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Bajo la mesa

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Se despierta como siempre después de la pesadilla, aovillada bajo las sábanas, el cuerpo tenso como el arco a punto de lanzar la flecha, los párpados y los dientes apretados, oliendo el miedo, debatiéndose entre el instinto de conservación y la tentación de dejarse atrapar y que todo acabe, al fin.

El sueño se inicia siempre en una recepción, un cóctel de etiqueta en el que se presenta con una indumentaria tan fuera de tono, un chándal viejo y deportivas sucias, que debería llamar la atención de los asistentes, pero para su sorpresa, pasa desapercibida. No sabe en qué momento la ha cogido, pero sostiene en las manos una copa de cava y se pasea por un salón de proporciones excesivas buscando a la mujer del traje sastre azul marino y la camisa blanca, la que se ha saltado el protocolo que impone el vestido largo para las féminas. No sabe por qué, pero ha de contactar con ella si quiere seguir viviendo. La ve al fondo, junto a la mesa de los aperitivos, saludando al anfitrión. Ella la ve también. Caminan una hacia otra. Con cada paso que dan la estancia parece dilatarse, propiciando una sensación de alejamiento contraria al fin que persiguen, sensación que acrecientan los obstáculos que siembran el camino de la mujer que ha desdeñado el protocolo: un camarero le ofrece canapés, un caballero de bigote choca con ella y se disculpa, una dama de cierta edad y peinado imposible intenta añadirla al grupo del que forma parte, consigue librarse de ella para caer, acto seguido, en manos de un hombrecillo de aspecto porcino y húmedo que le muestra un reloj de bolsillo. Y es entonces, al ver surgir de su chaleco ese reloj, cuando se da cuenta de que no les queda tiempo. Tiene que irse ya, el peligro es inminente. Se escabulle por la cocina donde, para su asombro, recoge a una joven asustada y llorosa, surgida de la misma nada en la que se ha extraviado la copa de cava que llevaba en la mano. Salen por la puerta trasera del edificio a un callejón oscuro y corren, corren con la lenta desesperación de los sueños, presintiendo la inminencia del hombre de negro. Al llegar a la calle principal el barrito de un elefante sabueso les hiela la sangre, corre tras ellas a una velocidad asombrosa, haciendo temblar la tierra, cada vez más cerca. La muchacha grita y se deja caer al suelo, aterrada. Ella tira de su brazo y la obliga a meterse en el aparcamiento subterráneo, una maniobra que pretende, sin éxito, despistar a los perseguidores. Antes de atravesar la primera planta un nuevo barrito confirma la inutilidad de su empeño. Descienden un piso más, acosadas por los pasos descomunales del elefante levantando el asfalto, aplastando los coches. Vuelven a subir, a bajar, a cruzar y descruzar, perdido ya el sentido de la orientación. Salen al exterior por una escalera apretada y retorcida y, por increíble que parezca, el elefante consigue salvar su estrechez, azuzado por el hombre de negro. Ahora están en una plaza, frente a un edificio ruinoso, entran en él y piden ayuda a gritos. Un anciano les franquea la puerta de su casa. Quiere ayudarlas a escapar hacia el jardín a través del ventanuco de la despensa, demasiado angosto para un paquidermo, demasiado reducido como para que ellas mismas lo rebasen sin esfuerzo. Un esfuerzo para el que no queda tiempo, porque un nuevo barrito y nuevas zancadas castigan el rellano, haciendo ondear el inmueble. Toman una decisión a la desesperada. La muchacha se esconde en la cocina, debajo de la fregadera, ella bajo una de las camas de la habitación doble. La otra la ocupará el anciano, que fingirá estar solo y dormido cuando el hombre de negro y su elefante asalten la casa. Ella se aovilla sobre las baldosas del piso y tira de la manta que cubre el lecho, áspera como saco de arpillera, para cerrar el espacio abierto entre somier y suelo, para taparse toda entera, y la aferra con dedos como sargentas. Otro barrito, un golpe tremendo y disforme, la puerta cae. El hombre de negro entra en la habitación encendiendo el silencio y susurra su nombre —“Manuela, Manuela”— para facilitar la labor del elefante que, estimulado por el reclamo, acerca su trompa a los bajos de la cama y la desliza con la desesperante lentitud de los sueños sobre la manta, succionándola en busca de su presa. Ella se encoge, el cuerpo tenso como el arco a punto de lanzar la flecha, los párpados y los dientes apretados, oliendo el miedo, debatiéndose entre el instinto de conservación y la tentación de dejarse atrapar y que todo acabe, al fin. Entonces se despierta.

