Sala de ensayo
Isabel II de EspañaReflexiones tardías de Galdós y Valle-Inclán sobre la Monarquía de Isabel II

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Para 1907, cuando Galdós tenía 64 años, acababa la cuarta serie de sus Episodios nacionales, éstos ya compuestos de más de 30 entregas. Nos recuerda que se cansaba del esfuerzo que suponía: “No puede usted figurarse lo difícil y desesperante que es para el escritor colocar forzosamente dentro del asunto novelesco la ringla de fechas y sucedidos históricos de un episodio” (citado por Dendle 79). Años más tarde, en 1928, Ramón del Valle-Inclán, también sesentón, expresaba un sentimiento parecido cuando se refería a su proyectada serie literario-histórica El ruedo ibérico: “...Es obra a la cual es lo más probable que no pueda dar fin, ya por su extensión y mis años, ya por sus dificultades” (citado por Dougherty 178). A pesar de lograr grandes elogios de la crítica con las novelas de esas etapas, y de ser expresiones literarias rebosantes de agudas impresiones sociopolíticas, según los susodichos comentarios, es de suponer que los respectivos escritores ya no derrochaban fuerzas y se limitaban a una exposición de lo más esencial de la historia para transmitir cómo fue el fin de la época de Isabel II y el inicio de la búsqueda para su reemplazamiento político.1

Novelas como La de los tristes destinos (1907) y España sin rey (1908), de Galdós, y La corte de los milagros (1927), de Valle-Inclán, están imbuidas con las preocupaciones políticas y sociales de los escritores y veladas referencias a su propia época. No obstante, y como se discutirá en este ensayo, Galdós y Valle-Inclán se proponían descubrir la esencia política del tiempo, que viene a ser al decir de un crítico del periódico El Sol, en 1931, “...el ajusticiamiento de la Monarquía borbónica” (Dougherty 201). Pero aun teniendo en cuenta la postura liberal y por tanto antimonárquica y algo partidista de Valle-Inclán y Galdós en la configuración literaria de determinados hechos históricos, creo que una lectura de las tres novelas aquí referidas potencia la capacidad de cualquier lector de saber si la sociedad española de 1868 era fundamentalmente monárquica o republicana. Por tanto, aunque los pronunciamientos literarios sobre la persona de la Reina y su corte expresan una clara preferencia por una eliminación de la monarquía, lo que hay que decidir es si una descalificación de su persona o su comportamiento como monarca refleja principalmente la opinión de Galdós y Valle-Inclán como particulares, o de la masa del pueblo español, que, en las novelas, generalmente expresa que el sistema monárquico no había sido ni sería capaz de llevar a España por la senda del progreso.

Al analizar La corte de los milagros no es extraño, por una parte, que un lector encasillara la obra fuera del ámbito de la llamada novela histórica que había venido escribiéndose en España desde principios del siglo XIX. Aunque se puede confirmar que hay numerosos nombres y datos conocidos, el lector está algo desprovisto de un claro aparato referencial por el que pudiera orientarse fácilmente por los vaivenes de un período complicado de la historia, y está obligado a esforzarse por seguir los acontecimientos, más que dejarse guiar de la mano de Valle-Inclán, quien, como siempre, esclarece poco y arropa el argumento en un estilo enormemente trabajado y con un vaivén incesante de personajes.

El autor anuncia desde el principio que el laberinto histórico que desemboca en el fin del reinado de Isabel II, no será fácil de desentrañar. A la concesión de la Rosa de Oro a la Reina por sus “...ejemplares virtudes” se añaden intrigas en “...las camarillas vaticanas” en contra de ella, amén de líos políticos con “...las facciones liberales, que, emigrados, conspiraban en Francia” (9), junto con revueltas en el campo. “Aquel año subversivo”, de 1868, fue en el que la Reina se vio obligada a huir a raíz de la Revolución “Gloriosa” organizada para echarla e implantar un gobierno liberal “...que represente todas las fuerzas vivas del país...” (Manifiesto). Esa subversividad también es una advertencia para el lector que la historia que Valle-Inclán desarrolla, ya de por sí enredada históricamente, será comprendida y expuesta a través de su perspectiva literaria única, en la que mina cualquier versión ortodoxa de la caída de la Reina.

Por otra parte, el conocedor de la obra de Valle-Inclán no esperaría una representación literaria de un proceso histórico que no fuera tergiversada por la óptica inusual del autor. Celia Fernández Prieto afirma esto al notar que, aunque el lector puede reconocer que en La corte de los milagros Valle-Inclán discurre sobre las carencias de la Reina y su Corte, y la legitimación de su derrocamiento está fuera de toda duda, “[e]ste repertorio genérico [la novela histórica] es abiertamente trastocado... al abandonar toda finalidad didáctica y toda verosimilitud, y al concebir la historia desde una perspectiva mítica y trascendental” (116). Quizás sea esta naturaleza trascendental y deformada de la historia la que también permitió que Dru Dougherty observara en la novela una referencia al régimen en los años en que se escribió la novela, la dictadura de Primo de Rivera (De Juan Balfour, 121). Vilarnovo resume sucintamente la conocida postura literaria de Valle-Inclán del Esperpento y cómo su aplicación a una novela con una clara dimensión histórica, como es La corte de los milagros, puede conducir a distintas interpretaciones:

...el “realismo”...queda conformado por la aparición de unos personajes históricos... hechos sucedidos... noticias... A estos elementos se une una visión del mundo y una estética deformadora de la realidad que presenta: con ello se da a la obra un particular sentido: lo absurdo y lo grotesco de un mundo y unos personajes: la ausencia de orden en lo real, el eterno retorno y la perpetua y cíclica tragicomedia de España (295).

La naturaleza velada de las particularidades de la historia, y la elaboradísima configuración novelística de ellas y de una multiplicidad de comportamientos humanos, junto a la constante tergiversación de argumentos novelísticos, se prestan a que posiblemente el lector saque conclusiones diversas y aplicables a una variedad de fenómenos político-sociales. Por ejemplo, el lector se puede sorprender al presenciar un baile entre la Reina y el bradominesco Adolfito Bonifaz, lleno de una sensualidad ajena a los modales cortesanos, que casi recuerda a otros destinos literarios sobre los que Valle-Inclán discurría:

La Majestad de Isabel II iba en brazos del pollastre, meciendo las caderas al compás de la música criolla, gachoneando los ojos. El voluptuoso ritmo complicaba una afrodita esencia tropical, y todas las parejas velaban una llama en los párpados (26).

Más allá de una referencia a lo que muy probablemente pudiera haber acaecido en el Palacio Real en Madrid en 1868 con la libidinesca Reina, el lector quizás se sienta transportado a Cuba, y recuerde los acontecimientos tan nefastos de 1898 para España, o piense en la Tierra caliente de Tirano Banderas, publicada en 1926, cuyo protagonista, Santos Banderas, comúnmente se ha visto como una caricatura de Primo de Rivera.

