Artículos y reportajes
Antonio García Barbeito
Antonio García Barbeito.
Arquitecturas de interior en lo cercano de García Barbeito

Comparte este contenido con tus amigos

Lejos ya, afortunadamente, del negro Apocalipsis en que los vertidos malditos de la balsa de Aznalcóllar transformaran un día aquel paisaje idílico en algo parecido a una representación del mismo infierno (García Barbeito lo describe magistralmente en un artículo: “Hace diez años”, pp 103-104, De lo cercano) el río Guadiamar, al que los romanos llamaron Maenoba, aparece constantemente en los textos de Antonio García Barbeito como metáfora del tiempo, el tiempo fugitivo enlazado al sentido heraclitiano que fluye así, regenerado y libre, mansamente pacífico, cortejado por las tierras ricas en sustratos, mantillos y humus del Aljarafe sevillano, junto a los poblados humedales donde las distintas especies vuelven y viven en libertad girando sobre el legado de historias y leyendas tartésicas de profundidades infinitas que las diversas capas han reescrito como en un palimpsesto en los pliegos de barro de los sueños de distintas culturas. Si atendemos a los innumerables vestigios que el pasado devuelve desenterrando claves, todo ser humano parece que haya dejado allí gran parte de su vida y su memoria. La versátil fortuna de las rugosas manos que han forjado las claves de los asentamientos en distintas etapas, sigue narrando en fragmentos dispersos que mediante el esfuerzo, sudor y sacrificio de los pueblos que desde antiguo pisaron estos suelos, prevalece con fuerza una herencia y esencia civilizadora en la impecable organización de sus cultivos, en la forma de ser del paisanaje, o en las insomnes hileras del olivar cuajado en cuyo ritual de tantos siglos el tiempo se derrama transmutándose sobre la pujanza líquida de su oro inmutable. Pero ahora hablamos de la obra reciente de un escritor ligada a estos parajes. De un libro, De lo cercano que se halla, como las distintas capas de estas tierras, aparentemente formado de fragmentos, aunque al adentrarse paso a paso en sus páginas el lector avezado saque la conclusión de que, como en este mismo paisaje, se conforma un todo sólido para nada disperso ceñido a la realidad mediante una mirada que ahonda bastante más allá de lo observado.

Pese a lo agitado de su trabajo, a lo dinámico y vivo de su existencia en varios frentes: prensa diaria como columnista, un par de intervenciones cada día en uno de los programas de radio de mayor audiencia, televisión y conferencias, pregones (entre ellos el pronunciado en la Semana Santa de Sevilla, 2010). Y libros. Un buen puñado de libros publicados con éxito. Y premios. Y numerosos compromisos, literarios y solidarios, que le restan tiempo; y seguidores, muchos, a los que despierta su voz, tan personal y única en cada amanecer, con mucho que decir de la actualidad más candente, y varias cosas más, parece que este escritor, poeta y ensayista llamado Antonio García Barbeito, siempre hubiese estado ahí, de cara al silencio del olivar, enraizado, reflexivo y sereno, con la mirada atenta a lo cercano y a lo de más allá de lo cercano, milenariamente acodado en una personal metafísica sobre el pretil del tiempo, en la atalaya íntima de su personal territorio, desde la esencia misma de su origen en su lugar amado de Aznalcázar, sobremirando las fértiles vegas del Guadiamar de su cauce caudaloso de experiencias, rastro medio borrado al que arroja recuerdos poniendo en movimiento las ondas expansivas que marcaron la infancia. Escondidas entre sus verdes márgenes se hallan multitud de alusiones biográficas. Río también atemporal y metafórico, muy cercano a sus íntimos espacios puesto que él prefiere “aguas que le quepan en un golpe de mirada”, aguas que nacen limpias, mediante esa visión que las proyecta sobre el tiempo incurvado, cercanamente eternas, con las que dialoga como si le prestaran un discurrir seguro sobre un reloj sin tiempo. A veces: “El río pasa como un minutero de agua delgada y marca la hora del cielo de la tarde en su espejo tranquilo”.

