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Manuel CaballeroEl Caballero Manuel

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Ha muerto físicamente Manuel Caballero. Recibo la noticia en la carretera Morón-Coro, viniendo de Lara, su tierra natal. Contemplo el mar que es imagen de la comunión de todos los hombres en la muerte, la mar que es el morir. El hachazo homicida tronchó de repente a este hombre frondoso. Su caída liberó un eco de pena que desanda la sabana, la montaña, la manigua del alma. Pienso en Pedro Manuel Arcaya, Laureano Vallenilla Lanz, José Gil Fortoul, Mario Briceño-Iragorry, Augusto Mijares, Mariano Picón-Salas, y digo para mis adentros como los antiguos romanos “se fue con la mayoría”.

Cuando escribo estas líneas tengo en mi escritorio como faros ardientes de papel: El orgullo de leer (1988), El bien del intelecto (1997), Por qué no soy bolivariano (2006), Rómulo Betancourt (1977), La Internacional Comunista y América Latina. La Sección Venezolana (1978), Ni Dios ni Federación (1995) y esa joya del intelecto venezolano que lleva el enigmático y bien puesto título de Gómez, el tirano liberal (1995). Presento esta relación de títulos al margen del ordenamiento cronológico adrede, porque estas obras están ordenadas desde dentro por una pasión: la pasión de comprender aquello que fue y es Venezuela. Desde la cátedra universitaria, desde las eruditas y sólidamente argumentadas páginas de sus libros, desde la tribuna periodística y desde la arena política, Manuel Caballero explicó que la historia no es cosa del pasado, que lo contemporáneo, lo actual, lo que estamos viviendo puede ser objeto de estudio histórico. Dijo que quien no tiene la capacidad de analizar en su integralidad los hechos de que ha sido testigo e incluso actor, es sencillamente porque no está hecho de la pasta de los hombres capaces de entender ni los más remotos acontecimientos que recoge la memoria humana.

Conocí breve y nítidamente a Manuel Caballero en un pasillo en la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes. Puedo decir que fue nítido nuestro encuentro porque, como tempestuoso estudiante y de paso admirador suyo, le pregunté a quemarropa: “¿Cómo escribe sus libros? ¿Tiene algún plan de trabajo? ¿Un horario?”. Capté un brillo malicioso detrás de sus lentes, y me respondió simple y llanamente que no, que no tenía planes, ni horarios, que los libros los escribía al ritmo de la pasión y las ganas. Cuando esta pulsión cardiaca se aúna a la erudición, a la meticulosa y paciente investigación que requiere la investigación histórica, el resultado es una veintena de obras que son una constelación en la que se aúnan las ciencias humanas con la buena escritura.

Manuel Caballero pidió a sus amigos que lo leyeran como si fuesen sus peores enemigos. Los consejos los oyó y desoyó por igual. Pensaba como el historiador inglés A. J. P. Taylor que el error puede ser fecundo, pero que la perfección siempre es estéril. En el prólogo a Cesarismo democrático (1990), escribió esta advertencia que nos previene de la historia-leyenda, de la historia-mito, la historia-deificada que reconstruye su tela de araña: “Otra vez se vuelven a elevar, inaccesibles, los hombres que derrotaron el Imperio. Que equivale a renunciar otra vez a la responsabilidad, a refugiarse otra vez en el regazo materno. Es renunciar a comprender nuestra historia, y sobre todo que ella la han hecho, y la continúan haciendo, hombres de carne y hueso, no siempre movidos por bellas intenciones o instintos”. Y precisa cortante: “Es renunciar a participar en esa historia conscientemente, pues sin conciencia lo hacemos todos los días”.

En 1633, John Donne amonestó a la Muerte: “Deja el orgullo, Muerte, aunque algunos te llamen terrible y poderosa, que nada de eso eres; porque aquellos a quienes pensaste que derribas no mueren, pobre Muerte, que ni aun puedes matarme”. Porque la muerte es sueño breve que pasa y despertamos eternos, de muerte liberados. En las puertas del siglo XX, Dylan Thomas escribió como una clarinada en el poema “Y la muerte no tendrá poder”: “La fe en sus manos podrá quebrarse en dos / Y tal vez como unicornio los atraviese el mal; / Pero igual que los troncos astillados, no se partirán. / Y la muerte no tendrá poder”. Asevera que aunque se vuelvan locos serán cuerdos, aunque se pierdan los amantes el amor perdurará, ellos seguirán martillando a través de las margaritas, florecerán bajo el sol hasta que el sol se pudra. Aunque se hundan en el mar resurgirán una vez más.

Frente a las olas pardas de esta tarde plúmbea en el Caribe, bajo un cielo cruzado de nubes desgarradas, asaeteado de gráciles aves negras, siento más que pienso que la savia vital de Manuel Caballero corre por el tronco, las ramas y los retoños posibles de ese árbol, mutilado y floreciente, que en nuestros desvelos llamamos Venezuela.