Pero es indudable que desde cualquiera de las ópticas elegidas por el lector o por el escritor mismo, en La corte de los milagros está claro que Valle-Inclán arremete generalmente contra la monarquía como sistema político, y específicamente contra la ineptitud con la que Isabel II y su camarilla gobernaron; y por el contrario, apoya el proyecto liberal por desbancarla, y por extensión, un gobierno liberal en su época, ya fuera socialista, republicano o de otra índole.2 Añádase, por tanto, a la trama elaborada, la intromisión de las convicciones políticas del propio autor, y La corte de los milagros se convierte en una fuente esencial para una comprensión de esa época y por donde Valle-Inclán quería que España se moviera políticamente. Él quiere terminar por persuadir al lector/elector de la naturaleza anacrónica de la Monarquía y la necesidad y promesa de otros esquemas políticos. En 1931, al poco tiempo de exiliarse Alfonso XIII y de reeditarse La corte de los milagros, Valle-Inclán hizo estas declaraciones:

Hay que crear la estética de la revolución española... Si se puede habrá de reconstruirse la alcoba de Carlos III, o la de Felipe II, en El Escorial. Nada de los últimos monarcas, sino la horca a que pudieran haberlos destinado. Hay que dar la sensación de que está desalojada la familia real. Que si algún día vuelven sepan que tienen que alojarse en el Ritz o en la posada del Peine (Dougherty 215).

Monlleó Peris resume la estrategia política de los republicanos que se ve reflejada en la novela de Valle-Inclán. Aunque la cita sea una referencia al período inicial después de la caída de Isabel II, resume acertadamente el sentimiento que prevaleció anterior a él:

El instrumento esencial para la campaña electoral [1869] por parte de los republicanos fueron los mítines y sus líderes políticos, quienes difundieron por toda la geografía española los mensajes que identificaban a la Monarquía como la tiranía y la arbitrariedad y a la República como la democracia y el progreso (60).

Benito Pérez Galdós, al igual que su homólogo gallego, también trató la caída de Isabel II y las consecuencias políticas inmediatas en varias novelas. Las dos que se mirarán en este ensayo son La de los tristes destinos (1907) y España sin rey (1908). Publicadas no demasiados años antes de La corte de los milagros, por una parte difieren sustancialmente de ésta por ser sólo dos eslabones de la excepcional cadena literaria que son los Episodios nacionales, a cuya colección se integran la última obra de la cuarta serie y la primera de la quinta. Es decir que estas novelas forman parte de un panorama histórico-literario extendido, a través del que el lector interesado y ambicioso puede irse informando, según los parámetros que Galdós le proporciona, sobre los pormenores de la España del siglo XIX. Esto debía de haber sido el caso de Valle-Inclán también, siendo La corte de los milagros la primera entrega en lo que tenía pensada como una completísima serie de reflexiones sobre el siglo XIX, El ruedo ibérico.3 Si se compara la cuarta serie de los Episodios nacionales iniciada en 1902 con las series anteriores, carece, según Brian Dendle, de mucho contenido histórico, “...few historical events or figures are recreated in any detail. The treatment of history in the fourth series is, indeed, skimpy to the point of casualness” (79). Dendle aporta con respecto a la quinta serie que:

History (the evocation of important events and figures) concerns Galdós even less... than in earlier novels. Historical events are treated in a cursory, almost offhand, manner, abstractions play a greater role than does the recreation of Spain’s past (153).

El crítico matiza algo con respecto a La de los tristes destinos y confirma que es “...the one most densely packed with history” (138).

Fernández Prieto distingue claramente la naturaleza de los Episodios nacionales con la ya mencionada novela de Valle-Inclán, en que:

Los materiales históricos, reconocibles en sus líneas generales por los lectores [en La corte de los milagros], interesan no para descubrirlos, analizarlos o valorarlos al modo que lo hacía Galdós, sino como ilustración extrema de actitudes y formas de vida generales en todo el ruedo ibérico (118).

Del estudio de Fernández Prieto se deduce que la diferencia entre los objetivos de Galdós y los de Valle-Inclán, a la hora de reflexionar literariamente sobre la historia, es que éste pretendía valerse de una anécdota, la concesión de la Rosa de Oro a la Reina, para inducir en el lector impresiones de aplicación amplia acerca del fracaso de la vida sociopolítica española, cuya cabeza, la monarquía, arruinaba a la nación; y aquél se interesaba por un desarrollo centrado más íntimamente en un momento histórico, completado únicamente al leer las otras novelas en la serie. Por otra parte los dos escritores se centran en el fracasado reinado de Isabel II como un trampolín para expresar, de soslayo, las preocupaciones que aún tenían sobre la dirección política que llevaba España en 1907-08, y 1927. Esto lo afirma Clara Lida:

En los Episodios nacionales la historia se proyecta hacia adelante y, más que escarbar el pasado, pretende señalar los errores presentes e indicar nuevos y fértiles caminos futuros. Esto lleva al novelista a componer una obra didáctica ansiosa de ejemplaridad patriótica: en sus manos la historia se convierte en la clásica magistra vitae (1).

Benito Pérez Galdós
Benito Pérez Galdós.

El hecho de que Galdós y Valle-Inclán apoyaran a la República en el momento en que escribían las novelas aquí mencionadas y estuvieran marcadamente en contra del legado que dejaron Isabel II y su camarilla (a todas luces poblada de personajes estrafalarios como la monja milagrera Sor Patrocinio), no quiere decir que un lector no pueda llegar a sentir algo el pulso de distintos sectores de la sociedad en 1868, tanto a favor, como en contra de la Monarquía y la República. Mientras centrarse en la novela “histórica” de Galdós y de la “mítica” de Valle-Inclán, facilita una comprensión de la naturaleza de la corte isabelina, y las fuerzas tanto a favor como en contra de ella, se ve claramente una predilección por los principios del proyecto republicano y un apoyo a los personajes que lo llevan a cabo, como Santiago Ibero en Galdós, o el contrabandista Pinto Viroque, en la novela de Valle-Inclán. Al contrario se verán casi siempre caricaturas algo grotescas de los que apoyan a la Reina, como el patético Wilfredo Romarate de España sin rey de Galdós o el Marqués de Torre Mellada en La corte de los milagros.

La preponderancia de personajes ideológicamente potentes en oposición a la Reina y a favor del cambio es de tal magnitud, que resulta clara la preferencia que tenían los dos autores por un programa político que eliminara la monarquía. La presentación de personajes ficticios como Vicente Halconero y Santiago Ibero, junto con la fuerza viva del héroe de la Revolución, Prim, hace que la narración sea un arma de doble filo. La construcción del argumento a favor de los liberales reside tanto en palabras escritas como en hechos históricos. El mismo narrador llama a Halconero e Ibero “Historia libresca e historia vivida” (647), como si no hubiera manera de refutar el argumento que ha construido el autor, ni desde la historia ni desde la literatura. Lo que se colige de la lectura de las novelas es que la sociedad en los años 60 del siglo XIX era en su meollo republicana, a pesar de que un acercamiento rigurosamente histórico no presentara la situación sociopolítica tan claramente y apuntara a una España deseosa de cambio, pero no del todo decidida por cuál.

