cosas fuera de balance o no. Viene del inconsciente —no tan inconsciente—, de la creatividad, está más allá del periodismo”, agrega.

Así, ha escrito perfiles de personajes del mundo, casi todos ligados al poder. Al fin y al cabo, siempre le ha llamado la atención que un puñado de personas decida el destino de la historia y del resto de la humanidad. Por eso realizó el perfil de Charles Taylor, fanático religioso y político liberiano que gobernó a su país entre 1997 y 2003 y luego se fue al exilio en Nigeria, tras ser acusado de desatar una sangrienta guerra civil, no exenta de exterminio étnico. El perfil se llama El rey de la muerte y el párrafo de apertura es el siguiente:

Una tarde fui a conocer al dictador más malvado del mundo. Su nombre es Charles Taylor, gobierna Liberia y es un asesino en serie disfrazado de presidente. Fui a entrevistarlo en su residencia de Monrovia, la capital, justamente en los días en que había ordenado exorcizar su palacio presidencial. No es un megalómano como Saddam Hussein, quien se cree la reencarnación del rey Nabucodonosor de Babilonia, y ejerce su poder de una manera tan absoluta y brutal como otro de sus héroes favoritos, Stalin. Tampoco es como el disparatado de Kim Jong Il, el Sol Radiante de Corea del Norte, cuyos caprichos llegan hasta raptar a directores de cine para que rueden películas bajo su dirección, y es hijo de su fallecido papá Kim Il Sung, de quien heredó su poder dinástico y, gracias a ese curioso sincretismo de estalinismo y confucionismo, su estatus de dios viviente. Tampoco encaja en la estirpe de dictadores fundamentalistas como Pinochet, quien, desde una lógica nazi y anticomunista de la guerra fría, creía que todos sus crímenes eran por el bien de su pueblo.

Jon Lee está ahora en el teatro Amira de la Rosa respondiendo las preguntas de la periodista colombiana Ángela Patricia Janiot, de CNN. Lo acompaña una sonrisa maliciosa, consciente de que muchas de las preguntas apuntarán hacia situaciones inverosímiles, atribuibles a estrambóticos jefes de Estado o a tiranos sangrientos. O simplemente a figuras del poder. Inmediatamente recuerda las afirmaciones hechas en El rey de la muerte para explicar lo que él llama transparencia y honestidad en su trabajo periodístico, una de las condiciones para el perfil verdadero: “Cuando llegué a Monrovia, los rumores que circulaban durante mi visita decían que Taylor tenía un balde de sangre fresca humana al lado de su cama y que cada día se bañaba en él”, afirma en medio de la exclamación unánime del auditorio. De esa manera aparece en el texto y Anderson cita la frase de memoria. Entonces recuerda que la confirmación de la macabra actitud la obtuvo en una extensa entrevista que le concedió el médico personal de Taylor. El arzobispo de la ciudad también había aceptado tácitamente que sí, que no sólo se bañaba en sangre fresca sino que, de cuando en cuando, se alimentaba apurando algunos vasos, antes de dormir.

Seguidamente, Jon relata que antes de publicarse el perfil, y tal como se acostumbra en The New Yorker, se inició el proceso de verificación de datos. De la revista llamaron a Taylor y negó el hecho. Después al médico, quien también contestó con un rotundo no. Le comentaron que lo que confesó a Anderson estaba sustentado en una grabación y que ese testimonio era suficiente para publicarlo. Entonces lloró y suplicó y dijo que si aparecía como fuente diciendo lo que dijo lo matarían al día siguiente. “Debí dejar que lo mataran”, dice Anderson en medio de la risa general. “Pero, al final, lo borré del texto para salvarlo”, remató.

Andy Young, verificador de datos de The New Yorker, revista casi centenaria con una circulación certificada de más de un millón de ejemplares, se había referido al episodio en declaraciones entregadas en marzo de 2006 al diario El País, de Madrid, y que ahora cuenta Anderson, un año después. Dijo Young en ese entonces:

Otro artículo de Jon Lee, que corregí hace unos años, era sobre el período que vino después de la guerra civil en Liberia, un país fundado por ex esclavos americanos. El presidente de Liberia, Charles Taylor, que ahora está exiliado pero que sigue teniendo mucha influencia en el país, aceptó hablar conmigo por teléfono. Me dijo que sí, que era verdad que él mismo había matado a varias personas, pero que había sido durante una guerra civil. También me aseguró que le había pegado un tiro en la rodilla a su rival y lo había quemado vivo, una escena que fue transmitida por la televisión en directo. Me explicó que lo había hecho solamente para mandar un mensaje a sus opositores.

