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Nota del editor

“El triángulo de Bermúdez y otros cuentos”, de Ramón Elías Pérez

Este relato del escritor venezolano Ramón Elías Pérez es el que le da título a su libro El triángulo de Bermúdez y otros cuentos, que puede descargarse gratuitamente de Google Books.

El triángulo de Bermúdez

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“...Con mucho de poeta, podía conversar
igual de literatura de los grandes autores
que de las más nimias trivialidades...”.

(Denzil Romero: Lugar de crónicas)

Bermúdez era un hombre feo, horrendo, tenía los ojos saltones, la boca grande y las cejas peludas; además de retaco, cabezón y farfullo. Había sufrido lo indecible desde muy joven por su aspecto, esa condición lo llevó a adoptar comportamientos que rayaban en la ridiculez; buscaba hacerse el gracioso y aprovechaba ciertas destrezas para incitar la risa. Sus carencias las convirtió en armas para protegerse de los ataques despiadados de sus congéneres, campesinos orilleros de un pueblo situado en las riberas de un lago arcaico y verdoso.

Era el penúltimo de cinco hermanos, unos más distintos que otros: patojos, narizones, saporretos, bocones, cambetos. Ejercían los más disímiles oficios: cazadores, yerbateros, jugadores de gallo, latoneros, beisbolistas. Nuestro amigo se ocupaba de la telegrafía y el correo, allí encontraba el empleo perfecto para aislarse y saber acerca de la vida de los habitantes del pueblo. No porque leyera la correspondencia, eso jamás, sino por el inventario que llevaba en el libro, un registro minucioso de nombres, direcciones y otros datos de interés particular.

El desafío de su imagen ante el espejo y esa estatura que le agobiaba el espíritu no le impidieron cultivar ciertos dones, había nacido con una inteligencia proclive a la comunicación y las relaciones públicas, lo que contribuyó a convertirlo en asistente regular a fiestas y agasajos.

Compensaba una cosa con otra, es la ley de la vida. Quienes no le conocían observaban a primera vista a un ser repulsivo, un adefesio que hablaba hasta por los codos; sin embargo, una vez instalados en cualquier silla terminaban soltando la risa por las ocurrencias del histrión.

Bermúdez, un hombre común que a pesar de haber nacido sin atributos físicos, en su interior conservaba un cúmulo de aptitudes para alcanzar grandes metas. La belleza va por dentro, decía para echar vainas. Lejos de la humillación y el rechazo de sus paisanos se sentía estimado, esas burlas y chistes que hacían de su persona le resbalaban. En una especie de sutil venganza terminaba riéndose de aquéllos y nadie se daba cuenta de la estratagema, de la bermudiana engañifa. La chanza se convertía para quien osara en un cortante filo, una trampa peligrosa.

En los días oscuros recordaba su niñez con tristeza, revivía cuando lo molestaban y le tiraban piedras, asistir a la escuela era un dolor de estómago, una fiebre, esa sensación de náuseas todas las mañanas. Aquellas bromas le hacían llorar, porque se afincaban hasta verle el hueso. En esos desagradables momentos se ofuscaba y terminaba peleando, le llamaban el representante y la madre acudía apenada. Se le veía caminando desde la entrada por una vereda asfaltada donde había árboles, matas de cayenas y al final una escalinata.

Después venía el recibidor y a un lado la dirección donde se llevaba a cabo la entrevista. Se fue haciendo visitante acostumbrada en la institución hasta tal punto que terminó vendiéndole cosméticos y perfumes a las maestras, sacándole provecho a las trifulcas del muchacho. El tiempo hizo que la infancia —ese período de aprendizajes— pasara y, paulatinamente, adolescente, se convirtió en un alumno regular, aplicado. Eso sí, nada le indignaba más que ser rechazado por las muchachas, despreciado por aquellas que se creían hermosas. Era un tarajallo cuando recibió el primer desencanto, fue una vil puñalada en el corazón, en plena pista, rodeado de cientos de ojos fisgones.

Aquel acercamiento ocurrió la tarde de un sábado en el Centro Social y Deportivo donde solían bailar los fines de semana. Luchando con la timidez enquistada en el alma, hizo el intento y éste se cortó de manera abrupta. Bermúdez la miró, calculó los pasos desde su mesa hasta el cuerpo agraciado cubierto por un traje azul con lentejuelas; en esa distancia podía apreciar los vellos de sus brazos, los tacones altos, la sonrisa con la frescura de aquellos quince años. Respiró, tomó impulso y decisivo caminó hasta ella. No habló, apenas estiró el brazo y con la mano a la altura de estoque la invitó. ¡No, yo no bailo! —le dijo la ingrata.