A pesar de las diferencias que indudablemente hay en la exposición literaria de hechos históricos afines, tanto Galdós como Valle-Inclán querían pronunciarse sobre la dirección política que España iba a coger después de la Isabelina. Ellos optaron por ver desde épocas relativamente lejanas de los sucesos, pero quizás de forma más similar de lo que pudiera parecer, si uno no solamente se atiene a la concepción tradicional de las novelas de Galdós. Fernández Prieto, como antes se ha mencionado, parece clasificar los Episodios nacionales dentro del género de novela histórica clásica, el modelo que ensalza principalmente “sucesos y figuras de la historia” (116). A la vez sugiere que Valle-Inclán los consideraba “referente genérico inmediato”, ya que con ellos Galdós quería mostrar la “sensibilidad nacional” (116). Afirma la crítica que donde más se nota la diferencia entre los dos escritores es que el gallego tiende en su obra “a revelar lo permanente y lo universal” (117). Ella sugiere que Valle-Inclán nos puede proporcionar una forma de entender profundamente las sensibilidades de distintos sectores de la población española. Refiriéndose a La corte de los milagros, dice:

...más importantes que los hechos [verificables e históricos], son las reacciones de la gente... No hay interés en analizar las causas de los acontecimientos ni en enjuiciarlos desde un planteamiento político o ideológico como ocurre en los Episodios de Galdós. Basta con soltar los sucesos en el ruedo y ver cómo la gente los maneja, los burla y los torea (119).

Los personajes de Valle-Inclán son, además, “prototipos referenciales” (120), de lo cual se deriva que, aun tenida en cuenta la fantástica maleabilidad interpretativa que está disponible para el lector al valorar a éstos, nos demostrarán comportamientos de los que conclusiones más específicas se pueden sacar.

Para Clara Lida, no obstante, Galdós no anda tan lejos de Valle-Inclán en la construcción de los personajes para sus Episodios nacionales. Ella dice que “...no son únicamente figuras individuales y aisladas sino que forman una casta de tipos contemporáneos, arquetipos de una especie” (3). La de los tristes destinos y España sin rey, dos de los Episodios tardíos, muestran para Lida sensibilidades políticas más relevantes para Galdós en el momento en que escribió las novelas, y al igual que los personajes de La corte de los milagros “...dejan de ser pasado para convertirse en historia vivida”. Este hincapié en el presente puede revelar la “decepción” del escritor canario en el movimiento liberal que promulgó la Revolución de septiembre de 1868. Esto quizás se avale por el hecho de que en 1907, año en que Galdós publica La de los tristes destinos, acababa de afiliarse al partido republicano, y tal vez viera en lo ocurrido en 1868 patrón político a evitar en la política de principios del siglo XX.

En cuanto a Valle-Inclán, se podría añadir que, a la autoridad con la que las novelas están imbuidas para referir e informar sobre la Revolución de 1868, ayuda tener en cuenta un aspecto importante de la obra de este autor; su exposición de la vida y la sociedad como una cadena de comportamientos casi siempre absurdos. Su decisión en los años 20 del siglo XX de volver la mirada atrás y contemplar acontecimientos acaecidos 60 años antes, acredita la ridiculez en que planteaba la España representada por Isabel II y los monárquicos que lógicamente aún le preocupaba. Si pensamos, además, que otro período republicano, el segundo, estaba en vísperas de instalarse, se ve la claridad con la que Valle-Inclán interpretaba los hechos históricos desde su lado humano, y se intuye que analizar una obra suya es el equivalente de poder entender el pulso real de la sociedad. Si Valle-Inclán comprendía a España y su historia como una eterna tragicomedia y decidió hacer hincapié en su supuesto fracaso más grande, la Monarquía, creemos factible sugerir que, para Valle-Inclán, el sistema republicano era el que el pueblo español buscaba como representación permanente de sus intereses, mientras que la deformación literaria de la Monarquía viene a ser el hecho concreto que refuerza ese deseo. A través de tres conceptualizaciones literarias de la Revolución “Gloriosa”, se puede encontrar una clara preferencia por la dinámica social que existía para la decreciente adhesión hacia la Monarquía como tal, independientemente de la figura de la Reina, y por la fuerza que iba cobrando el apoyo por la eventual, aunque breve, implantación de la República.

Por tanto, si se unen las impresiones literarias de Galdós, plasmadas en los Episodios nacionales, evidentemente mucho más que narraciones sobre “sucesos y figuras”, con una valoración literaria más de índole “universal”, el modelo valleinclanesco, creemos que se puede llegar a una conclusión razonable acerca de los fines que estos escritores tenían cuando abarcaron el fin de la era isabelina, que sería la siguiente; los personajes que representan al pueblo, a la intelectualidad y a la masa de los dirigentes políticos que muestran un comportamiento responsable y serio, dan la espalda a Isabel II y al sistema monárquico, y favorecen la implantación de un gobierno liberal. El punto central aquí es el de recoger las impresiones literarias de Galdós y Valle-Inclán, pero si se ponen en consideración brevemente otros factores, como determinados elementos de la prensa de aquella época, intervenciones políticas, y acciones del pueblo, se puede ver que el sentimiento antimonárquico, mientras extendidísimo y mayoritario, tenía que compartir el escenario político con elementos residuales de la Monarquía.

El apoyo que Galdós y Valle-Inclán prestan a la causa liberal por medio de su visión de la Revolución de 1868 no resulta insólito; y es consistente con los esfuerzos de otros escritores y gente del mundo de la cultura. La incógnita es si tanto ellos, como otros muchos intelectuales, mostraban su rechazo a la persona que fue Isabel II, o a la Monarquía en sí. En una reseña de La corte de los milagros, aparecida en abril de 1927, Gómez de Baquero entiende que la España de 1868 deseaba un cambio de rumbo político, pero como no se perfilaba ninguno claramente, ni heredero de la corona ni gobierno liberal, “La España embrujada... no acaba de morirse y dejar el puesto a la España nueva” (De Juan Balfour 704). Para 1874, año que Martínez Sanz y Salaya Álvarez denominan “bisagra” porque “...tanto podía haber surgido una consolidación de las instituciones republicanas como el triunfo de la Monarquía (31),... la opinión pública, cada vez más cansada de las luchas entre los partidos, se iba inclinando hacia la monarquía” (34). Se da a entender que la restauración de la corona en la persona de Alfonso XII, se debía no tanto a una preferencia por el sistema monárquico, como por el caos entre los partidos de la oposición que no fueron capaces de inspirar confianza en el cambio, y por el temor al desorden social y una ruptura del mundo privilegiado en que habían vivido ciertos sectores de la población, “...las clases altas y medias, el Ejército y el clero: todos estaban dispuestos a secundar a quien fuese capaz de conseguir estabilidad y continuidad políticas que garantizasen los principios de la sociedad burguesa” (Martínez Sanz 33).