 

Jon Lee AndersonVI. “Estoy más consciente de mi falta de poder”

—En el perfil que usted elaboró sobre García Márquez, hay un pasaje en que el escritor pide que le deje algo para sus memorias. ¿Finalmente apareció algo?

—En el primer tomo, no —responde—. Hay un biógrafo norteamericano que hace años está armando su biografía...

En realidad, con el premio Nobel se dio cuenta de lo difícil que es el perfil periodístico. La mayoría de sus personajes habían sido hombres de poder autoritario, mientras que García Márquez era como él, un escritor que escribe sobre el poder en sus obras y que, según Anderson, tiene una vida a través de la cual ejerce cierto poder, incluso político. “Por su talante moral y sus contactos detrás del telón”, agrega. Eso era lo que buscaba Anderson para su perfil: la relación con el poder del ilusionista de Macondo en algunas de sus obras, pero también en la vida real; negociando acuerdos de paz, buscando la distensión entre Cuba y Estados Unidos, como intermediario con la guerrilla colombiana, en fin...

“Lo que pasa con Gabo es que se trata de un tipo entrañable, y hasta cierto punto, al principio, él no se daba cuenta de nuestras conversaciones. Ya estaba enfermándose, era un hombre mayor, y sentía que estaba con la frustración manifiesta de la falta de tiempo para los proyectos que le quedaban. Y claro: me confiaba cosas y me decía ‘no te voy a contar esto’ o ‘te cuento esto pero no lo escribas porque lo quiero para mis memorias’. Yo respeté esos acuerdos. Me contó muchas cosas que no puse en el perfil”, añade.

—¿Qué cosas, por ejemplo? —pregunto.

—No lo voy a contar —responde.

Y no lo contó. Prefirió decir que cuando salió publicado el perfil en The New Yorker, García Márquez se encontraba en el momento más bajo de su enfermedad y que tal vez no recordaba lo que le había dicho en la entrevista. “Estuvo medicado en algunas de nuestras conversaciones”, dice. Y expresa, además, que se enteró por algunos colegas de que Gabo había dicho que Anderson fue más allá de lo acordado.

“En un principio me dolió, pero después lo archivé porque deduje que había sido por el hecho de estar enfermo. Yo sí estuve muy sensible con él, a lo que me pedía, porque al final era un acto generoso. Durante siete meses me dio una exclusividad de su vida y se abrió. En ocasiones, uno debe hacer uso de la ética y restringirse. Medir qué es lo que debe saber el público, de acuerdo con la ética personal”, amplía.

Lo cierto es que el rumor persistente en esos años fue que el fabulador colombiano se había enojado con Anderson a raíz del perfil que, en Colombia, publicó la revista Semana a principios del mes de octubre de 1999. Algunos, sin explicar los verdaderos motivos, llegaron a afirmar que el periodista norteamericano había sido marginado de los talleres de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) que preside el Nobel, versión que niega Abello Banfi, quien lo ha programado múltiples veces después de que García Márquez lo recomendara como instructor de los exitosos talleres de la FNPI. Pero una pista para la reflexión, creíble y lógica, la entregó el verificador de datos Andy Young, quien afirmó:

Lo más vergonzoso que me ha pasado desde que trabajo en la revista fue corrigiendo un artículo de Jon Lee sobre Gabriel García Márquez. Ahora sé que a Gabo no le gustó el artículo porque hablaba de todas sus casas y de su vida de jet-set. Pero la persona a quien debo pedir disculpas no es él sino a su mujer. Gabo había estado enfermo y pasó un tiempo en el hospital. En Internet empezó a circular el rumor de que había muerto. El redactor jefe de la revista, David Remnick, conoció el rumor y me preguntó si era verdad. Yo no tenía ni idea. Me pidió que llamara a la mujer de Gabo, que estaba en Colombia (él estaba en México), para preguntarle si era cierto. Con pocas ganas, la llamé. Se puso frenética porque tampoco sabía si el rumor era correcto. Por suerte, Gabo estaba vivo, pero nos costó mucho que sus familiares volvieran a hablarnos después de esa metedura de pata.

Pero el verdadero poder está más presente en Hugo Chávez, el presidente venezolano que, según Anderson, todo el tiempo estuvo tratando de convencerlo de que él era un revolucionario auténtico, sin posturas falsas. Fue una actitud permanente, casi obsesiva, mostrada sin reservas a lo largo de la entrevista.

Y el poder está aun más presente en Augusto Pinochet, cuyo perfil —El dictador— se publicó en 1998, poco antes de que fuera detenido, convaleciente en Inglaterra, por orden del juez español Baltasar Garzón.