Apenado, dejó caer el miembro como una ruinosa espada. A los cinco minutos la mancornadora estaba moviendo el esqueleto con un monigote. Él optó por sentarse en un taburete cerca del aparato de música y en ese instante, desolado —se escuchaba una balada insigne interpretada por Los Ángeles Negros— le llegó una inspiración. ¡Seré poeta! Una hora después, con la roja herida del desprecio, Bermúdez se alejó hacia el patio escondiéndose detrás de una botella de aguardiente. Estuvo mirando el cielo, las estrellas, se preguntaba con los ojos húmedos por la melancolía, cuál de ellas guiaría su destino. Esa noche, después del fallido intento por embriagarse, se marchó sin voltear hacia atrás. La indolente se quedó bailando hasta quedar exánime.

Aquel incidente marcó el inicio de un periplo que culminó cuando enamoró, años después, a la muchacha más linda del pueblo. Se había valido del verbo, de su habilidad para tejer palabras. No fue fácil, al comienzo hubo una barrera, un muro gigantesco que él fue derrumbando de manera lenta pero segura. Le llevaba flores, le regalaba caramelos, le transcribía textos del repertorio poético de Luis Edgardo Ramírez y se los leía en el zaguán de la oreja con su voz engolada de locutor de radio. Pasaban los días, las semanas, los meses y María Gracia se mantenía sólida, de una pieza, inconmovible. Bermúdez allí, cada vez más enamorado, constante como un corazón de tuqueque. Sólo lo difícil satisface, se decía para darse ánimos.

Cambiaba de táctica, utilizaba distintas estrategias, orquestaba maniobras como un maestro en las artes de la seducción. En tu propia mente eres lo que piensas, así que desechó la idea de utilizar hechizos y brujerías, su amor era obsesivo, pero limpio. Si ha de quererme que sea sin artificios, se decía en momentos de reflexión. Después de quince meses, tres semanas, dos días, trece horas, un sofá y dos sillas partidas; María enloqueció y le dio el sí mil veces soñado por el bardo declamador. Luego de tomada por ella la trascendental decisión, el emocionado hombre fue hasta la tienda y compró una paca de cohetes.

En la noche lanzó los petardos desde la plaza del pueblo y cuando le preguntaron a qué se debía semejante celebración, lo dijo a los cuatro vientos, a todo pulmón, para que no quedara nadie sin enterarse del asunto. Por supuesto, nadie le creyó hasta que lo vieron semanas después paseando de la mano con su amada. ¿Cómo era posible que ese enano informe, esa garrapata chata, haya logrado levantar a esa criatura tan bella? Se preguntaban incrédulos los habituales majaderos que solían sentarse en las aceras y pasar horas averiguando la vida ajena. La envidia y maledicencia los consumía por dentro. El noviazgo apenas comenzaba, las mil y una historias le contaba Bermúdez a su princesa de veinte años, eran conversaciones de todo tipo que María escuchaba con embeleso.

Le hablaba de los viajes de Vasco de Gama, Cristóbal Colón, Fernando de Magallanes y toda esa pléyade de aventureros que habían salido a conquistar otros mundos. Él era un aficionado a las narraciones fabulosas y había encontrado a la persona indicada para montar su cátedra. La travesía de un viejo galeón español por las Aleutianas, un bergantín inglés cargado de tesoros hundido en el mar Caribe, una incursión de corsarios a la población de Borburata, cualquier detalle significaba para él un descubrimiento. Le entusiasmaban los relatos de piratas... Él se imaginaba, mientras contaba, protagonista como si estuviera en una película. Así las cosas un día se casaron y comenzaron a tener hijos. Pasaron unas cuantas lunas, los cables del alumbrado y los techos se llenaron de tiña, el bronce de las campanas se volvió oscuro, opaco. Las lluvias cíclicas, las migraciones de las aves, los muertos en el cementerio, la molicie de los días.

Ocurrió que estando María Gracia preñada del tercer hijo, el afortunado y cuasi enano Bermúdez tuvo un extraño encuentro que le cambió la vida. Un lunes, cuando se dirigía a su trabajo en los Telégrafos y Teléfonos de Venezuela, a plena luz del día, después de un frugal almuerzo, se le presentó como de la nada una mujer pidiéndole un favor. Se llamaba Teresa, tenía un aspecto de anciana venerable, con su cabeza cubierta de canas platinadas y una fuerza mística en la mirada. Había salido a buscar ayuda, su nieta se encontraba muy enferma y no había podido bajarle la fiebre. Estaban solas, así que él sintió que debía hacer algo por ambas, sobre todo por la menor. La bondad y el servicio formaban parte, como en la mayoría de los habitantes del pueblo, de sus cualidades. Se trataba de una familia modesta, tres miembros, de las tantas que llegaron de otras regiones huyendo de la miseria en el campo.

—¿Dónde está la gente de aquí? —preguntó el telegrafista al abrirse la puerta y encontrar tanta soledad y silencio.