Si se vuelve al mundo de la cultura, no obstante, afirma Clara Lida que la Revolución de 1868 supuso una bonanza para académicos, escritores y otros artistas ya que pretendía “...reparar los atropellos cometidos contra las ciencias y los intelectuales” (294). Hay que tener en cuenta que la relativa distancia temporal con la que escribían Galdós y Valle-Inclán les proporcionaba un panorama distinto del que hubieran tenido de haber escrito sus novelas coetáneamente con los acontecimientos de 1868. Su postura antimonárquica refleja una actitud extendida entre los del mundo de la palabra impresa de aquella época. En sus novelas, tanto Galdós como Valle-Inclán muestran una tendencia a satirizar a la Reina y sus adeptos. Por ejemplo, Jorge Vilches demuestra que un fenómeno parecido ocurría en la prensa. En ciertos periódicos republicanos se difundió una imagen negativa de una Reina distanciada del pueblo, cuyo comportamiento corrupto dañaba a la nación. Vilches afirma que la prensa, al criticar a la Monarca, pretendía afectar las actitudes de las clases populares para ganar adeptos para la revolución. Al mismo tiempo él confirma que la creación de una imagen negativa de la Reina estaba justificada, “La vida de Isabel II y de su entorno, así como los problemas de su reinado, proporcionaban sobradamente elementos para la construcción del mito” (232). Se pretendía mostrar que el sistema monárquico era contrario a la voluntad popular y antitético a los valores que debía tener cualquier país liberal. Dice Vilches, “Los republicanos querían presentar la superioridad moral de la República denigrando la monarquía, y para ello mostraban las indignas costumbres de Isabel II como las propias de cualquier rey” (241). Un ejemplo de ese comportamiento que la prensa criticó, fue el fusilamiento de los sublevados del cuartel de San Gil en 1866. Galdós, en La de los tristes destinos, se refiere al mismo acontecimiento para demostrar el repudio de la Monarquía que surgió después del desmoronamiento del régimen de Isabel II.

Vilches parece poner en jaque la campaña propagandística por derrocar a la Monarquía. Da a entender que la prensa republicana, y escritores como Galdós, Valle-Inclán y Baroja, se habían dejado seducir por los clisés, mitos y tópicos que circulaban en torno de la Reina. El crítico afirma que la propaganda destinada a deformar la imagen de Isabel II ante el pueblo se asentaba en la propagación de esos mitos y clisés y, por tanto, la descalificación de su persona terminó por minar su autoridad, más que la presentación de un proyecto político válido, “La cuestión es si la fuerza y eficacia para la movilización de los políticos es capaz de sustituir la elaboración y difusión de una alternativa política constitucional” (251).

En el caso de Valle-Inclán se puede apreciar que cuando escribió La corte de los milagros, “...aún en 1927, bajo la dirección de Alfonso XIII, no se habían resuelto los antagonismos sociales y económicos planteados desde 1868” (Zavala 427). Entre toda la sarta de dilemas sociales en la educación, en la agricultura o en los colectivos obreros, contaban la estrechísima y problemática relación entre Iglesia y Estado, tan hábilmente pintada por Valle-Inclán al principio de La corte de los milagros, el controvertido y obsceno patrimonio real, y en general, la noción percibida como antidemocrática de la Monarquía hereditaria y las prerrogativas reales. Como botón de muestra, nada más empezar La corte de los milagros se observa que una de las grandes preocupaciones de la Reina es cómo colocará un donativo para hacer alguna obra importante para la Iglesia y para agradecer al Papa: “Pues he pensado mandar un millón de reales para la limosna de San Pedro. ¿Te parece que será poco? Yo francamente no sé lo que puede hacerse con esos cuartos” (12).

Este distanciamiento del pueblo y sus problemas, que el lector puede ver en la figura de la Reina, era correspondido en la prensa de la época. Esta crítica periodística mordaz se aprecia en unos versos satíricos en los que se ve parte de la polémica que todavía representaba un acuciante dolor para España en el siglo XX cuando Galdós y Valle-Inclán escribieron: “¡Abajo las excelas majestades, / antítesis del siglo diez y nueve! / ...si quieres rey no pidas libertades, / si quieres libertad, no pidas reyes!” (297). Las críticas literarias del sistema monárquico cobran un alto grado de verosimilitud cuando se tiene en cuenta la oposición a la Monarquía desde las clases populares, pasando por una parte de la prensa y el gremio literario, hasta llegar a las altas esferas del Senado en que conocidos parlamentarios como Emilio Castelar y Nicolás Salmerón arremetían contra la Reina. Ejemplos claros de esto son el polémico artículo periodístico de Emilio Castelar, “El rasgo”, o el apoyo a la República y en contra de la Monarquía que Nicolás Salmerón siempre profesaba, basándose en los principios krausistas (Heredia Soriano 115).

Galdós y Valle-Inclán eligieron dar comienzo a La corte de los milagros, La de los tristes destinos y España sin rey en una parte de la historia en que el lector percatado sabría de antemano que existía gran polémica en torno a la Reina y cuya Monarquía tambaleaba. A ese lector/a no le sorprendería el sentimiento antimonárquico visible en las actuaciones de los personajes que se palpa desde el inicio de las tres novelas, porque viene a confirmar el tenor de los tiempos. El lector no informado, por otra parte, puede llevarse una ligera sorpresa, sobre todo con las obras de Galdós, al creer que en la novela histórica no debía ver lo que parece una actitud claramente partidista por parte del autor. Fernández Prieto, recordamos, afirma que el modelo galdosiano de novela histórica se basa en un afán por impartir una lección histórica:

...construcción de una diégesis verosímil y en una intencionalidad didáctico-informativa (se pretende enseñar historia a los lectores)... y en la preferencia por narradores fidedignos, competentes y creíbles, que autentifican lo narrado como realmente sucedido (115).

En La de los tristes destinos, la primera vez que aparece la Reina, tiene “...los ojos del absoluto desengaño, los ojos de un alma que ha venido a parar en el conocimiento enciclopédico de cuantos estímulos están vedados a la inocencia” (641). A renglón seguido se la describe como “perezosa y mañanista” (642). Valle-Inclán nos muestra a una Reina que sabe lo que pasa a su alrededor, aunque luego dudaremos si es consciente, o no, de su inminente fin, “En este año de la Rosa de Oro se amargaba con la duda de que muchos españoles habían dejado de quererla” (21).

Ambos autores rápidamente dan comienzo no solamente a una exposición, sino a una valoración de unos hechos que verifican la presión ejercida sobre la Reina para que deje el trono, y los comportamientos de ella que posiblemente la hayan llevado a ello. Una señal del rápido deshilachamiento del poder real es la forma en que ella es presentada al lector, tanto de forma física como de forma psíquica. Se ve a una Reina cuyo cuerpo refleja el peso de los años; es “...chungona y jamona” según Valle-Inclán (18). Está a punto de desmayarse después de la ceremonia de la Rosa de Oro, por tener el corsé demasiado apretado. Literal y figurativamente no aguanta las presiones en torno a ella, y como no se aflojen un poco, va a reventar. Dice su criada Pepita, “No me extraña con tanta opresión de talle” (12). La Reina, no obstante, prefiere dar la espalda al creciente fervor antimonárquico en torno a ella, se mantiene en el “estrecho corsé” del exagerado comportamiento unido a su esfuerzo por ganar la simpatía de la gente, pero que a la larga le dio tanta mala fama. Es un personaje que vive al filo de la sospecha, quiere echárselas de buena, y a la vez seguir siendo la figura lujuriosa de siempre, y está a punto de ser desbancada por ello. El camaleónico Adolfo Bonifaz intuye que puede ser nombrado a un puesto importante en la corte, pero tendrá que dorarle la píldora a la Reina y hacer las jugadas necesarias. Bailan los dos y le susurra ella:

—Me gusta bailar contigo porque me llevas muy bien.