Junto al verde-gris, a un tiempo sagrado y proletario, de los firmes olivos que tanto y tan bien conoce y a los que mira:

como quien leyera versos. Mirar un olivar es ojear un poemario. No olivares, tendrían que llamarse oliversos. No es una plantación, es una métrica. Hay fincas de arte mayor y fincas de arte menor. Y si los olivares plantados en alejandrinos embeben, asombran, se nos plantan majestuosos, los octosílabos (perdón, los octolivos), los de arte menor nos acercan, nos abrazan al paisaje como un romance plativerde.

García Barbeito dialoga, así, con todo; con lo humano y también con lo sublime, puesto que en ese todo se enlaza el hecho cierto de existir. A veces es tan sólo un soliloquio contemporáneamente expresado a través de esa savia poética de lo eterno del Sur, buscándose en el paisaje y en sus gentes desde el trasfondo del presente efímero, mirando hacia el futuro sin descuidar pasados, y, sobre todo, haciéndonos ver algo que avanza más allá del fondo de sí mismo o de los moldes, o de las formas, de los ecos o de las voces. Un algo imperceptible que concentra emociones, o acaso un vaciamiento bastante más lejano de cada superficie o de cada apariencia, aquello numinoso que para el presocrático Anaximandro, como todas las cosas, retornaba al origen de donde había surgido, completando ese círculo o ese cósmico ciclo, del que formamos parte como seres pensantes. Desde la incertidumbre, desde la misma duda existencial que perturba el camino transitado, a veces sólo amago y no realización, y por encima de todo de ese fondo esencial, desde ese afán de conocimiento, frente a su mundo circundante, existe un hiato que jamás llega a ser colmado.

La inabarcable presencia del paisaje, junto al amor y el tiempo, cifra a mi parecer lo más trascendente y valioso en la obra del escritor andaluz. Este libro, en paralelo a Al tiempo de la luz y, sobre todo, a Palabras de diario, lo confirma y de paso revela poderosamente el espíritu de quien crea, extrayendo de paso desde esa forma de observar el mundo, una lección objetiva y clarificadora que terminará imponiéndose a todo aquel que transite los caminos de estas páginas, asimilando lo que los ojos o el interior del poeta perciben.

 

“De lo cercano”, de Antonio García BarbeitoPersonalmente pienso que se necesitan ciertas elevadas dosis de heroísmo para enfrentarse al folio de la urgencia varias veces al día. De heroísmo y también de erotismo puesto que a las palabras, sin dudarlo, se ama. Este creador las ama con apasionamiento y sin ambigüedades, vertiginosamente. Su inteligencia e intuición establecen relaciones de amante con ellas y, atrapando su condición huidiza, se funde a través del lenguaje, entregado a lo cercano tras esa inocencia sabia que ontológicamente la realidad posee y que, a través de esas mismas palabras, palpita y se revela de forma deslumbrante y esencial.

La fascinación que me produce el leer buena parte de esta forma de ver la realidad de sus entornos que García Barbeito posee, sobre todo en lo que se refiere al paisaje y al paisanaje, escapa a veces, al menos por mi parte, a toda reflexión. Por alguna razón extraña hay pasajes escritos que te devuelven con una rara intensidad a los espacios míticos que se conocen por haberlos hondamente transitado. Te devuelven esa explosión de luz imprevisible, el olor casi táctil de los campos, ese dolor del tiempo que hiere y acaricia a partes iguales; el sur que amo frente a la naturaleza en libertad, el viento, la lluvia, los aromas de tierra, de árboles, de plantas, el sol, el río... Una atmósfera, unos sabores, una gente, y más allá de eso algo que te conduce, mediante esta palabra, al corazón mismo de todo lo vivido e incluso lo soñado, con la misma pulsión apasionada que cada vez que piso las tierras de mi origen me envuelve y emociona.

El campo habitado, el campo sonoro, el campo vivo. Nunca un camino solo, nunca una finca desierta, nunca una viña, un olivar, un calmo de raspa sin nadie. Por el medio cuerpo del aire volaba la paja aventada, y el grano caía, amontonándose, como un bando de diminutos pájaros que perdieran las alas al volar y cayeran desplumados. Escribían los bielgos en el aire la canción de las eras. Descansaban las bestias en el manchón, después de un duro día de trilla. A la orilla de la era, un balaguero, y un montón de granos, y las cribas dispuestas para ahechar, y las palas y las cuartillas y el medio almud.

