Letras
Heraldos que la muerte manda

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Certeza de muerte. Lo repetiré una vez, ahora en voz alta: certeza de muerte. Soy una mujer de vocabulario amplio y nada pierdo al admitir que jamás he tenido dificultades con las palabras; mi profesión, por otro lado, siempre ha realizado genuinos aportes. Pero lo cierto es que no encuentro ningún otro modo valedero de explicar esto que siento desde la mañana, desde el momento mismo en que puse un pie fuera de la cama y me dispuse a comenzar el día: certeza de muerte. La siento, la olfateo, la percibo en las yemas de los dedos con una seguridad que asusta.

No hubo un sueño o una pesadilla, en lo absoluto; fue una convicción que llegó desde el centro de la nada justo un minuto después de abrir los ojos y de arrojar un manotazo sobre el botoncito dorado del reloj despertador.

¿Qué hacer con esta certidumbre que no sabe encaminarse? ¿Seguir con ella, como si nada? ¿Seguir la vida así, sencillamente? ¿Decirse y repetirse lo obvio hasta el hartazgo, ya que, en efecto, nada justificado hay entre mis manos que sirva como sello, como sentencia para una idea tan abrupta y descabellada? Cumplo hoy treinta y ocho años, y quiero dejar debidamente asentado que no es ésta, precisamente, mi fantasía sobre un buen comienzo de festejos.

Insistiré en algo: si la certeza pudiese ser anulada como cualquier otro pensamiento estúpido de los varios que cruzan mi cabeza diariamente, entonces sí, todo sería fácil, todo resuelto con el desayuno, por ejemplo: café bien negro y mucho apuro y una tostada de pan de centeno a medio masticar; salir entonces, casi correr hacia el colegio como todos los días, seguir siendo una vez más la profesora Cristina Schusterheld, licenciada en letras recibida en la Universidad de Buenos Aires, cabello castaño claro, un metro sesenta y siete de estatura, simpática, mujer aún bastante apetecible, en fin, si es que vamos a decidir que resulta posible hablar con total honestidad.

Pienso ahora, y no sé por qué razón, en Vallejo. Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; o los heraldos negros que nos manda la muerte. ¿Por qué razón pienso ahora en Vallejo? Mis alumnos nunca piensan en Vallejo; de hecho, mis alumnos no podrían diferenciarlo de Lope de Vega, de Nicolás Guillén o de Quevedo. Porque mis alumnos detestan la literatura y, sobre todo, detestan la poesía. Vaya usted y regáleles un poco de Metallica, de Ramones, de Megadeath... vaya usted y verá, pues, con qué facilidad se abren las puertas de la otra galaxia.

Yo, entonces, Cristina Schusterheld, no debo morir; yo, entonces, Cristina Schusterheld, no puedo morir. ¿Quién, de otro modo, intentará traer un poco a esta galaxia a todas esas chicas y a todos esos muchachos? Suena a omnipotencia, pero es estricto terror.

Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; o los heraldos negros que nos manda la muerte. No. No es el momento adecuado para pensar en Vallejo, ni es el momento adecuado para seguir rumiando alrededor de la certeza: éste es, ni más ni menos, el adecuado momento en que no hay que morir.

Claro que si todo funcionara de una manera tan sencilla, si sólo bastara con alejar a Vallejo y a los malos presagios, entonces no sería para nada necesario recurrir a esta batería de veloces e insensatas decisiones: escapar del departamento, salir a la calle, detener el primer taxi, decirle al chofer como en un sueño: A la estación Constitución.

A Constitución, caramba. ¿Y por qué no al Obelisco, a la Plaza Irlanda, o a algún barcito perdido en la zona de Puerto Madero? ¿Por qué a la estación Constitución?

Serán tal vez los potros de bárbaros atilas.

—Todo esto no tiene la menor lógica —pienso ahora frente a la ventanilla de la ampulosa es­tación de trenes, mientras compro un boleto que me llevará a cual­­­quier parte del sur del Gran Buenos Aires, sabiendo sin embargo que todo, sí, tiene una lógica de hierro que no puedo explicar.

El andén es largo y el pitido del guarda perturba como un latigazo. Certeza de muerte; honda, incalificable, casi conmovedora certeza de muerte.

Ése es el tren, me digo.

La sensación transita ahora mi estómago y allí queda instalada, adormilándose, gato indeseable que no tiene intenciones de moverse.

El último tren, me digo.

Entonces corro, corro como nunca, dentro de esta extraña y novedosa forma de festejar un cumpleaños; corro porque en cualquier momento se sellarán las puertas automáticas, el tren comenzará a moverse lentamente y todo eso significará un final de chance, un túnel cerrado, un punto para la única posibilidad de seguir viva.

O los heraldos negros que nos manda la muerte.

¿Qué pueden importar, pues, los pulmones a punto de estallar, el corazón hirviente o el tirón en la pierna derecha (desacostumbrada a tales rigores) si las puertas se han cerrado con un golpe dictatorial, la formación se ha puesto en marcha y el último vagón, que estaba ahí, ahí nomás, a tan pocos metros, está ahora escapando, está ahora yéndose como una fiesta que llega a su fin, como un fuego que declina, como un día que resbala hacia la noche?

Debo frenar el paso, ya no hay remedio, hay que caminar de a poco, cada vez más despacio, cada vez más lentamente, para recuperar aire. El tren es ahora casi un recuerdo, absolutamente inaborda­ble, yéndose... yéndose... solamente el silencio abarcándolo todo.

Sin embargo, y después de parpadear dos o tres veces, comienzo a sospechar que toda la escena, bien mirada, podría resultar algo hasta con cierto perfil gracioso: yo, la adusta profesora de chicos que ignoran a Vallejo, aquí, ahora, de pie, cara de imbécil en un andén desolado, respirando con agitación después de haber perdido un tren, un simple tren... Porque, hablemos con franqueza, Cristina, vamos: ¿puede existir alguien que se halle en condiciones de explicarte seriamente qué estás haciendo aquí?

Y ya casi estoy a punto de sonreír, de maldecir en voz bajita a César Vallejo y de emprender el regreso a casa, cuando advierto la mano apoyándose desde atrás en mi hombro, y la voz, femenina e intensa, diciendo:

—No se preocupe por la pérdida del tren, licenciada; alcanzarlo hubiese sido igualmente inútil.

Y entonces no necesito girar para comprender.