La voz tenía una intimidad insinuante. Adolfito, advertido, estrechó el talle matronil de la Señora:

—Vuestra majestad me honra en extremo.

La reina de España, encendida y risueña, juntó los labios con cálido murmullo:

—Voy a tenerte muy cerca... He pedido un puesto para ti en la nueva combinación de cargos palatinos (26).

En La de los tristes destinos, un cortesano en presencia de la Isabel “fijóse... en la creciente gordura de la reina. Las formas abultadas algo fofas iban embotando su esbeltez y agarbanzando su realeza” (641). Pero aparte de contadas intervenciones, a la Reina no se la ve físicamente mucho en ninguna de las tres narraciones aquí puestas a consideración, pero al lector no le hace falta verla para saber que un sentimiento antagónico a ella recorre las novelas. Un momento que destaca la situación apremiante en la que la Monarquía se encuentra, lo ilustra la misma Reina cuando ella es informada de la enfermedad aguda de González Bravo. El primer impulso que tiene al percatarse de la muerte inminente de él es echar mano a las muletillas de siempre, “Dios no abandonará a España ni a su Reina”. Pero como si augurara que ella también será purgada en breve, le exhorta al médico, “¡Una sangría a tiempo hace milagros” (25). El hecho de que Valle-Inclán optara por introducir a un personaje tan polémico como González Bravo, prácticamente el estandarte del reaccionarismo isabelino contra el movimiento constitucionalista, muestra al lector a una Reina enfrentada a su pueblo, y enfatiza el agudo estado de relaciones que atravesaba la Monarquía con un sector importante de la sociedad española.

Ramón del Valle-Inclán
Ramón del Valle-Inclán.

Para poder comprender con más claridad cómo tanto Galdós como Valle-Inclán estructuran su argumento en contra de la Reina, y por tanto la Monarquía en sí, puede ser ilustrativo contemplar las actuaciones de personajes de distintas clases socioeconómicas y oficios, tanto monárquicos como republicanos. La de los tristes destinos, la única de las tres novelas que se remonta a un tiempo anterior a 1868, se inicia con el motín fallido de San Gil en junio de 1866. Los primeros personajes que aparecen se compadecen de los militares que han intentado llevar a cabo el golpe. Una tal Pepa, parte de “aquella plebe” reunida para presenciar la muerte de los sargentos implicados, habla de Simón Paternina, uno de los sublevados que se morirá fusilado, y quien “...va con el alma tan limpio como los tuétanos del oro, y Dios le dirá: ‘Ven a mi lado, hijo mío, siéntate’ ” (636). Pepa forma parte de “El buen pueblo de Madrid” (635) que repudia el comportamiento áspero y cruel de la Reina para con los golpistas. Otra señora, la Zorrera, quien está enamorada de Simón, espeta, “Confiábamos en que Isabel perdonaría... Para perdonar la tenemos. ¡Bien la perdonamos a ella, a ella, Cristo!... Tu justicia me da asco” (637).

Galdós considera la intentona golpista un acto heroico e inmediatamente lo contrasta con el comportamiento soez de Malrecado, policía secreto, símbolo de la duplicidad de esta última recta fracasada de la Monarquía de Isabel II. Se deja claro que este hombre se ha ganado la vida delatando a opositores considerados peligrosos a la Reina:

...de su empleo había hecho una granjería sorda, que sin ruido, le daba para vivir desahogadamente, ocultando su bienestar debajo de una mala capa... En la política brutalmente antagónica de aquellos tiempos hallaba campo doble para espigar el fruto (639).

Un intercambio que tiene Malrecado con la Zorrera y Pepa termina estando él en desventaja y Galdós enseñándonos el vigor del pueblo. La Zorrera le espeta, “...te digo que sin vergüenza se puede vivir, pero sin conciencia no, ya lo sabes” (638).

Al igual que Galdós, Valle-Inclán también se solidariza con el hombre común y se manifiesta abiertamente en contra del privilegio que representa la Monarquía. Hay numerosas ocasiones en que parece hacer una manifestación de principios a favor del pueblo que él describe como un colectivo castigado injustamente. Pinto Viroque, “desertor de presidio, contrabandista y cuatrero”, es un personaje cuyos atributos personales en otras circunstancias podrían despertar antipatía en el lector. De la mano de Valle-Inclán, de lo contrario, demuestra virtudes claras que se oponen a la España encabezada por la Reina:

La ley de Dios es la igualdad entre los hombres... Un mundo bien gobernado no permitiría herencias. Allí todos a ganarse la vida, cada cual con su industria. ¡Ya subirían los más despiertos!... ¡Si a los ricos no les alcanza nunca el escarmiento, por fuerza tienen que ser más delincuentes que nosotros! (99).

La miseria del pueblo bajo Isabel está encarnada en el tío Juanes, labrador, que:

...sentía más honda la cotidiana pesadumbre de la vejez esclava de las labranzas sin levantar jamás cabeza. ¡Castigo del fisco! ¡Castigo del amo! ¡Y en última instancia, el sin fin de calamidades que se le ocurra ordenar al Padre Celestial! ¡Unos hartazgo, y otros tan poco... El viejo pardo, por el hilo de sus cavilaciones y recelos, deducía el monstruo de una revolución social (127-128).

Por otra parte, la clase dirigente no vislumbraba la revolución popular ni la instalación de otro tipo de sistema político como no fuera por vías de un pronunciamiento. Se cree que la abdicación de Isabel II en su hijo Alfonso XII, acontecimiento que no se produjo en 1868, evitaría el caos social y político. Una conversación entre dos monárquicos, el Marqués de Redín y la Marquesa Carolina, pone de manifiesto la idea de que siempre iba a haber Monarquía en España. El Marqués de Redín responde a la interrogante de la Marquesa si habrá revolución popular o no, “El pueblo no tiene recuerdo de una vida mejor, y sus pocas luces no le permiten crear el concepto” (221).

Tanto las dificultades del pueblo, como las de la Reina, tienen como fulcro la Iglesia, que presumiblemente apoya a una parte, la Reina, y se opone a otra, el pueblo. Tanto es así que Galdós hace de la cuestión religiosa uno de los ejes de su obra en general, y específicamente de España sin rey. Valle-Inclán también sitúa su argumento principal en torno a la relación entre la Corona y la Iglesia. Este punto de precario equilibrio se ejemplifica con la concesión del Papa de la Rosa de Oro a la Reina que, “...bendice... las altas prendas y ejemplares virtudes de la Reina Nuestra Señora” (9). Valle-Inclán hace que estas virtudes desaparezcan, presumiblemente por falsas, cuando la proclamación del Santo Padre felicitando a la Reina por sus “...egregios méritos... subían en ampulosas volutas con el humo de los incensarios” (11). Si se contrasta la efímera naturaleza religiosa de Isabel con una expresión mucho más llana de sus “súbditos”, se aprecia la genuinidad de éstos. De la ya mencionada Zorrera de Galdós oímos, “Isabel, ponte en guardia, que si tus amenes llegan al cielo, los míos también...” (639).

