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Ya no hay más Lectura

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Lectura
La librería Lectura, que hasta hace poco funcionó en Chacaíto (Caracas).
 

Siempre resulta una mala nueva el que una librería a lo tradicional (esto es, una dedicada al saber, la cultura, las artes, las ciencias y el humanismo; no ese nuevo concepto de espacio donde lo que se ofrece es quincallería de ocasión, un poco más allá de los libros de autoayuda y de “filosofía” encapsulada) se vea forzada a cerrar sus puertas, pero cuando le toca a una de las decanas, es como para entristecerse. Ya no hay más Lectura, se acabó, c’est fini, no dio para más... Luego de casi seis décadas de librera labor, se mudó al sótano de los recuerdos, mientras que esa bóveda subterránea en la que se mercadeaba el saber se ha convertido en otra plaza despoblada, otra comarca erosionada en este fingimiento de país del que somos arte y parte... Y me atrevo a hincarme en una palabra que hoy —de manera maniquea, sensiblera y maquillada de moralina— es denostada, mal vista y ultrajada, para hacer alusión a un culto que en Lectura, como en otras ancestrales librerías de Caracas se cumplía: el del mercado del espíritu... ¡Y nadie debería taparse la nariz por haber juntado yo mercado con espíritu en una misma frase! Sólo los militantes de la inopia o de enceguecidos credos, amén de algunos pícaros y oportunistas, habrán de darse por ofendidos, el tipo de gentes a quienes les encanta ejercer la autoridad o padecerla con gozo masoquista.

Porque mercado y librería no significan “todo” lo que solían significar antaño es que estamos como estamos, sobrellevando un colectivo empobrecimiento de lengua y espíritu que, como peste, cabalga a paso de vencedores. Cuando Pound le propone a Whitman, en su poema Pacto, “que haya comercio entre nosotros”, no me parece que se estuviera refiriendo a derechos de autor o majaderías por el estilo.

¿Qué fueron los mercados, si no plaza de encuentro para los ciudadanos de toda urbe? ¿Acaso no lo siguen siendo hoy? ¿Por qué habría de ser más importante para el común mortal, el mercado petrolero o el de Wall Street que el añejo mercado de hortalizas o la vieja librería de la esquina? A mi parecer, quienes bruñen la autoridad como un reverenciado talismán, mientras se apropian de su ejercicio, son mucho más responsables del empobrecimiento de la lengua y del espíritu que el distraído hombre de a pie.

En fin. Algunos lustros atrás, me paseaba yo por las estanterías de Lectura y debo confesar que se me hacía agua la boca, al tanto que se me arrugaba el corazón, por no poder adquirir la ingente y variada cantidad de buenos títulos que allí concurrieron a exponer sus atavíos ante los comensales de las cifras... ¿Cuántas veces no oculté yo en algún recoveco de sus estanterías un título de precio inalcanzable, en la esperanza de poder llevármelo en una próxima visita? ¿Cuántas veces no pillé a algún otro amante de los libros concibiendo y perpetrando disimuladamente la misma treta? Quién habrá de recordarlo, no lo sé, pues a Lectura poco iban ya quienes antaño fueran sus habituales visitantes.

Walter Rodríguez, librero insignia en este sainete de país que más parece un disoluto principado, estuvo tratando de evitar el cierre que hoy se ha consumado. Pues si al principado le resulta un caso de lesa humanidad el que usted trate de mantener bien surtida su vitrina, sea de verduras, libros o enseres, ¿qué caso tiene?

La ciudad se mueve, los hábitos cambian, en tanto que encarnamos una nación de desmemoria en la que se abusa de consignas de hojalata ante las que, sin embargo, buena parte del vulgo exhibe cada vez menos conformismo.