Olor a manchón, a cercanía del río. Poleo, mastranzo, el echado aroma de las vegas. Y en la umbría donde las zarzas trenzan el verde, cerca de donde las adelfas afeminan el campo, en la sombra que cuidan los altos álamos, el agua, serena, aguarda cuerpos sudorosos, cuando polluelas y galápagos huyan a las veras del fango. Sombrajo, cubierto por poniente, abierto al naciente y al sur y al norte.

La autoridad de este lenguaje, como todo lo hondo y verdadero, radica en el sentido de la imparcialidad que sin perder la agudeza subjetiva, es a la vez causa y efecto, cercana familiaridad de lo contemporáneo y, de forma sustantiva, dominador de la memoria desde el presente mismo a la vez que vincula ampliamente su corazón y su mirada con el abierto mundo. Y es que entre el continuo vértigo de opiniones diversas y encadenados ecos, de presuntos esquemas, hechos consumados o por confirmar, un sentimiento surge dándoles contenido, una voz se destaca clarificándolos, porque: “los hechos”, como asevera en El pozo un personaje de Onetti, “son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llena”.

“Busco mi luz por esas luces idas”, dice García Barbeito. Y todo de repente en esa búsqueda se ha inundado de luz en la ecuación perfecta, inmaterial y táctil. Porque la luz, como cualquier concepto luminoso que atraviesa su obra, también puede palparse y sentirse y mirarse y ceñirse y soñarse.

Una luz jubilosa que todo lo renueva cristalina y prístina. Luz eterna que impregna los sonidos de la lluvia o ese puro azahar, en la magia de la nieve de los sueños infantiles y adultos, a la que recibe asombrado y donde apariencia y realidad se cruzan e intercambian; centro gravitatorio del amor; del amor y la pérdida... La caricia del viento y los silencios. Los árboles y el río. Las tierras. Los hombres y mujeres, que remarcan su huella a través de la continuada historia, prestándole sus ojos para mirarse en ellos. Una tranquilidad relativa será siempre la que guíe el tenso pulso de los desasosiegos. Hay turbulencias en este discurrir que a veces nos revela un punto de nostalgia de otra mitad perdida: la que alguna vez pudiera completar ese todo.

Una musculatura del lenguaje —también del pensamiento— se entrena así, a diario, desde las emociones que el interior le dicta. Un caminar activo que jamás se detiene. Pasiones trascendentes que logran germinar en la memoria y encontrar simetrías, correspondencias, verdad moral, y ese temperamento artístico que se halla en los estratos íntimos de una naturaleza en libertad.

Antonio identifica las sendas de la sangre sobre el palpitar puro de la tierra, pasiones que desaguan fogosas en palabras ardientes como en un mal de amor, abrazando el silencio de un deseo.

Palabra de oro líquido como ese mismo aceite que él adora. Olivo él mismo, metáfora en sí mismo a veces imperfecto también como la propia vida, alegoría fundida en ramas y raíces de ese: “Árbol gregario, suelto, sin vallas ni tapiales. A campo abierto como siempre fue”. Junto al que contemplamos “...la luz echada sobre la vega, y el verdor natural de la yerba, del trigo, cómo se dora sin dejar de ser verde”.

Nada libra a este autor de ese destino de vértigo y vorágine: exégesis perpetua donde labra la esencia de lo fundamental de un territorio propio.

Tierra a la que mira y busca, y le habla y la escucha y con ella se funde, con el ardor y la sensualidad de un amante de cortado respirar, cavándola y sintiéndola, con el amor viril del campesino, desde esa “presteza en el esconderse y mostrarse” sanjuanista, y, también, con la delicada ternura del hijo que se refugia en ella como en un líquido amniótico cálido y envolvente, plácido y ensoñado. Campo que se le ofrece como anclaje seguro, paraíso libertario sin límites y al que le hiere tanto que se abandone o que le pongan puertas.

Y, a veces, ¡cómo suenan esas notas elegíacas!, el profundo dolor existencial que arrebata a la niebla de los días sus más íntimas notas de pérdidas y adioses. Nos duele especialmente el hombre entonces, su carga de humanismo, la travesía callada del enigma del ser, del estar en la tierra y que tan sólo quede en su escritura esa imagen fijada sobre el tiempo.