Tanto Galdós como Valle-Inclán obligan al lector a lidiar con una doble vertiente; por un lado el retrato de una Reina buena pero inepta, incomprendida por sus súbditos y rodeada por asesores religiosos de calaña dudosa; “Mi deseo es hacer la felicidad de los españoles y que ellos me quieran. Pero esto debe ser algo muy malo, porque sólo recibo ingratitudes” (19). Por parte se ve a una monarca rencorosa; cuando Narváez la intenta asesorar, la Reina no hace caso y dice, “Me traes la cabeza del que disienta” (17). En cualquier caso, desde un principio Galdós y Valle-Inclán dejan entrever su oposición a la figura de la Reina y de esa manera recubren las narraciones con un barniz antimonárquico. Los dos autores enfatizan comportamientos de Isabel II que dejan entrever esa oposición, primero a su persona, y luego a toda la institución de la Monarquía.

En todo lo referente a la desaprobación que Galdós y Valle-Inclán profieren hacia no solamente Isabel II pero también a la Monarquía en general, la estrechísima relación que la Iglesia mantenía con la Corte figura en primer plano. En la figura de Sor Patrocinio se ve el símbolo por antonomasia del asesoramiento equivocado que la Iglesia daba a la Monarquía. La fusión de historia y ficción toma en esa monja unas dimensiones importantes, demostrando la naturaleza anacrónica de dos de las instituciones más presentes en la historia de España, la Iglesia y la Monarquía. Isabel II quiere reinar, pero tan debilitado está su mando que sabe que depende hasta un nivel patológico de asesores enigmáticos como “La monja de las llagas”. En una ocasión muy sonada en La corte de los milagros, Sor Patrocinio deja a la Reina una nota atada con una cinta de azucenas. En ella ha escrito todos los nombramientos y destituciones que le parecen oportunos en el gobierno que ha de formar la Reina, junto con supresiones de libros y periódicos que “ofenden” a la Iglesia. Un recado al final del comunicado deja ver que a la Reina no le queda ningún papel relevante, “En ocasión oportuna será cambiado todo el Gobierno”. Valle-Inclán hunde irremediablemente cualquier posibilidad de protagonismo para la Reina con el siguiente remate: “Doña Isabel entornó los ojos. Sentíase feliz. ¡Quedaba aplazado el cambio político” (237).

El mensaje que Galdós y Valle-Inclán transmiten es que la sociedad debe moverse hacia nuevos paraderos políticos para renovarse. La renovación, entonces, es lo más esencial. Pero si la Corona está irremediablemente ligada a la Iglesia, resulta claro que no habrá cambio, sino estancamiento. Tengamos en consideración la actuación del Marqués de Beramendi, uno de los personajes más importantes de Galdós con protagonismo especialmente importante en un Episodio nacional anterior en la cuarta serie, La Revolución de Julio. Este adepto a la Monarquía reviste un alto grado de sofisticación y resume cualidades para el lector de sensatez y lógica; es la clara excepción en el desfile del circo monárquico. Por eso cobra especial importancia su opinión de que tiene que haber una separación entre la Monarquía y la línea demasiado ortodoxa de la Iglesia encarnada en personajes como Sor Patrocinio. Cuando Beramendi piensa en el Rey, cree que tiene que ser una persona ilustrada y que “[h]ay que desentumecer, hay que sanear, penetrar en el palacio con un largo plumero y quitar las telarañas que ha tejido en los altos y bajos rincones el genio teocrático” (678). En Beramendi vemos dotes que casi ningún otro monárquico en estas tres novelas tiene; cree en la institución de la Monarquía pero rechaza totalmente los esquemas actuales encarnados en Isabel II. El siguiente fragmento ilustra mi punto, no obstante que Galdós, en el fondo, da la espalda a la Monarquía, sencillamente porque no permite un reparto ni remotamente igualitario del poder; y así las ideas productivas y beneficiosas para el país no pueden prosperar. A Isabel II hay que elogiarla y eso significa taparle la verdad: “Ninguno de los que venimos a rendirte acatamiento te ofrecemos la verdad, porque te asustarías de oírla... Recibe, pues, bondadosa Isabel, el homenaje de mis doradas mentiras” (680-681).

La solución estaría en el Príncipe Alfonso y en una educación progresista para él, capaz de llevar a cabo, como dice Beramendi en conversación con un historiador que se propone escribir la historia del reinado de Alfonso antes de que ocurra, “...ese saneamiento del alma nacional” (669). La respuesta no se deja esperar. Beramendi pasa una mañana con el Príncipe en Palacio y observa que a pesar de sus dotes de inteligencia “...se le cría para idiota; en vez de ilustrarle, le embrutecen; en vez de abrirle los ojos a la ciencia, a la vida y a la Naturaleza, se los cierran para que su alma tierna ahonde en las tinieblas y se apaciente en la ignorancia” (676). El hijo de Beramendi, “Tinito”, es invitado a Palacio a jugar con Alfonso. Cuando vuelve a casa lleva las noticias, que aunque inocentes y de boca de un niño, no dejan de augurar, igual que la opinión de su padre, que la Monarquía nunca será una institución capaz de llevar a España por buen camino: “Alfonso no sabe nada. No le enseñan más que religión y armas” (672). Tanto Galdós como Valle-Inclán observaban que la tradición que ligaba inextricablemente a la Monarquía con la Iglesia no podía dar a España el cambio que venía siendo necesario en la sociedad.

Monárquicos como Beramendi son la excepción; y generalmente los que segundan a la Reina carecen del raciocinio necesario para llevar al país adelante, y comparten con la Reina un fervor religioso/moral excesivo que al trasluz se ve hueco de sustancia. El monárquico por antonomasia en esa novela es Wilfredo Romarate, y al igual que otros que refrendan el proyecto moribundo de Isabel II, le vemos con comportamientos raros. Al principio de la narración se escandaliza de que la marquesa, que regenta la pensión en que vive, lea Los miserables, de Víctor Hugo: “Aquí tenéis vuestras obras, revolucionarios: ved la sentina de vuestra España con honra” (775). Galdós no se deja engañar y rápidamente pone en jaque la moralina de él, “Su caballerosidad y catolicismo no le estorbaban para distraerse viendo las nenas guapas” en su paseo vespertino (775). Se da a entender que, a lo largo de la historia de España, los conservadores que apoyan a la Reina han equiparado el supuesto correcto comportamiento social con la moral, y por consiguiente, con la corrección política. Galdós cree que esta forma de ver y entender la vida es equivocada, proporcionando numerosos ejemplos de ello. En una ocasión Romarate se ha encargado de salvar el honor de una señorita, una tal Fernandita, de las garras corruptoras de un senador constitucionalista, Juan de Urríes. Según Romarate esta “falta” de moralidad encarnada en el senador, es culpa del liberalismo antimonárquico, proveniente de Francia, “De aquel innoble desaguisado tenían la culpa la Enciclopedia, Voltaire, D’Alambert y toda la taifa precursora y actora de la infernal Revolución francesa” (777).

