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Día de ceniza y la estética del deterioro

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Salvador Garmendia
Salvador Garmendia. Foto de Vasco Szinetar.
 

La obra de Salvador Garmendia contiene un buen número de elementos formales y de contenido, de técnica y motivos, de escritura y de resolución temática que nos permiten señalarla como una de las más complejas y logradas de la literatura venezolana y latinoamericana. En un primer momento, su trabajo narrativo se desarrolla en el corpus coherente de lo novelado, que da lugar al conocido ciclo constituido por Los pequeños seres (1959), Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963) y La mala vida (1968). Luego toma la vía del relato breve en obras como Doble fondo (1966), Difuntos, extraños y volátiles (1970) y Los escondites (1972), para después encaminarse a la construcción de novelas de diversa característica como Los pies de barro (1973) y Memorias de Altagracia (1974). Paralelamente, Garmendia va construyendo minuciosamente un prolijo mundo en el ámbito del cuento con los títulos Enmiendas y atropellos (1979), Hace mal tiempo afuera (1987), La gata y la señora (1990), Cuentos cómicos (1991), La casa del tiempo (1995), La media espada de Amadís (1998) y No es el espejo (2002), mundo donde parece fijar su principal voluntad creadora, excepción hecha de la novela El capitán Kid (1988) y de los innumerables artículos y crónicas aparecidas en diferentes publicaciones de Venezuela y el exterior, algunos de los cuales fueron recogidos en volumen (como La vida buena, en 1995 y Crónicas sádicas, en 1990), y que poseerían suficientes cualidades anecdóticas para ser transformados en textos de ficción. Recientemente me ha tocado escribir el estudio preliminar para una antología de sus cuentos en Monte Ávila Editores y he constatado, entre otras cosas, que el género cuento tiene en Garmendia un cuerpo impresionante, posiblemente el más prolífico y compacto de cuantos se hayan producido en Venezuela.

Del primer gran ciclo novelístico de Garmendia, una de las novelas que más llama la atención de lectores y crítica es justamente Día de ceniza. Se ha señalado en ella su carácter eminentemente urbano y el entorno burocrático y enajenante donde se mueven sus personajes, con sus respectivos agregados: monotonía, repetición situacional, escatología, humor negro, deterioro. Quisiera referirme aquí a este aspecto del deterioro como elemento principal de Día de ceniza; cómo la obra es recorrida y atravesada parte a parte por todo aquello que implique abandono, desgaste, ruina o corrupción física, y cómo desde aquí Garmendia va construyendo una estética, y anunciando claves para la interpretación de su mundo novelesco posterior, como el que observamos en los textos de La mala vida o Los pies de barro, y también por supuesto, como una consecuencia heredada de su primera novela Los pequeños seres,1 donde su protagonista Mateo Martán prefigura algunos de los rasgos de Miguel Antúnez en Día de ceniza.

La primera sensación que me asalta leyendo Día de ceniza es que el hombre (es decir, el ser en su intimidad y soledad, habitante de la gran ciudad) se halla dominado por una fuerza abrumadora o absurda, por un destino irreconocible y amorfo. El hombre, “habitante” o “pequeño ser” de la gran ciudad desconoce su objetivo en la vida, anda a la deriva e imita sin saberlo al muñeco o a la marioneta, como si estuviese manipulado por una potencia destructiva. Los personajes parecen parte de un gran decorado de objetos inertes, que se corrompen y desgastan a diario, y apenas logran moverse en un gigantesco escenario de tragedias cotidianas o dramas banales, que son parte de un destino minúsculo; apenas se disuelven en el entorno como bocetos, escorzos o perfiles irresueltos, o como trozos de existencia lacerados o agónicos en medio de la monotonía o de las situaciones previsibles.

Esto hace que la novela se organice no mediante el dibujo de personajes principales y secundarios ni en amplios lapsos temporales, ni acudiendo a resaltar los rasgos psicológicos de éstos, ni siquiera a las profesiones o roles que ejercen en la vida social (en este caso abogados, burócratas, comerciantes, empleados), sino que opera de otro modo, a través de vastas descripciones de ambientes, objetos o espacios, o mediante dibujos físicos de personajes, preferiblemente secundarios: un taxista, un parroquiano bebedor, un mesonero, un barman o un buhonero toman de improviso los primeros planos, junto a descripciones minuciosas de objetos o ambientes; pero sobre todo de objetos que imitan a la vida, como los muñecos. Los muñecos siempre han sido constantes en la obra de Garmendia, casi una obsesión. A lo largo de las páginas de Día de ceniza pueden computarse no menos de quince alusiones a los muñecos o maniquíes (ahí van apenas dos de ellas: 1: “Su gordura liviana le transmitía, más bien, el aspecto de un muñeco de goma inflado al máximo”. 2: “Esos maniquíes articulados que soplan en sus tubos cubiertos de ventosas como brazos de pulpo y se encharcan en el piso polvoriento de la tarima”), con los que fabrica diversos símiles, metáforas o imágenes, o traza perfiles ridículos o grotescos.