—¿Qué lado bondadoso le vio usted a Pinochet? —pregunto.

—Pinochet era un psicópata —responde.

Entonces comienza a evocarlo como un hombre delirante, con una fijación enfermiza por Napoleón Bonaparte y admirador sin límites de los emperadores romanos. Recuerda que uno de los familiares le confesó, en la entrevista de cierre, que Pinochet se encontraba en Inglaterra. En el perfil se mencionaba la orden de arresto que pesaba en su contra, acusado de violar los derechos humanos, pero nadie sabía de su paradero. Cuando el texto se publicó, fue fácil su detención.

El argentino Tomás Eloy Martínez, autor de la novela Santa Evita, escribió sobre el dictador y el periodista:

La idea de los imperios le rondó siempre por la cabeza. Como casi todos los dictadores de su especie, Pinochet se cree un enviado de la Providencia, alguien que encarna el bien y que ha sido destinado a exterminar el mal, no importa por qué medios. Es la misma sensación de omnipotencia de los ayatollahs, de Pol Pot y de cientos de fanáticos fundamentalistas que andan sueltos por el mundo, pero su caso es más patético, porque es un personaje menos importante fuera de Chile y, a la vez, infinitamente más mediocre.

Antes de viajar a Londres, aceptó recibir en Santiago de Chile a un enviado de la revista The New Yorker, Jon Lee Anderson, autor de una escrupulosa biografía del Che Guevara. La entrevista fue concedida a instancias de una hija del dictador, Lucía, que supuso, con razón, que si un periodista honesto y bien intencionado hablaba con su padre, éste tendría ocasión de disipar los rumores maliciosos que circulan sobre su personalidad.

“Nunca fui un dictador sino un aspirante a dictador”, le dijo a Anderson. “Como todo hombre interesado por la historia, he aprendido que los dictadores no terminan bien”.

—Pero el verdadero poder reposaba en Lucía Hiriart, su mujer —explica Anderson, ahora, mientras la cámara del fotógrafo Carlos Capella, de la agencia EFE, comienza a activarse en busca de sus mejores expresiones—. Ella mandaba, literalmente. Creo que, en alguna forma, ella lo llevó poco a poco hasta donde él llegó.

“Cuando discutíamos sobre su futuro, él manifestaba que algún día le gustaría ser comandante en jefe. Yo le decía que al menos tenía que llegar a ser ministro de Defensa”, escribió Anderson en su perfil, citando a Lucía. Y luego agregó: “Mucho de lo que hizo —admirar a Mao Tse Tung o bautizar a dos de sus hijos con nombres de emperadores romanos: Augusto y Marco Antonio— revelaba una estrecha relación entre el poder absoluto y sus héroes”.

Y el otro poder lo vio encarnado Anderson en el rey Juan Carlos. Fue su primera colaboración para The New Yorker después de haber laborado para diversos medios desde aquellos remotos tiempos en que comenzó a trabajar en el semanario The Lima Times, de Perú. El perfil apareció en 1998, después de más de dos meses de un trabajo de orfebrería periodística. Fue un trabajo de campo exhaustivo: se entremezcló en las ceremonias reales, habló con la alta alcurnia española, entrevistó a diversos amigos del rey que compartieron con él en la infancia y la adolescencia, observó de cerca a la reina, al príncipe y las infantas, y dialogó con sociólogos e historiadores ibéricos. Pero la historia del rey tomó extraños caminos, pues no se publicó en España y acabó en medio de reclamos del presidente José María Aznar, quien gobernaba desde el 5 de mayo de 1996 en medio de una disputa verbal y diplomática con Fidel Castro. Un fragmento de su perfil, titulado El reino en España, podría explicar, en parte, las disímiles reacciones:

En su oficina, llena de piezas de arte moderno, el tecnócrata socialista coincidía con el barón: Juan Carlos de Borbón es algo bueno. En 1975, cuando Franco murió y el rey accedió al trono, España era una nación atrasada y aislada, gobernada cuarenta años por un régimen con leyes muy estrictas de censuras, que ilegalizó el control de natalidad y los partidos y ejecutó a presos políticos. Hoy en día es una nación tolerante, próspera y con una democracia que funciona. “Imagine”, dice Salvador Giner, un académico catalano-vasco, decano de la Facultad de Sociología de la Universidad de Barcelona. “Durante cuarenta años tuvimos a Franco, un pequeño dictador fascista, con un sombrero con borlas, que no hablaba ninguna lengua extranjera y que tampoco viajaba al extranjero. Después llegó Juan Carlos. Es alto, guapo, habla varias lenguas, y también tiene buen pedigrí —mejor que el de la reina de Inglaterra, que desciende de una rama secundaria de la realeza alemana”. Para ilustrar su descripción, se rasca la nariz: “Él tiene la gran nariz de los Borbones y —estirando su labio inferior— los labios de los Habsburgo”.