Romarate es incapaz de ver nada provechoso en el proyecto liberal. Su obcecación por encontrar defectos no permite que vea con claridad las ideas fructíferas que ofrecen los liberales, y su terquedad termina por resultarle enojosa al lector. Esto se manifiesta en España sin rey, novela en la que una parte importante del argumento gira en torno a la cuestión religiosa y en el nuevo proyecto constitucionalista. El enfrentamiento entre liberales y conservadores le permite al lector ver con claridad el anticlericalismo de Galdós que, en este caso, se convierte en su oposición a la Monarquía. Romarate asiste a la sesión en las Cortes en que el cura Vicente Manterola y Emilio Castelar discuten la posibilidad de llevar a cabo constitucionalmente una provisión para la libertad de cultos, hecho real que ocurrió en octubre de 1868. Galdós decide que el lector lo verá bajo el prisma de Romarate. A pesar de las habilidades discursivas del cura, es arrollado por su contrincante, parlamentario aclamado. Romarate queda embelesado con su discurso, pero lo desecha alegando que Castelar ha empleado artes de seducción oratoria para meter a los oyentes en su bote ideológico, así dividiendo la opinión pública a favor de la libertad de cultos:

A la impresión producida por el sublime estruendo y los fulgores de aquella tormenta oratoria, se unía, para desconcertarle más, la consternación que le causara el ver al orador republicano aplaudido y aclamado por tan diversa gente. Los diputados todos, casi sin excepción, corrieron a felicitarle (792).

El narrador irónicamente contrapone el “magnetismo” de Castelar con el gran entusiasmo que despierta en los que le han escuchado en la cámara, para lograr que su argumento a favor del republicanismo tenga más peso: “Castelar era un gran magnetizador de gentes, y, por tanto, un inmenso peligro para la paz pública” (792). Al atacar la inamovilidad de la Iglesia y su empeño en no aceptar que la sociedad española se haga más pluralista, de soslayo se posiciona en contra de la Monarquía, institución que se alía estrechamente con la Iglesia. El empeñado monárquico Romarate ve que se queda solo al apoyar el statu quo.

Siendo liberales, Galdós y Valle-Inclán se avalaron en algunos casos de la descalificación en la construcción de sus personajes, esto para convencer al lector de que había que cambiar de sistema. Este es el caso de Romarate, quien acaba por resultarle patético al lector, pero definitivamente no es el de Beramendi, cuya perspicacia despierta simpatía y cuyo razonamiento termina por reforzar la posición de Galdós. Así, no se puede decir que nuestros autores únicamente cayeron en la estratagema fácil de la construcción de una imagen negativa para los personajes monárquicos y positiva para los liberales. Valle-Inclán y Galdós evidentemente tenían en su mano todos las herramientas lingüísticas necesarias para malear a su gusto a sus personajes, pero eligen, a mi juicio, apoyarse en la razón para construir su argumento.

Una hábil yuxtaposición de fuerzas pone de manifiesto que no son únicamente los liberales los que quieren un cambio. Vemos a Luis González Bravo, ministro de Gobernación en la última etapa del reinado de Isabel II, figura relacionada con la represión, despachar con el Rey Don Francisco, a quien Valle-Inclán describe como “un fantoche que sale al tablado vestido con manto y corona de rey de baraja” (241). González Bravo “...sentía un acre y profundo desprecio: sin matices, incluía en un mismo juicio pesimista y asqueado a toda la Real familia” (237). Sabiendo que González Bravo tomaba las riendas de gobernación de la Monarquía, su pensamiento toma un relieve especialmente agudo; ni Isabel, ni Alfonso, el símbolo de un posible futuro de la Monarquía, valen para gobernar. Por tanto, hasta los más cercanos a la Monarquía dudan de su viabilidad. Y aunque es sabido que González Bravo se pasó a apoyar a los Carlistas, y que seguía siendo monárquico, de sobra ha demostrado la historia que el Carlismo tuvo pocas posibilidades de ascender al poder real. Valle-Inclán adelanta lo que para él sería el futuro de España bajo el pretendiente Carlos. Uno afirma que si asciende al poder real “suprimiría las elecciones”, a lo que contesta otro:

Pues es lo que necesita España. Las elecciones y el reparto de los consumos son causa de todas las querellas en los pueblos... El diputado tiene que amparar a sus amigos, y el hombre más justo, cuando sabe que la ley no le alcanza, pierde pie en la buena conducta, y tenemos que el santo se vuelve diablo; las elecciones son la perdición de España (168).

No es que le falte toda la razón al que habla; efectivamente la corrupción política y los intereses creados a raíz de ella son males endémicos en todos los sistemas políticos. No obstante, importa más tener en consideración que desde el punto de mira futuro del que disponían Galdós y Valle-Inclán, elecciones y un cambio político les parecían esenciales. Hablando de Primo de Rivera, Valle-Inclán opina:

España se alegró al verle llegar al Poder porque prometió acabar con los viejos políticos. Claro que aquel pobre Primo de Rivera no se daba cuenta de que era imposible aislar a la Monarquía de esos viejos políticos, y que al caer éstos fatalmente tendría que caer aquel que les había capacitado para gobernar (Dougherty 206).

La fuerza del argumento de Galdós y Valle-Inclán no reside en la descalificación, sino en la oposición a la Monarquía que reside en la razón. Una gran parte del argumento racional que proponen para respaldar el proyecto liberal se encuentra en las acciones y palabras del pueblo, especialmente encarnados en los personajes de Vicente Halconero, de Santiago Ibero y de Teresa Villaescusa. Ibero viene a representar la fuerza y el vigor de la revolución; Halconero, las ideas detrás de ella, y Villaescusa la mujer ascendente que borra viejos esquemas sociales. El hecho de que Vicente Halconero sea cojo de ninguna manera refleja metafóricamente alguna debilidad de ideas, sino más bien la lucha contra fuerzas que están sólidamente atrincheradas en España, la Monarquía y la Iglesia, y que, de momento, hacen cojear a uno. En contraste con el Príncipe Alfonso, Halconero es un niño de 13 años muy leído e instruido en historia, cuyas lecciones le han alejado de las duplicidades de la Iglesia y de Reyes que se asocian demasiado con ella, como Isabel II, a quien considera “imposible” (649). Hablando de Felipe II opina: “No me gusta tanto por ser muy arrimado a la Inquisición y al tostadero de herejes” (647). Su relación con Santiago Ibero completa la ecuación liberal deseada, ideas y acción. En conversación Vicente Halconero con su amigo Santiago Ibero, es de admirar cómo Galdós legitima el ideario de un niño de 13 años: “Y con este ardiente estilo y convicción siguió derramando su saber, que, al propio tiempo era enseñanza y deleite para el gran Ibero” (647).

