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Guirnalda

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Dulcemente,
los ángeles giran en el nocturno
cielo de Belén.
Abajo, el llanto de un niño, la ternura inmensa
de José y María,
el tibio aliento del buey y de la mula,
la humildad del pesebre
y del establo.
Y en medio del callado batir
de leves alas
de divinas presencias reverentes,
que cantan a la gloria del Señor
de Cielo y Tierra,
hoguera eterna,
el corazón de Dios
latiendo en el silencio.

 

1

El ángel de la estrella
baja del firmamento.

De pronto,
ese portal, refugio de peregrinos,
cobijo de animales,
resplandece,
se llena de una luz inmortal.

El ángel de la estrella
baja del firmamento.

De pronto,
ese portal en donde duerme un niño
inocente,
indefenso,
junto a su joven madre
y a un hombre bueno,
esplende,
es un cuerpo celeste en la noche de Belén.

El ángel de la estrella
baja del firmamento.

De pronto,
ese portal, el más humilde de la Tierra,
en el que una pareja,
con ternura infinita,
vela el sueño
de Dios recién nacido,
se transforma en el cielo.

El ángel de la estrella
baja del firmamento.

De pronto,
ese portal cobijo de lo eterno,
donde dormitan
un buey, un asno,
unas bestias fatigadas,
que miran sin asombro los milagros,
se llena de aleteo y luz de ángeles.

 

2

Ángeles músicos
llegan en la noche.

Tañen sus instrumentos,
cantan la gloria de lo eterno,
sus blancas túnicas
hechas de nube y nieve,
se reflejan en los ojos
inocentes
del buey y de la mula,
que siguen masticando
las secas pajas
del pesebre,
en donde duerme el niño
arrullado por los celestes
cantos
de los ángeles músicos.

Ángeles músicos
bajan en la noche.

Sus alas rozan el cuerpo
del niño que se duerme,
el rostro insomne de la madre
y el padre.
Su dulce canto adormece
a todas las criaturas
que protege el portal,
y llena el Universo entero
de música sin fin.

Ángeles músicos
descienden en la noche.

Cantan la gloria de Dios
recién nacido.
Cantan lo inmenso del Señor
eterno.
Cantan la paz de la noche
de Belén.
Los pastores
escuchan su divina melodía,
creen que sueñan,
y se hunden en sus lechos
de pobres gentes
cansadas, friolentas.

 

3

El ángel de la rosa
se acerca al pesebre.

Mira al niño
minúsculo, dormido, leve,
y se emociona.
Dice: “¡Hosanna al Señor Dios!
¡Hosanna!”.

Y hay un rubor de pétalos
que perfuma el ruin ambiente
de mulas y de bueyes
en el que duerme Dios.

El ángel de la rosa
deposita la flor en el pesebre.

 

4

El ángel del jazmín trae
en su diestra de aire una rama florecida.

En la noche,
sagrada noche de Belén,
brilla una estrella,
se oye un suave cantar
que viene desde el cielo,
y el perfume
del jazmín
colma el establo,
dulce,
armoniosamente.

El ángel del jazmín trae
en su mano de brisa una florida rama.

 

5

El ángel del espino
no se atreve a acercarse al pequeñito.

No, no quisiera rozarlo
con sus alas doradas,
que refulgen en el oscuro establo.
No quisiera
estar cerca del diminuto infante
que, dormido,
suspira.

El ángel del espino
no osa aproximarse al pequeñito.

“¿Por qué suspiras?”,
interroga en la sombra.
“¿Presentirás acaso
las penas que te esperan,
dulce niño?”.

El ángel del espino
evita acercarse al pequeñito.

Se pregunta, temblando,
si el suspiro del Dios
recién nacido
será un presentimiento
de la corona de espinas
que un día ceñirá
su sien divina.

El ángel del espino
¡cómo quisiera acercarse al pequeñito!

Mas, tiembla,
en la noche de nieve,
de estrella esplendorosa
y solitaria.
Tiembla y musita “perdón,
Señor y Dios”.
Y deposita, lejos del pesebre,
su guirnalda
de espinos,
mientras escucha
suspirar nuevamente
al pequeñín.

 

6

El ángel de los panes y los peces
deposita su ofrenda en una cesta.

“Quizás mañana”, se dice, “los dos podrán
tomar algo de alimento. ¿O seguirán
pendientes del Dios
que les ha sido encomendado?
Quizás mañana”.