La fuerza de la génesis, del mito de la tribu en lo cercano, por donde diariamente renace o se rehace en renuevo constante de presente y memoria, le proporciona un friso inagotable de personajes vivos, de personajes idos, de personajes que entre la realidad y la irrealidad, le acompañan también en su andadura.

 

Tan acostumbrado y amante de la claridad que hasta las sombras cuando las proyecta en su escritura se convierten en sombras luminosas, Antonio García Barbeito se confiesa y desnuda bajo la misma luz que envuelve su paisaje. La fuerza de sus metáforas cobra ese mismo sentido del Libro de la naturaleza, arquitectura eterna y cambiante que para Galileo se hallaba escrito en lenguaje matemático y sin cuyos caracteres: círculos, triángulos y demás figuras geométricas, sería inútil entender una palabra puesto que sin ellos deambularíamos por un oscuro laberinto. Ese lenguaje vivo continúa para gozo y alimento del ser y del espíritu proyectado y erguido a través de un idioma poderoso que cada día gozosamente se renueva como intangible herencia, acaso algo más prolongada y perdurable que los propios entornos que modifican frente al tiempo su fluctuante fisonomía.

Desde ese fundamento se unifica este libro. Bajo el escueto y sintetizado epígrafe De lo cercano, se agrupa una serie de artículos (algunos de ellos en posesión de premios de cierta relevancia) donde los géneros se mezclan en armónico y contemporáneo mestizaje. Toda literatura que aspire a traspasar el tiempo de los tiempos ha de participar de alguna forma de un cierto sincretismo. Una buscada y contaminadora mezcolanza respira en estos textos donde los géneros, independientes entre sí, se engarzan y hasta se compaginan perfectamente ensamblados formando un todo que todo lo contiene, como esa libertad, “...promesa de felicidad quebrada”, que sobre la idea del arte sintió Adorno.

Ensayo, relato, apunte diarístico, crónica, poema según la luz que el diafragma de la mirada de su autor le otorgue a cada frase o a cada perspectiva, a cada metáfora, desde ese ritmo interno ágil y apasionado que envuelve cada pieza con perfecto engranaje, sin eludir la colectiva complejidad que su visión abarcadora y lúcida, transparente y poética, proyecta, y siempre bajo la pulsión del campo abierto, trasunto de libertad donde el poeta, frente a la indagación profunda, crece allí y se define. “Un guión de pasiones” destilado desde su propio centro que sus lectores ávidos degustan, palabra tras palabra, imagen tras imagen, idea tras idea. Espacios imperecederos a los que él vuelve siempre sobre el claro fulgor de las amanecidas, de los atardeceres con cosechas de lluvia rebotando sobre el cristal interno de la pasión y de la fuerza, de la luz proyectada desde un entorno vasto y privilegiado o desde el íntimo desasosiego donde el autor describe y redescubre matices diferentes a través de sus vivencias personales entre las que se filtra y transparenta un secreto temblor apasionado y lúcido, abrazado al amor y a la melancolía.

Pero es también, y sobre todo, el Tiempo. El Tiempo bajo diversas formas y conceptos, el que atraviesa y late sobre toda su obra.

Bajo la sinfonía vegetal que coloniza el muro, la cal medita sobre la memoria.

Un sencillo soporte sostiene la claridad del vidrio, la conceptual perfección de una humilde botella, “que está llena de luz” como él aclara con precisión y belleza poética que apunta a lo esencial de ese trago de luz sobre el vacío.

 

La fuerza de un olivo poderoso, plantado en la firmeza de la tierra entregada que ramas y raíces amparan y fecundan, se yergue sobre el tiempo sostenido por una acompañada soledad.

 

En la portada de De lo cercano la luz pende del hilo de la trama de unas gotas traslúcidas. La frescura de lluvia o de rocío, con el azul de fondo, el color preferido de García Barbeito, sobre la transparencia —tan real— de una urdimbre de sueños que una tela de araña, sin araña ni presa, prende sobre el silencio.