Ahora es parecido, pero no es igual. Algo no encaja. No sabe si está encima o debajo de la cama, en su habitación o en esa pesadilla recurrente de los últimos meses. Quizás no ha despertado, porque algunos elementos siguen participando del sueño, como el frío de las baldosas del suelo traspasando su costado izquierdo o la lucha entre el deseo de escapar y la tentación de dejarse vencer. O sí que ha despertado, puesto que ha abierto los ojos desde el fondo de su escondite, y mientras la alucinación dura los mantiene cerrados. Ahora bien, en sus anteriores despertares las manos se agarran a la suavidad de las sábanas para que no dejen de esconderla toda entera, y no es este tejido el de sus sábanas, es más grueso, aunque sin llegar a la consistencia áspera de un saco de arpillera. Y, lo más perturbador de todo, tiene la certeza de no haber soñado. Recuerda la pesadilla sólo porque la conoce al dedillo, de tanto como se ha repetido en los últimos tiempos. Pero hoy, hoy no ha sucedido.

Necesitará algo de tiempo para retornar a la vigilia. De momento su conciencia, aún entre brumas, le indica que está en la cocina, debajo de la mesa, aovillada entre los pliegues del mantel, al que se aferran sus dedos como sargentas. Y empieza a recordar que se refugió allí poco después de que empezara el temporal, uno de los peores que le ha tocado vivir. No se explica cómo ha sido capaz de dormirse en una situación así, en medio de la tormenta. Si no se hubiera dejado vencer por el cansancio tendría una idea aproximada del estado real de las cosas, pero ha sido tan estúpida como para dormirse, y ahora no sabe a qué atenerse, no sabe si el peligro ha pasado o si se encuentra en el ojo del huracán, tan contundente es el silencio. La vajilla ha de estar a la fuerza hecha añicos, no recuerda haberla recogido antes de tirar del mantel para esconderse. Estará esparcida sobre el suelo. Si Paco la ve así, volverá a pegarla, como el día que se le rompió aquella copa de cristal que ganó jugando al chinchón. Y qué demonios habrá hecho Paco, se pregunta, qué estará haciendo en este momento. Quizás la observa con esa mirada torcida que se le puso durante el viaje de novios, cuando la gastroenteritis la dejó hecha un guiñapo, arruinando los planes de él, que tuvo que ahogar solito las penas en la barra del bar, pobrecillo, y ya nunca enderezó los ojos para contemplarla. Si no hubieran estado en un hotel, la habría pegado, seguro. No tardo mucho en hacerlo de todos modos, unos pocos meses. Tal vez espera que salga para propinarle una buena somanta. La idea la hace encogerse aun más bajo el mantel, oliendo el miedo, dudando entre quedarse allí escondida para siempre y salir y dejarse zurrar una vez más, la última con un poco de suerte. O a lo mejor la suerte no hace falta, porque esta vez el temporal ha sido de órdago. Aún tiene el pensamiento nublado, lo suficiente como para no recordarlo con pelos y señales, pero puede acordarse del viento haciendo volar servilletas, cubiertos, pucheros, recuerda el agua derramada, los golpes, el ruido. Y ahora este silencio.

El frío de las baldosas le está alcanzado los huesos y se enrosca aun más, si cabe, entre los pliegues del mantel, que debe de estar hecho un gurruño grimoso. Le va a costar dios y ayuda quitarle las manchas, y plancharlo, si es que de ésta sale indemne, que no lo tiene muy claro. Por no hablar del resto de la cocina. Bien pensado, si no sale de ésta, se va a ahorrar un buen montón de trabajo. Se acabaron los platos sucios, la grasa de los fogones, la colada, la plancha, la compra semanal, los desayunos, las comidas y las cenas, y todo lo demás que hace y no le gusta hacer. Y los golpes, sobre todo los golpes, también se los va a ahorrar. Pero conste que todo esto le está bien empleado, por tonta, por dejarse engañar. Hace ya tantos años de aquello que ni los cuenta. Cayó en la tentación y se dejó atrapar por los ojos verdes, la piel morena, confundiendo la chulería con el aplomo, los celos con el cariño, las órdenes con protección. Valiente idiota fue. Sí, se lo ha ganado a pulso la muy boba, que más boba no se puede ser, ya se lo dice Paco, que casi le parece estar oyéndolo en este mismo instante.

Ha empezado a dolerle el brazo, por la postura. Debería moverse, pero no se atreve. Se arrastra bajo la mesa hasta pegar la espalda a los azulejos de la pared, que están tan fríos como los del suelo, igual de inertes, de modo que no encuentra alivio físico, pero, para su consuelo espiritual, se acuerda de Marta. Marta se enfada cuando dice que todo esto le está al pelo. Le repite una y otra vez que se largue con viento fresco, que ella vale más que todo eso, que no lo sabe porque Paco se ha empeñado en que no lo sepa. Que nadie se merece esto, que tiene que denunciarlo, que tiene que hacer algo antes de que ocurra una desgracia mayor, que hay sitios en los que pueden ayudarla, que ella le puede conseguir un trabajo, que la vida empieza todos los días y que esto y que lo otro... Claro que para Marta es fácil hablar, pero no siempre está aquí, que se pasa la mitad de la vida volando de un lado a otro, y a ella cuando Marta se va las ideas blancas se le escapan y sólo huele el miedo. Y aun oliéndolo hace un esfuerzo, porque quiere creer lo que Marta le dice. Sí, tiene razón Marta. En cuanto salga de debajo del mantel, la llama por teléfono. Pero antes tiene que cerciorarse de que el huracán ha pasado, de que no está sentada en su ojo. Si Paco se entera de que habla con Marta, la mata, seguro. Paco no la traga, no puede ni verla.