Y queda pensativo, junto al pesebre
que es cuna de Dios mismo.
“Un día, multiplicarás
los panes y los peces
para saciar el hambre
de quienes te azotarán,
te llenarán de insultos,
y coronarán de espinas tu cabeza.
Pero esos son misterios
que nadie entiende,
son las cosas de Dios,
que ni nosotros, los ángeles,
podemos comprender”.

El ángel de los panes y los peces
toca la ofrenda que puso en una cesta.

Mira a la joven, que lucha con el sueño,
arrobada frente a ese hijo,
que viene del Altísimo,
pero creció en su vientre;
la mira contemplarlo
con un amor sin límites.
Luego, observa a José,
que parece vigilante,
como si algo,
un peligro, acechara
a ese Dios recién nacido.

El ángel de los panes y los peces
depositó su ofrenda en una cesta.

Y observa enternecido a la pareja
y al Dios que vino al mundo.
“Estos humanos”, dice, “tantos cuidados,
como si ese su amor
pudiera superar la vigilancia
de los coros angélicos,
que están pendientes
en la Tierra y el cielo,
del menor movimiento de su Dios”.

Y conmovido,
vuela en la noche, repitiéndose
“¿Será su amor más poderoso
que el amor de los ángeles?”

 

7

El ángel de la vid trae una copa
de vino entre las alas transparentes.

“El vino, mi Señor, conforta el alma.
El vino será milagro de tu mano
un día; lo has de tornar del agua
en Caná de Galilea;
lo beberás en medio de inmortales
promesas; llevarán a tus labios agónicos
vino y mirra para aplacar
el dolor de la crucifixión,
por eso traigo el tributo de este cáliz colmado”.

Deposita la copa en el suelo,
cerca de donde las manos
de María han acunado al niño,
colocando su velo sobre las duras pajas.
Y reverente, inclinado, las alas transparentes,
plegadas, en esa tierra hollada
por hombres y por bestias,
permanece, en silente adoración,
frente al pesebre,
hasta que el día penetra en el refugio
y se confunden sus luces, imperceptiblemente.

El ángel de la vid trajo una copa
de vino entre sus alas transparentes.

 

8

El ángel de los sueños trae un nardo
cuyo perfume apacigua la tiniebla.

“Gabriel anunciador me ha dado
esta vara de nardo. ‘Baja’ ha dicho.
‘Este aroma ha de sembrar el sueño
en esos cuerpos cansados, peregrinos’.
Bajé. Detenido en el umbral del establo,
conmovido, invisible, me arrodillé.
Estuve largo tiempo con el rostro en la tierra.
Mucho sabemos los ángeles de lugares sagrados,
pues vivimos en ellos, adorando
la majestad de Dios omnipotente.
Pero nada sabíamos de un sitio
tan humilde, tan hosco y primitivo,
frío y desmantelado cobijo de animales,
que por milagro se volvió semejante al paraíso”.

El ángel de los sueños trajo un nardo
cuyo aroma adormece la tiniebla.

“He volado en torno a esa cuna, comedero
de simples animales, esparciendo el perfume
de la vara de nardo que me dio Gabriel, el del anuncio.
Vino él hace meses a María, para decirle
que Dios la había elegido para ser madre
de su hijo, sí, a ella, jovencita nazarena,
a ella sola, entre todas las mujeres.
‘He aquí la esclava del Señor’, cuenta el anunciador,
que dijo, y hubo un sacudimiento
en el cielo y en la tierra!”.

El ángel de los sueños trae un nardo
cuyo perfume apacigua la tiniebla.

“Giré en torno a esa cabeza coronada
por la mano de Dios, el Señor nuestro;
luego sobre José, que no entendía
el misterio, pero que lo aceptó con toda su alma,
y me detuve frente al pequeñuelo,
en silenciosa plegaria interminable.

Y el sueño descendió con el perfume
del nardo de Gabriel, el mensajero”.

 

9

El ángel del silencio pone un dedo
de cristal en sus labios invisibles.

Todo calla en la noche milagrosa.
El jubiloso hosanna de los ángeles,
su música que puebla el Universo,
el vagido del niño, tan pequeño,
que nadie pensaría es el Señor
de Cielo y Tierra.

Todo calla
y el sueño puebla
la noche y el establo.

El ángel del silencio puso un dedo
de cristal en sus labios invisibles
y veló porque nada perturbase
el divino reposo de este sitio.

 

Coda

Dulcemente,
los ángeles giran sin ruido,
en el cielo de una Belén dormida.
Abajo, cesa el llanto de un niño;
en el sueño, persisten
la ternura inmensa
de José y María,
el tibio aliento del buey y de la mula,
la humildad del pesebre
y del establo,
pero se enciende, ya para los siglos,
la luz eterna de Dios
entre los hombres.