Por otra parte están los escenarios o escenografías, situados tan en primer plano que toman el lugar de las acciones humanas, y describen mejor el movimiento vital que el de la propia existencia; de hecho, en Día de ceniza no importa mucho la acción tal como la conocemos tradicionalmente, en el sentido de producción de hechos fácticos o comprobables de inmediato, o bien de aconteceres como viajes, sucesos históricos o acontecimientos relevantes que intenten tejer una trama de acciones “importantes”; por el contrario, la anécdota casi desaparece, para ceder su espacio a movimientos lerdos o desplazamientos cortos dentro del ámbito urbano; desplazamientos que tampoco comportan nada trascendente en el plano social: son acciones existenciales, movimientos interiores de la psique, trayectos previsibles y cotidianos de la oficina al bar, del bar al parque, del parque a cualquier calle o establecimiento, o del departamento a la oficina, dando paso así al sentimiento de tedio, el aburrimiento o el cansancio.

Miguel Antúnez, el turco Bríñez, Anzola, Paredes, Morela, Leticia o Pastorita, así como otros personajes menores o fugaces como el señor Margerie, Mauriello, El Pingüino, Sotillo, Filippo o Belandia se mueven en la trama de la novela sin que exista entre ellos una brecha muy clara de niveles protagónicos; más bien van apareciendo en ésta lenta y pausadamente, como surgidos todos de un mismo embrión hacia la ciudad desgastada y corrompida. Así, la enfermedad, lo ruinoso o lo trunco (incluyendo los sueños truncos de la vigilia) se hallan cubiertos de esta sensación de abandono o de precariedad inevitable, donde lo artificial sustituye a lo natural, la rutina a los sentimientos y el deber burocrático o profesional a la familia o los afectos.

Casi todos los personajes de Día de ceniza son productos del abandono, del ejercicio monótono del trabajo u oficios, se encuentren o no ellos plenamente conscientes de esto. Cuando parecen estar a punto de encontrar sus respectivas identidades, se convierten de inmediato en siluetas, en bocetos borrosos que son devorados por el entorno y, en casos extremos, dan la impresión de ser sólo masas petrificadas o simples magulladuras de la realidad. Así tenemos que la falta de plenitud caracteriza a los personajes de esta novela, casi sin excepción. Su trama se organiza antes y después de la celebración de una fiesta de carnaval en Caracas a comienzos de los años sesenta, donde grupos de amigos desean festejar y estar alegres, sin lograrlo. Así tenemos que el abogado Miguel Antúnez es casado con Leticia y sostiene breves aventuras sexuales con Pastorita, sin encontrar la plenitud con ninguna de las dos. Su amigo y colega abogado Anzola tampoco logra dar sentido a su vida. Sin embargo, ambos son lectores de buena literatura, escriben o han escrito poemas y comparten algunos momentos de vocación literaria, lo cual los salva un poco de las situaciones sin sentido donde se hallan inmersos. Ambos son suertes de literatos frustrados que ya no pueden hacer nada para resolver su vocación, excepto mantener fugaces conversaciones sobre lecturas y autores comunes. De hecho, tales conversaciones funcionan más como adornos “intelectuales” en un libro cuyos diálogos son casi todos triviales, por no decir banales. En una de las tantas salidas a tomar tragos o a almorzar de Anzola y Antúnez, éstos se dirigen a un restorán, y allí, de repente, en una pausa de la comida, Anzola inquiere a Antúnez:

—¿Por qué no te has ido, Antúnez? —preguntó Anzola como si reanudara el hilo de una conversación.

—¿Irme?

—Tú todavía estás a tiempo. Tú, más que nadie, ha debido irse a París. Eres inteligente, tienes un porvenir en la literatura.

—París... Antes, cuando estudiaba... Eso pudo ser en otro tiempo. Ahora... —notó que Anzola lo miraba aguardando una explicación completa y bajó la cabeza—. Me casé, tengo la profesión. La literatura ya no... como forma de vida, quiero decir.