 

VII. “Descubrí a Kapuscinski cuando comenzó a ser publicado en inglés”

—Kapuscinski...

Al escuchar el nombre, Jon Lee Anderson agranda su mirada: uno recuerda entonces a Anthony Perkins, encarnado en Norman Bates, con los ojos puestos en Marion Crane minutos antes de la famosa escena de la ducha. Aspira su sexto cigarro de la tarde, tal vez el último.

—Lo descubrí cuando empezaron a publicarlo en inglés, hace unos veinte años —responde—. Creo que era el cuento “La guerra del fútbol”, que apareció en la revista Harper’s en el año 84. Lo admiré mucho. Por primera vez encontré a un periodista literario que hablaba de ambientes y realidades que yo conocía. Lo sentía muy afín.

Preguntarle por Kapuscinski era una obligación, pues, como él, comenzó a ejercer el periodismo desde la adolescencia. Y, al igual que él, había decidido transitar en el filo de la navaja de los escenarios de guerra. El gran maestro del periodismo moderno, nacido en Polonia, había despertado encendidas polémicas por su particular estilo, que Anderson sitúa entre la ficción y la no ficción. Kapuscinski murió en Varsovia a los 74 años, después de un largo recorrido por los diversos caminos del periodismo.

—La fama le llegó tardía, fuera de Polonia —dice Anderson.

—A diferencia de la de Jon Lee Anderson —agrego.

—No —replica—. No me comparo con Kapuscinski. El tipo era un gran referente y hablé de él en esos términos, ese día.

Ese día fue el 23 de enero de 2007: Anderson estaba en Barcelona y se alistaba para la presentación, postergada, de su libro sobre el Che Guevara. De repente recibió una llamada de Jorge Herralde, editor de Anagrama, en la que le anunciaba la muerte de quien fue premio Príncipe de Asturias 2003 y varias veces candidatizado al Nobel de Literatura. Pero Anderson habló poco de Kapu —como le llamaban cariñosamente— en su anunciada presentación.

Ahora recuerda que lo conoció en Londres en el año 91, cuando ya tenía en ciernes el proyecto del mítico guerrillero argentino. Años atrás había leído, en la contraportada del libro The Soccer War, que Kapuscinski había “prestado amistad” al Che Guevara en Bolivia. Entonces se preguntó por qué Kapu no había escrito sobre eso. Después de la charla, lo buscó y habló con él durante cuarenta minutos. Tal vez una hora. Al final lo interrogó:

—Cuéntame lo del Che...

—Ah, bueno, eso es un error de la editorial —respondió Kapuscinski.

Anderson confiesa que en ese momento sintió una gran desilusión. Sabía que las editoriales, en ocasiones, cometen errores brutales, pero no en este caso. Tiempo después comprobó que no sólo no conoció al Che, sino que tampoco le había “prestado su amistad”. Se enteró, sí, de que en su condición de periodista había cubierto el desenlace de la guerrilla en la selva y escrito, posteriormente, la introducción para la versión polaca del Diario del Che en Bolivia.

“Pensé que corregirían el error. Pero hace un año yo estaba en Liberia, hablando justamente de Kapuscinski con una colega, y ella me dijo: ‘No creo que lo hayan corregido’. Fue y buscó Ébano, su último libro, y en la contraportada decía exactamente lo mismo de siempre”, afirma.

Lo mismo de siempre, según él, eran las cifras. Entonces agrega que, a lo mejor, para Kapuscinski eran muy importantes: veinticuatro revoluciones, catorce golpes de Estado. Y recuerda que en la charla de Londres, el autor del libro sobre el emperador de Etiopía, Hailé Selassie, repetía una y otra vez que acababa de recorrer 88 mil kilómetros por la antigua URSS en medio de sus indagaciones para la elaboración de su libro Imperio.

“Recuerdo haber pensado: “Vaya, ¿y por qué lo repite tanto? Total, ¿qué? 88 mil kilómetros: viajó bastante. ¿Por qué me lo tiene que decir?”. Era como si la fuerza de la estadística y las millas acumuladas le dieran más potestad para hablar sobre el tema. “No hace falta que me digas todo eso, ¡tú eres Kapuscinski!”. Y pensé que lo que para él es un recurso literario en los libros, que le funciona muy bien, era algo que hacía también en la vida. Creo, en realidad, que es una especie de contradicción en su periodismo”, afirma.