—¡Ay, mijo!, esa es una historia muy triste, otro día le cuento —le respondió la señora Teresa.

En las palabras de ella se revelaba el destino que habría de enfrentar, desde ese instante, el pequeño, el feo, el gracioso, el lírico, el cuentero... todos los hombres de Bermúdez. La enfermedad era lechina, una eruptiva que suele ser leve en los niños pero muy peligrosa en los adultos al complicarse con afecciones pulmonares. Cuando nuestro yerbatero entró a la alcoba le llamó la atención la oscuridad y el olor a jazmines. No se atrevió a hacer comentarios ni abrir la ventana. Dónde estará la niña, se preguntó buscando con la vista mientras las pupilas se acostumbraban a la penumbra. La señora, delgada y algo encorvada, encendió la luz amarillenta de una lámpara de mesa. Allí estaba la enferma, envuelta en sábanas, temblando de fiebre. La anciana corrió la frazada que cubría el cuerpo y Bermúdez se quedó atónito, sorprendido. No era tan niña y tampoco entendía muy bien qué era aquello que estaba viendo. ¡Alabado sea Dios y las Tres Divinas Personas! —se dijo. Sus ojos se encontraron con los de una muchacha pálida, huesuda. Tenía las facciones de una criatura angelical, de otro mundo.

—Vamos a ver de qué tamaño es este mal —dijo él en un tono académico, doctoral.

Mientras Bermúdez la “auscultaba” la abuela enderezaba el cuadro de José Gregorio y ordenaba el altar donde reposaban algunos santos de su devoción. La joven, llamada Caridad, había contraído el mal en una fiesta de colaboración en Las Parcelas, un barrio del oeste que luego se hizo muy popular por las migraciones extranjeras. Entre una cosa y otra, en la hornilla a kerosén, nuestro médico hizo un cocimiento con hojas, luego mezcló cenizas con aceite alcanforado y procedió a rezarle y a darle de beber la infusión. Le dejó instrucciones a la abuela para que la bañara con agua de paterratón y le untara la crema, luego se despidió prometiéndole volver en unos días. Esa semana estuvo ensimismado con una lectura sobre los Tacariguas, un libro de toponimias que le había regalado su viejo amigo Idler, y otro que hablaba sobre la mediumnidad, tema que le interesaba desde que supo que se podía entablar conversación con los muertos. Aprovechó para lavar el Opel que usaba sólo los fines de semana y en ocasiones especiales. También anduvo encerrado en su mundo de códigos y signos. El día viernes —no había olvidado la cita— volvió a casa de la señora Teresa. Mantuvieron una larga conversación, él se enteró de las desgracias familiares, del hijo malvado, las penas del corazón. Caridad, bastante mejor, descansaba en el solar al lado de unas matas de guayabas. Después de culminar aquella plática que le conmovió, había demasiado dolor en esa historia, habló con la nieta convaleciente. Eso fue todo, Bermúdez se prendó de sus encantos y nunca más volvió a ser el mismo. En casa, de hablador y disposicionero, se convirtió en un hombre callado, pensativo. El dinero no le alcanzaba y a cada rato salía en el carro a hacer cualquier diligencia. La criatura con rostro de ángel se había instalado en su alma peregrina.

—Bermúdez, ¿qué te pasa, que te veo tan raro? —María Gracia lo había sorprendido con su pregunta.

—¡Nada, mujer, qué me puede pasar! —le respondió hecho el motolito.

Luego vino un pequeño interrogatorio que no pasó de algunas reconvenciones sin peso, nada que él no pudiera solventar. Su corazón, era obvio, había recibido las saetas de Cupido. Aquella muchacha delgada como una tabla le había llegado hondo; era quince años menor que él, de tez pálida, cabello castaño claro, ojos azules. De las serranías de Nirgua, descendiente de aquellos vasallos que se instalaron en los tiempos de la colonia. Fue que se enamoró como un muchacho, aquello no se podía creer, volvió a recitar poesías, a vestirse de blanco, a realizar cosas que tenía por olvidadas. Una de ellas, la más singular, sentarse en la plaza por las tardes. Caridad había comenzado a trabajar en la Fábrica de Trenzas, situada a media cuadra del centro cívico y religioso del pueblo. Era la oportunidad perfecta para verla después de la jornada y llevarla en el Opel a pasear por Las Quintas.