—¿Recuerdas lo que hablamos una vez en la universidad? —sacó una pitillera de plata y encendió lentamente—. Estudiábamos primer año juntos. Puede ser que no te acuerdes, pero yo sí; hay ciertas cosas que se quedan grabadas. A mí también me interesaba la poesía, había escrito algo... Pero todos no servimos para eso, es cuestión de sensibilidad o de poder creador, algo... En ese sentido soy destinista: nacemos para algo, y tú estás contrariando tu naturaleza ejerciendo el derecho.

—¿Tú crees?

—Yo estoy liquidado, aunque pueda ser que me haga rico con la profesión; eso es otra cosa. ¿No volviste a escribir?

—No. A veces...: pero no vale la pena. El arte no admite medias tintas: o se es completamente, o cero: la mediocridad es peor que la esterilidad completa.

De tal modo se asume la medianía o la mediocridad.

Por supuesto, toda esta medianía se refleja en la atmósfera de la historia: lo gris de un miércoles de ceniza sirve como símbolo para acentuar el carácter agonizante de las historias personales, enunciado directamente en varias imágenes como: “Una fotografía de Morela en traje de baño, reclinada a un tronco y de espaldas a un mar mustio color ceniza”; o: “Afuera, la primera luz fláccida del amanecer, bañaba las laderas verdes y la tierra gris de tajadas de cerro recién rebanadas”. Valga decir que en descripciones como éstas y en otras más ampliadas Garmendia se convierte quizá en el artífice de la descripción pormenorizada en nuestra literatura, asumida ésta desde varios ángulos perceptivos: el arquitectónico, el plástico, el fotográfico o el cinematográfico, cuyos efectos se mezclan a los sentidos conocidos: texturas, olores, ruidos o músicas; todo en una amalgama sinestésica de simultaneidad perceptiva.

La mayoría de estos registros descriptivos operan para narrar movimientos, no para dar cuenta de estados de ánimo, señalar rasgos psicológicos o ideas de los personajes. Es justamente aquí donde sale a relucir la célebre técnica objetual de Garmendia, que consiste en llevar a cabo la mirada exhaustiva de la cosa, sometiéndola a un lente de aumento para examinarla en detalle. Para ello se vale de diversos registros: el ejercicio informalista de gestos o trazos fragmentarios, o bien de la técnica cubista del ensamblaje de elementos heterogéneos simultáneos; o acude a la técnica fotográfica o cinematográfica, no para reflejar la realidad objetiva (ese pretencioso proyecto del realismo, cuya peor derivación es el realismo social), sino para tomar del arsenal de la fotografía o el cine algunos dispositivos que le ayuden a enfocar mejor a un objeto particular. A veces es un zoom, otras un gran angular u ojo de pez; otras un paneo, un travelling o una nerviosa cámara en mano; en fin, Garmendia suele fusionar varios de estos artilugios, dispositivos o técnicas en el logro de su fin.

Por supuesto, no todo en Día de ceniza se resuelve en tiempo presente. Están las vueltas al pasado infantil de Antúnez en Caracas, a sus calles y su barrio; o las de su mujer Leticia a Barquisimeto. En ninguna de las dos vemos que haya salida: todo ha sido arrasado por el tiempo. Por cierto, esta vuelta de Leticia al pasado interiorano de Barquisimeto posiblemente sea la primera referencia de Garmendia al mundo rural, al pueblo pequeño que posteriormente será retomado en buena parte de su cuentística y en su célebre novela Memorias de Altagracia. Están por supuesto los recuerdos o el amor, los momentos de goce o disfrute sexual, aunque tocados por otra de las artes de Garmendia: el manejo de la escatología, como apreciamos en las siguientes líneas: “No podía vérselo en la oscuridad, pero se lo tocaba; primero la parte gorda cubierta de una pelusa ensortijada, y más abajo la grieta blanda en un caldo espumoso; de allí se elevaba el olor de guiso descompuesto. Pero el agujero resultaba un forro demasiado holgado para el pequeño instrumento, que se escapaba aturdido a cada movimiento, y volvía a introducirse y agitarse sin resultado”.