De todos modos, para llamar a Marta es preciso abandonar el cobijo de la mesa y el mantel. Y está tan cansada. No un simple cansancio, ni agotamiento, es peor, como si el elefante se le hubiera caído encima, aplastando la mitad de sí misma. Todo este peso, el frío de las baldosas, el agarrotamiento de los músculos aovillados, la batalla entre el impulso de rendición y el deseo de ganar, la hacen llorar. Tira del mantel para enjugar el moquillo que le resbala de la nariz y le sobreviene una arcada. Es por el olor del miedo, ese olor asqueroso a huevos fritos con chorizo, el mismo que inundaba la cocina el día que Daniela se le escurrió entre las piernas, un amasijo de sangre y carne mal templada que se estrelló contra el suelo sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo, que se deslizó por la puerta entreabierta del armario que hay bajo la fregadera. Y es ese olor repulsivo y persistente el que la sume en una náusea infinita, el que despeja su conciencia. Ahora sabe.

La tormenta se desató justo cuando servía la cena, en el instante mismo en que Paco alzó la cabeza y le clavó esa mirada torcida que no ha podido enderezar desde el viaje de novios. Fue la conjunción de esa mirada con el olor a huevos fritos con chorizo la causa del desastre. Está segura. Vio, olió y recordó. Paco nunca quiso a Daniela. El anunció del embarazo le provocó un ataque de ira. Lo último que le faltaba era tener que soportar a un mico, eso dijo, un mico, cagando, meando y lloriqueando. Valiente idiota su mujer, sí, valiente idiota, preñarse en un momento así, tan poco conveniente, que no se sabe si la empresa va a reducir plantilla o a cerrar. Y ella cometió el error de responder: que a ver si te has creído que me he embarazado yo sola, que algo habrás tenido tú que ver, vamos, digo yo. No dijo más, perdió el sentido contra el aparador. Cuando despertó él roncaba en el sofá. No se lo pensó dos veces. Se fue. Despeinada y sin maleta, con el bote de las monedas bajo el brazo. Las monedas que contó una a una en la taquilla de la estación de autobuses, ante el fastidio del empleado. Y volvió a su casa, con el padre, solo y anciano, que moriría poco después. Del disgusto. Porque Paco no tardó en encontrarla y conducirla de nuevo al infierno. Y ella no volvió a atreverse a nada. Y su padre sufrió el infarto y las condolencias alargaron el funeral, llegó tarde a casa y Paco volvió a pegarla, y Daniela, que ya le había puesto hasta el nombre, se le escurrió entre las piernas y se escapó por la puerta entreabierta del armario que hay bajo la fregadera. Y tuvo que ir sola al hospital, con el olor de los huevos fritos con chorizo pegado a la ropa, y en la escalera se encontró con una mujer de uniforme, Marta, la nueva vecina, la azafata, que desdeñó las secuelas del cambio horario y la llevó a urgencias, y se quedó con ella toda la noche, y se hicieron amigas. Pero Marta vuela cada dos por tres, y viene y se va. Eso sí, siempre vuelve con el aire en las manos. Lo malo es que Paco no la soporta y le tiene prohibido el aire, por eso ella respira a escondidas en el piso de Marta, cuando Paco no está en la casa, y Marta le dice que se vaya antes de que ocurra una desgracia mayor. A ver cómo le explica ahora todo esto.

Está agarrotada, tanto tiempo ahí abajo, apretada contra sí misma. Se despereza, como si estuviera a punto de saltar de la cama, salvo que no está en la cama, sino en la cocina, debajo de la mesa, envuelta en el mantel. Aunque sigue oliendo el miedo, ya no tiene náuseas. Va a salir de su escondite y llamar a Marta, y de algún modo va a explicarle lo que ha pasado.

Cuando por fin asome la cabeza verá la vajilla hecha añicos, desperdigada por el suelo, los restos de la cena salpicando las paredes y a Paco sentado en el suelo, la espalda apoyada en un rincón, acunando la sartén en el regazo. Resultaría cómico si no fuera por los ojos, ahora sí, bien enderezados, bien abiertos, con esa mirada de pasmo que se le puso con el último trueno, como si se le viniera encima un elefante y no pudiese hacer nada para evitar el impacto.