Letras
El tragatipos

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Aquella noche, en mi biblioteca, cuando me disponía a leer a Francis Jammes, hallé entre sus páginas un capítulo entero de El supermacho de Jarry. Fue desagradable interrumpir la lectura por el defecto del libro; siempre he sido cuidadoso al adquirirlos, no pude recordar si el ejemplar de Francis Jammes lo compré por su curioso defecto o por alguna otra razón.

Al revisar la novela de El supermacho, tenía dos capítulos, los demás eran papel en blanco. Esto me preocupó sobremanera, comencé a revisar libros al azar. Hallé lo mismo en algunos y cuando estuve a punto de romperlos, arrojarlos por la ventana, amontonarlos para hacer una pira con ellos, un ruido parecido al que emite una lija cuando pule madera y al de un ratón que mordisquea, me distrajo de mis intensiones. Vacié anaqueles, hurgué en los recovecos de la estancia, pero no encontré al bicho provocador del sonido. Al suspender la búsqueda, agucé el oído y el murmullo se desplazó con increíble rapidez de un lado a otro de las repisas. Era lo que me faltaba, tener además de libros inútiles, un maldito ratón.

Examiné los volúmenes; capítulos enteros, frases memorables o sólo palabras, ya no existían en ejemplares que otrora leí con delectación. Y además, ninguno tenía la típica devastación de los roedores o insectos.

Recordé que un mes atrás adquirí unas ediciones príncipe antiguas. No las chequé, pues el vendedor me aseguró su excelente estado de conservación. Pensé que era natural que esas publicaciones vetustas, estuvieran despintadas de las letras. Sin embargo, no quedé tranquilo, también los ejemplares nuevos tenían huecos en las portadas e interiores. Y mientras tanto el maldito ruido no dejó de perturbar el silencio de la habitación durante dos días. En este lapso, la tinta se esfumó de la mayor parte de las novelas, enciclopedias, antologías, tomos filosóficos, incunables... Así, me sentí iracundo ante mi impotencia para eliminar al bicho escandaloso, y desesperado por la evaporación de las letras.

Al siguiente día fumigué, puse sebos y ratoneras, nada, la alimaña siguió con su alboroto. Entonces se me ocurrió seguir el ruido y, cuando éste se detuvo en las obras completas de Papini, extraje un tomo al azar. En el hueco que dejó no vi ratón alguno, mas el ruido permaneció en el texto de Papini que mis manos sostenían. Entre sus hojas vi una lombriz, si así se le puede llamar, su tamaño y forma era el de una i griega mayúscula, su color era idéntico al de los gusanos de maguey, la parte dividida borraba la tinta y con la inferior se metía a través de las hojas dejando un orificio pequeño. Cuando la sabandija se sintió sorprendida, saltó del libro como una pulga y se refugió en los otros emitiendo ese ruido intolerable.

Fui a reclamar a las librerías de viejo donde obtuve esas hojas encuadernadas lujosamente. Casi todas las tiendas negaron su venta, dijeron que su mercancía nunca ha estado contaminada por insectos de la especie que les describí y mucho menos de otro tipo, me tacharon de loco, oportunista, casi me corren a golpes. Sólo en una lo aceptaron. El dueño, un anciano oloroso a tabaco y con gafas de lupa, se disculpó.

—También compré raticidas, hice muchas cosas y nada. Día y noche el sonido no cesó de fregar. Después, un colega me dijo que quizá tenía una plaga de tragatipos, yo me burlé, le respondí que esas cosas no existen, que inventara algo mejor, mas resultó cierto. No sé cómo se originan esos bichos. Según mi colega, el tragatipos tenía la tarea, desde hace siglos, de mantener un equilibrio ecológico, por así decirlo, en la literatura, sólo debía eliminar textos innecesarios... Tal vez algunos animalitos se fueron entre los tomos que le vendí, no son libros piratas o defectuosos. Usted ya vio quién los blanquea. Es un animal difícil de atrapar, pero como es tan glotón se alimenta de buena literatura, también de regular. Es un desastre cuando hace sus necesidades, defeca capítulos, frases, poemas, en obras que no corresponden y cuando mueren se chorrean como bolígrafo defectuoso. No se preocupe, yo le repongo algunos ejemplares inservibles; hágame un listado y los tendrá en su casa, además le doy el remedio para matar al bicho.

Llegando a casa, lo primero que hice fue esparcir el veneno por todos los estantes. En menos de quince minutos el tragatipos murió. Sólo se escuchó como un cascabel de víbora desesperada. Abrí una de las trampas y vi al bicharraco retorciéndose como tlaconete en sal mientras se desangraba en ríos de tinta negra.

Ahora, cuando los amigos me visitan, todos me preguntan con ironía por qué tengo entre la buena literatura, títulos como Volar sobre el pantano con ida y vuelta, El vendedor de éxtasis más grande del mundo, Juan cazador de gaviotas, ¿Quién se comió mi cheto?... y toda esa clase de recetarios para ser triunfadores y millonarios. Les respondo que es veneno para el tragatipos y que están allí para evitar una nueva infestación. Y mis amigos, burlones e incrédulos, sueltan carcajadas y me piden que les cuente sobre el animalejo.