A su vez, Santiago Ibero es la materialización de la fuerza, y en su relación con Teresa Villaescusa se vislumbra la identidad nueva que ha de tener la sociedad española construida en base de la sensatez. Un colega revolucionario, Lagier, asesora a la pareja, “Reconstruid vuestras personas con actos buenos, con actos independientes de los dogmas, y que arranquen de la pura conciencia” (734). A pesar del pasado algo borrascoso de Villaescusa, ella e Ibero viven sólo mirando el futuro con “...inquebrantable lazo de matrimonio libre, sin reparo ninguno de los antecedentes de ella y de sus pasados extravíos” (734). Ella es una mujer en alza, lo que se contrasta con la debilidad de Isabel II; “...iba resultando [Teresa] una mujer de altas ideas, de corazón tan grande como las gigantescas moles del cercano Pirineo” (686), contrapuesta a Isabel, “La bondadosa reina sin seso” (710).

En los personajes de Teresa Villaescusa y Santiago Ibero, Galdós intenta hacer un emparejamiento entre libertad política y libertad social en todos los sentidos, tanto en la reconciliación con sus familias de las que se han separado por sus ideas políticas, como en la reconciliación del país. La fuerza imparable de las ideas, aunque a plazo corto no surtan su efecto deseado, es lo esencial. A medida que la revolución, encabezaba por Prim, avanza hacia Madrid, se verifica su empuje y aceptación: “No había razón ni afecto que impidiesen ya la formidable porfía entre las instituciones caducas, el pueblo que proclamaba con pujanza y estruendo sus derechos seculares” (736).

Se ha visto que lejos de ser relatos de “figuras y sucesos”, La de los tristes destinos y España sin rey pretendían ser tanto reflexiones históricas sobre las fechas inmediatamente en torno a 1868, como hojas de ruta para la España del siglo XX en la que escribía Galdós. El lector puede instruirse sucintamente sobre algunos de los momentos estelares de ese momento, la lucha entre el proyecto liberal y una Iglesia emparejada con la Monarquía; al mismo tiempo comprendiendo que esos problemas aún no se habían resuelto satisfactoriamente cuando el gran cronista escribía. Galdós hábilmente recreó el comportamiento ineficaz de Isabel II y sus asesores y la inviabilidad de una Monarquía tan estrechamente ligada con una Iglesia inamovible, para sugerir que España aún estaba en vías de encontrarse. Resulta claro que ése era también el plan de Valle-Inclán cuando escribió La corte de los milagros. Lejos de aportar un eslabón más en la cadena de novelas históricas que se atañen únicamente a un período específico, estas novelas están diseñadas para resaltar formas de ser, actitudes y las ideas operantes que hacen que una nación prospere o fracase. Es notorio que al final de cuentas, ni Galdós ni Valle-Inclán se muestran muy optimistas en este respecto. Apoyan claramente al proyecto liberal, pero en el fondo saben que aún queda un camino pedregoso por recorrer. Santiago Ibero y Teresa Villaescusa se quedan en Francia, decepcionados con la dirección del país. Desde Hendaya y mirando hacia España grita Ibero, “Adiós, España con honra. Nos hemos muerto... Adiós, que te diviertas mucho. No te acuerdes de nosotros” (758). Valle-Inclán, a su vez, confiere el mismo pesimismo a su novela. A pesar de la primavera que llega con su despertar habitual, se ve al Rey Consorte, ya visto en todo su esplendor como la antítesis del paladín que le pudiera venir bien al país, con “...su flato de añejas conjuras” (248). La monarquía tenía que morir y esa muerte queda como la única esperanza para España.

 

Notas

  1. Véase el artículo de Amparo de Juan Balfour en el que recoge numerosas reseñas periodísticas de La corte de los milagros en fechas cercanas a su primera publicación.
  2. En una entrevista concedida a un periodista de El Sol de Madrid en 1931, Valle-Inclán se muestra entusiasmado con el proyecto republicano:
    Sí, creo que lo más urgente, lo que inmediatamente debe preocuparnos, es hacer la República. La República no está hecha todavía... Y para ello hay que elegir los hombres que deben y pueden asumir esa responsabilidad. ¿Cuáles son? ¿Acaso los republicanos que antes sirvieron a la Monarquía y que en ese servicio fracasaron? Si esos hombres no supieron gobernar victoriosamente en condiciones mucho más favorables que las actuales, o sea dentro del cuadro político de un régimen secular, ¿qué confianza podrían inspirar al pueblo en estas horas en que hay que crear toda una nueva España? (Dougherty 201)
  3. En una reseña de la obra de 1927 Juan de la Encina lo advierte:
    Parece que D. Ramón emprende ahora su más vasta empresa literaria. Según anuncia, El ruedo ibérico se compondrá de tres series de novelas en trilogía: Los amenes de un reinado, Aleluyas de la Gloriosa y La restauración borbónica. En total, nueve novelas, históricas por el tema, que abarcarán lo más típico de la vida española en la segunda mitad del siglo XIX (De Juan Balfour 709).

 

Obras citadas

  • De Juan Balfour, Amparo. “La resurrección de Valle Inclán: Primera recepción de La corte de los milagros”. Anales de la literatura española contemporánea (29) 3, 2004: 115-177.
  • Dendle, Brian. Galdós: The Mature Thought. Lexington: The University Press of Kentucky. 1980.
  • Dougherty, Dru. Un Valle-Inclán olvidado. Madrid: Espiral/Fundamentos, 1982.
  • Fernández Prieto, Celia. “La ruptura con la tradición genérica de la novela histórica: análisis de La corte de los milagros de Valle-Inclán”. Tropelia: Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (7-8) 1997: 115-130.
  • Heredia Soriano, Antonio. “El krausismo español y la cuestión nacional”. Enrahonar (16) 1990: 105-122.
  • Lida, Clara. “Galdós y los Episodios nacionales: una historia del liberalismo español”. Anales Galdosianos, III, 1968 (http://bit.ly/dRFAUW).
    —. “La prensa ante la Revolución de 1868”. La revolución de 1868: historia, pensamiento, literatura. New York: Las Américas: 293-310.
  • Martínez Sanz, José Luis y Melchor Salaya Álvarez. “1874: ¿Hacia la República conservadora o hacia la Monarquía?”. Aportes (9) 1988: 31-39.
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  • Pérez Galdós, Benito. España sin rey. Obras completas, Tomo III. Madrid: Aguilar, 1963.
    —. La de los tristes destinos. Obras completas, Tomo III. Madrid: Aguilar, 1963.
  • Proclama de los sublevados en Cádiz en septiembre de 1868 (http://bit.ly/dSUFWW).
  • Valle-Inclán, Ramón María. El ruedo ibérico: La corte de los milagros. Madrid: Espasa Calpe, 1961.
  • Vilarnovo Caamaño, Antonio. “El realismo esperpéntico en La corte de los milagros”. Revista del Instituto de Lengua y Cultura Españoles (3) 2, 1987:293-309.
  • Vilches, Jorge. “La propaganda republicana: la monarquía contra el pueblo. El caso de Isabel II (1854-1931)”. Historia y política (18), 2007: 231-253.
  • Zavala, Iris. “Historia y literatura en El ruedo ibérico”. La revolución de 1868: historia, pensamiento, literatura. New York: Las Américas: 425-449.