Letras
Rebeca y Samuel

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Todo había sucedido tan rápido desde el Bar Mitzvah de Samuel.

Ella mantenía aún la sensación corporal del momento de la foto que tenía ahora entre sus manos. Samuel con su quipá y su traje recién estrenado de pantalón largo la miraba por encima de la cabeza de una niña pelirroja como él. Ella, con su trajecito salmón prestado por la prima Sara, respondía a la mirada con una alegría que se le escapa del recuerdo y una promesa de exclusividad que fue verdad. Ambos tenían 13 años. La foto sesenta.

En cambio el último mes había sido tan lento. Todo tan lento y despacio.

Samuel la miraba con ojos enrojecidos desde un silencio inédito. Casi no se movía de su silloncito de paja y la miraba. Rebeca utilizaba pequeños argumentos, como la foto, para poder desviar la vista de los ojos de su marido. Algo le molestaba de esa mirada y ese silencio pues parecían reclamar para Samuel todo el dolor, todo el derecho al sufrimiento. Y si bien ella aceptaba desde hacía un mes mover la lenta circularidad de cada día, no dejaba de maldecir el aire que le permitía seguir viviendo, en cada respiración.

Pronto haría 4 años que Víctor los recibió con un abrazo a tres, en el aeropuerto de Barcelona. Habían sido siempre una familia pequeña, dos padres y un hijo. Samuel y Rebeca no tenían hermanos y los cuatro abuelos de Víctor habían muerto, allí en Argentina, antes de que él se salvara del servicio militar por tener los pies planos. O por ser judío. Para el caso daba igual.

Víctor había tenido unas cuantas novias, algunas judías, otras no. Solían ser buenas chicas, amables, trabajadoras, incluso alguna muy, muy bonita. Casi todas “entraron en casa” y, en todos los casos, habían sido bien recibidas. Sin embargo ninguna había tenido lo necesario para ampliar ese trío.

El día que Víctor cumplió los 37 años les anunció a sus padres que se iba a España. Muchas lágrimas y alguna sonrisa forzada rociaron las razones simples que argumentaba el hijo. La fotografía ya no era un buen oficio en un país que no podía reconocerse a sí mismo ni en las fotos, y la jubilación de Samuel hacía tiempo que era una macabra broma mensual.

Apenas unas semanas después Samuel y Rebeca bajaban de un taxi en la puerta de su pequeña vivienda del barrio de La Paternal. Sus piernas los llevaron directamente a la habitación de Víctor y allí se abrazaron apoyados en el quicio de la puerta sin cerradura.

Tres años después, vender la casa en la que nació Víctor a un precio indigno no fue difícil a finales de 2000. Samuel no comprendía ese pequeño montoncito de dólares a cambio de tantos inviernos entre aquellas paredes. Rebeca lo vivió mejor porque ese dinero la volvía a acercar a su único hijo. Apenas una decena de vecinos de toda la vida se acercaron a despedirlos en la puerta de la casa. Ninguno tenía coche pero todos recordaban el antiguo gesto de parar un taxi.

Samuel cogió del suelo una hoja del árbol que tantas veces había regado y casi sin darse cuenta el otoño porteño se convirtió en primavera barcelonesa.

Hacía muchos años que Samuel y Rebeca no pisaban una sinagoga en Buenos Aires, pero se sonrieron mutuamente sin comprender el porqué de ese alivio cuando Víctor les confirmó que había una en Barcelona. Nunca la visitaron y ya jamás lo harán.

A pesar de una cierta monotonía los sesenta años de la foto habían pasado tan rápido.

En cambio el último mes.

Como Víctor era un buen fotógrafo había logrado repetir en Barcelona su esquema de trabajo en Buenos Aires. Era su propio patrón y tanto hacía un casamiento, como un coche accidentado, un catálogo, una suplencia en un periódico o incluso, una vez, un seguimiento muy bien pagado por un detective privado.

El piso alquilado no era muy grande pero más que suficiente para los tres.

Sin embargo se agrandó bastante hace un año cuando una noche Julie entró por la puerta. Julie, una francesa dos años menor que Víctor, tenía aquello que no habían tenido todas las otras novias. Rebeca lo sintió en el momento de ser presentadas y su sensación no fue para nada desagradable. No había en Julie nada peligroso, simplemente era la cuarta. Era Julie. Rebeca sintió, sin haber sentido nunca lo contrario, que por primera vez podía compartir a su hijo con otra mujer.

Víctor seguiría pagando el alquiler del piso de sus padres y el que compartía con Julie. No había otra opción imaginable ya que cada mes Samuel se gastaba toda su jubilación llegada de Argentina invitando a su mujer y a su hijo a cenar en el restaurante “El Gaucho Martín Fierro”.

La vida familiar no sufrió grandes cambios. Como Julie trabajaba hasta las seis de la tarde, Víctor comía todos los días con sus padres y el trío-cuarteto mantenía un equilibrio envidiable.

Como palmípedos cautelosos Samuel y Rebeca salían cada día a hacer la compra por el barrio. Su natural humildad y simpatía resplandecía con la velocidad del rayo ante cualquier contacto social con los vecinos y proveedores. “Gracias por todo esto” se podía leer en sus sonrisas añosas y amarillentas.

Ahora hacía un mes que Samuel no salía. Ni sonreía.

Su sonrisa se cortó, como el aire en el pecho de Rebeca, cuando, hace un mes, le abrió la puerta a Julie. Desencajada, las mejillas húmedas hasta las orejas y el susto de suegros se convirtió en horror de padres cuando ella dijo: Víctor.

Un tiempo lento ya. Un coche amable y uniformado. Una sirena en la cabeza. Un espacio grande y frío. Nichos de aluminio. Una pequeña nevera que se abre. Víctor.

Rebeca no se explicó bien, en aquel momento, por qué lloraba así Samuel.

Tantas veces le había curado heridas a Víctor de pequeño delante de Samuel.

Ésta era pequeña, limpia, casi diminuta, en el pecho de Víctor. Al gesto espontáneo de tocarla para curarla, la herida se abrió y Rebeca cayó dentro de ella. Cayó, cayó y cayó hasta chocar con el silencioso corazón de su hijo.

Hacía un mes.

Rebeca, con la foto aún en la mano, seguía percibiendo el olor de Julie. El perfume de Julie. Hacía un rato habían estado abrazadas largamente. Julie no concebía Barcelona sin Víctor. No podía. Escribiría desde su ciudad. Tan lejos allí en Francia. Mandaría dinero para el alquiler y la comida durante un tiempo, el máximo que pudiera.

Adiós, Julie. También.

No había mucho para hacer. Cambiar la foto de sitio para que la siguiera rescatando de la mirada de Samuel. Llevarla en la mano de un sitio a otro. Acariciar la nuca de Samuel.

Y, tan lejos de todo, tan sin sentido todo, esperar.