En fin, todo lo humano privado parece darse cita en esta novela sin retóricas, sin grandilocuencias ideológicas ni tesis previas de enajenación. Notamos, en algunas de estas descripciones donde Antúnez regresa a su barrio, cómo se produce esta técnica objetual de acercamiento a lo minucioso: “Vivió algunos años en este barrio, mucho antes de casarse, cuando aún estudiaba en la universidad; y se movía por allí, en la proximidad de los hoteles donde paraba por algunos meses. Ciertos bares le eran familiares, pequeñas tiendas, casas que podía recordar por algún detalle particular: una marquesina de cristal apedreada, patios cuadrados vestidos de mosaicos o los balcones de formas adiposas siempre solitarios y oscuros. Eran las mismas calles angostas y mal iluminadas; la misma confusa impresión de que caminaba sin objeto por una ciudad muerta e interminable. La fila de fachadas rectas, terminadas en áticos, gárgolas y cornisas moldeadas; una continuidad de armazones vacías, revestidas de estuco, mutiladas, como si salieran de un tiempo sin memoria y guardaran las marcas de su esplendor aniquilado”. Por su parte, en el Barquisimeto de Leticia observamos que “ahora está allí, dentro de él, aquel olor maduro, orgánico, olor de partes íntimas que había en el cuarto de su padre, una celda blanca de paredes cariadas y techo de caña amarga lleno de terrones y colgajos de telaraña. Un cono de luz tibia y azulada, donde se gesta un polvo amarillento, entraba todo el día por la solitaria claraboya abierta en lo más alto... y todo volvía a aparecer intacto, vivo, rodeado de su misma luz de antes, la edad ruinosa y disecada de las cosas...”.

Cuando al final de la obra todo parece dominado por la monotonía, comienzan a ocurrir algunas “cosas”: discusiones y peleas entre amigos o cónyuges, la muerte de un amigo (Filippo), el encuentro con Belandia el literato en su biblioteca, y finalmente el suceso donde se funde el sentido último de la novela: el intento de suicidio de Antúnez. El tema de la frustración literaria de Antúnez y Anzola se aborda de nuevo en el citado encuentro con el señor Belandia, donde han ido a parar los estertores últimos de la fiesta de carnaval el miércoles de ceniza. Veamos. Pregunta Belandia a Antúnez:

—¿Usted escribe, verdad, doctor? Me lo dijo su cuñado.

—He... escrito.

—Muy bien. ¿Poesía? Seguramente usa una forma moderna. No lo censuro. El verso ha evolucionado, claro está, tanto en la forma como en el espíritu. Es un signo de nuestra época inestable: el caos. ¿me entiende? Vivimos en un mundo de transición que, seguramente, conducirá a un gran retorno —levantó de la mesita donde acababa de servir el coñac, un tomito encuadernado en piel y lo acarició como una mota—. Anoche, precisamente leía a Horacio. Es necesario... es necesario... Horacio es inconmovible. No poseo la dicha de leer el texto latino, pero... ¿Qué le parece el coñac?

—Excelente.

—Me agrada su manera de ser, doctor. Usted es joven y lleno de porvenir. Yo... no abrigo ilusiones en cuanto a la gloria literaria. La cultura sigue siendo, para mí, una forma desinteresada de elevación de espíritu.

No descartamos, por supuesto, que esta esperanza trunca de ser poeta que dormía en lo profundo de Antúnez, estimulada luego por Anzola y Belandia pero imposible de ser reactivada, haya sido el móvil principal para que Antúnez intentara suicidarse.

Tenemos, en fin, en Día de ceniza, a una obra maestra de lo humano privado, de lo que acontece en la interioridad del tedio individual, del desgaste que acaece en el ánima personal, cuando el hombre de la gran ciudad (las capitales latinoamericanas se han vuelto metrópolis inhumanas en poco tiempo) experimenta la soledad de la multitud, la soledad y el deterioro del hombre práctico, del hombre atrapado por un destino puramente profesional o material, producto de fuerzas o leyes sociales o económicas que lo rebasan, y se imponen sobre cualquier moral o sentimientos profundos como la amistad, el amor o la solidaridad. Nos identificamos secretamente con estos personajes solitarios, los observamos con piedad considerando sus diarias e inútiles trifulcas, sus pequeñas alegrías en ámbitos minúsculos, en sus breves paseos por parques o playas los fines de semana, en sus fiestas de carnavales cenicientos. Posiblemente, Día de ceniza sea recordada por eso: por mostrarnos el lado gris y anodino del vivir urbano, y el absurdo destino de tantas existencias que se gestan y gastan en la entraña implacable de nuestras ciudades, envejecidas prematuramente.

 

Nota

  1. Se trata de su primera novela conocida. Su obra inicial en este terreno es la novela breve El parque, publicada en Barquisimeto en 1947, en edición limitada.