Aquel encuentro había iniciado en él una suerte de renovación espiritual. En la calle, entre la gente, volvió al verbo, a la palabra que dice y que enamora. Entonces Bermúdez se levantaba más temprano, iba a los telégrafos y no perdía oportunidad para escribirle cartas. En corto tiempo, y con la mayor discreción de la que era capaz, andaba de coyunda con la catira. Destinaba horas para ella los fines de semana, en los espacios vacíos después del almuerzo, multiplicaba el tiempo. Justificaba su nueva relación argumentando que el hombre era un animal social, gregario, y como tal podía tener varias mujeres a su alrededor, de la misma forma que lo hacen los turcos y los árabes. También pensaba, cuando la duda asomaba su cabeza de morena en el mar de sus temores, en los mamíferos superiores. Cultivó con esmero la relación y la amistad con la anciana, quien lo adoptó como a su nuevo hijo. El agradecimiento por parte de ella era evidente, Bermúdez no sólo había curado eficazmente a la joven sino que su cuerpo no mostraba las cicatrices de las ronchas. Año y medio después Caridad del Carmen tuvo gemelas; habían decidido no nadar más contra la corriente interrumpiendo las pastillas anticonceptivas a los 164 años de la Independencia y 115 de la Federación. Correría con las consecuencias, ahora tenía razones de sobra para estar orgulloso, las niñas eran idénticas, las llamó María Fernanda y María Eugenia.

Nunca sabía cómo identificarlas así que adoptó un método infalible, les colocó un brazalete con colores diferentes y las marcó; no obstante la madre juguetona se los cambiaba y él seguía perdido. Confundiendo el azul con el rojo. Aquello era una diversión, un entretenimiento que los unía cada vez más como pareja. La relación se hizo sólida, comprometida; mientras eso estaba ocurriendo María Gracia permanecía en la cocina, atenta a los quehaceres hogareños; entre muchachos, escobas, gallinas y ropa sucia se le iba el día, no se enteraba de lo que pasaba en el mundo. Pero nunca falta un brollero, un hablachento, un lengua larga, y allá le fue con el cuento. Era un amigo de la familia, de apellido Ibarra, Machado, Oliveros, Rodríguez, Sánchez, Piñero, Querales, Pérez... tanto hijo de puta que había en ese pueblo, cualquiera pudo haber sido.

María Gracia no se inmutó, guardó silencio. Ese día lo atendió como si nada hubiese ocurrido, le puso la comida y su jugo de lechosa, le obsequió café y entonces le dijo en un tono... Ese tono que tú sabes que detrás de la miel viene el veneno.

—¡Mi amor, quieres un dulcito, un postre!

Pródiga en atenciones, Bermúdez no se enteraba del volcán que estaba a punto de entrar en erupción. Amaestrado por la costumbre, el deber y la sumisión de la mujer, no imaginaba ni por un instante de lo que era capaz aquella fiera herida.

—Sí, mi amor, dame ese dulcito —dijo totalmente desprevenido.

Ella incluso le llevó un vaso con agua y un palillo para que se escarbara los dientes. Ni una pizca de amargura dejaba salir la esposa abnegada. Lo bueno estaba por venir y llegó un domingo. Esa mañana, después de asistir a misa, cosa que ella rara vez hacía, se desvió del camino habitual y tomó la calle Coromoto, como quien se dirige a Las Parcelas. Era una casa construida por El Banco Obrero, Malariología, algo así, identificada por un DDT y el número; se acercó a ésta y se asomó por el muro. Allí estaba el Opel amarillo y en la sombra, debajo de unos frutales, en una hamaca tejida, yacía Bermúdez leyendo las páginas de La Razón. Cerca jugaban las niñas dentro de un corral moviendo unos sonajeros. Hizo visualmente un registro de las evidencias y se fue, muda, golpeada en lo más profundo de su ser. En la tarde, cuando Bermúdez retornó a su morada, encontró a una extraña, otra persona. María Gracia estaba convertida en mapanare, le brillaban los ojos y había mudado la piel. Siete mordidas le lanzó en un celaje. La cándida, dulce y complaciente esposa ahora parecía estar poseída por el demonio, dispuesta a castrarlo, cortarle la yugular, arrancarle el pellejo, sacarle los ojos. Algo más de treinta días duró el responso. A ratos lloraba, enmudecía y de pronto arrancaba con la misma retahíla donde se mezclaban improperios, indignaciones, reclamos y todos los insultos posibles. Bermúdez no tenía argumentos, quiso arreglarlo con viles excusas de latonero y mecánico automotriz pero fue inútil. Estaba rodeado, debía entregarse y declararse prisionero. Intentar huir era simplemente una traición a la patria, era necesario pactar.

El tiempo, alabado sea, jugó a favor de aquel triángulo. Un buen día se apareció la catira en casa de María Gracia, quien a la postre no había nacido para odiar. Borrado todo rastro de rencor de su noble corazón, atendió a su rival y conoció de cerca a las gemelas. Llamó a sus cuatro varones y les presentó a las hermanitas. Cuando Bermúdez llegó del trabajo se encontró con aquel gentío. Entre el bullicio y la algarabía, esa tarde firmaron el armisticio y hubo un tratado de paz que fue sellado con vasos de tizana bien fría. ¿Que si eran feos los muchachos? ¡Ninguno!