Estas precisas imágenes también le pertenecen; captadas bajo el soporte de su cámara fotográfica dos espacios mentales y a la vez sensoriales convergen al unísono, o acaso una visión bajo dos proyecciones desde esas cercanías esenciales donde pensamiento y emoción se complementan y completan: la magia del instante y una cierta pureza en lo observado de una vibrante vida, acompañado del sutil trasfondo de lo que sabe que es perecedero, captado y atrapado por la palabra y por el objetivo, por la sabia mirada que sabe prolongarlo a través de los tiempos... De su Tiempo.

 

Porque este autor sabe perfectamente situarse en el centro mismo de su presente arrancando a lo efímero una misteriosa y perdurable lectura dotada al mismo tiempo de una sobria conciencia y de una perfilada y exigente nitidez.

Atendiendo a Maderuelo, AGB no ignora que “la Naturaleza bien puede ser una construcción cultural determinada por los códigos estéticos y conceptuales del mundo contemporáneo: el paisaje entendido como algo ambivalente que pasa a ser algo que se cuestiona desde un punto de vista donde se entrecruzan las asumibles nociones que pueden avanzar, desde lo natural, hasta el más puro y duro de los artificios”. Pero no obstante, él sabe bien cómo situarse abiertamente, sin enciclopédicos juegos de impostura, frente a las coordenadas de un paisaje real, tan claro, tan profundo y misterioso como su propia esencia en la escritura, sirviéndose tan sólo de su propia mirada, que es decir la creación, y también de su entorno como energético combustible del espíritu y como necesaria rebeldía que establece las lindes del propio territorio, abierto siempre solidariamente a todo el que se acerque en libertad para sentir sus claves. Ya sabemos que —como diría JRJ—, “no hay éxtasis permanente” y que por supuesto un escritor no siempre anda inspirado aunque sus textos tengan calidad y altura, pero cuando éste cuaja esa faena del alma frente al enigma de lo que lo rodea, su don poético logra que todo resplandezca bajo una luz especial e inabarcable arrancando a la materia de la vida la hondura de un aliento insospechado; palabra viva perfilando un sueño, devolviendo el misterio de las cosas cercanas que pervive en la esencialidad de lo creado.

...El mediodía amenazaba lluvias. Y llovió. Así y todo, echamos la barca al agua en el sitio de los Paredones, cerca de los restos del puente romano, y fuimos río abajo, ya con el sol mojado tras la lluvia. Cuando llegamos frente a Las Moreras, el espectáculo del río era asombroso: un silencio de otro tiempo meneado por el aleteo de un pato real a ras del agua, ligeramente alhajado del canto tímido de algunos pájaros, escasamente sonoro en la zambullida de un galápago que estaba tomando el sol en una rama semihundida... No movíamos los remos, atónitos, incrédulos, como si estuviésemos navegando un río que no conociéramos. Nos dejábamos ir, despacio, con la escasa corriente, y mirábamos la espesa selva de las orillas donde por los altos álamos blancos trepan como sierpes vestidas las vides de uva riparia y la yedra. Del apretado nacimiento del cañaveral, allí donde crecen hermanadas cañas y zarzas, mimbreras, tarajes y aun el espino marjoleto cuyas hojas usamos como las del tilo, salían polluelas huidizas, y en el manso cauce, allí donde no tocaba fondo un bichero de seis metros, asomaba de tarde en tarde la puntada sin hilo del salto de un barbo. Desde allí hasta el Molino de Roca, como si fuera un río africano...

Esta mirada no aspira ni se prende de la instantánea seducción, ni tampoco se acomoda a lo fácil por más que este creador se encuentre a gusto en sus feraces vegas, muy cerca de su río, después de dar un giro copernicano al conocer y vivir intensamente tierras ajenas, para volver de nuevo —después de residir en diferentes sitios y entre distintos ámbitos— a su lugar de origen, instalado en su particular Ítaca para siempre sujeto, coherentemente, conscientemente, a ese amado y compartido espacio anteriormente mencionado, del Aljarafe sevillano. Erguido sobre su paisaje, frente a la perspectiva del verdor ondulado de esa tierra que se extiende ante él y se desnuda posando ante su vista; sin tiempo ni destino, ofreciéndole cuerpo, nunca límites, y que García Barbeito asume como la particular iconografía de un especial territorio a veces roturado, a menudo extrañado, que él retiene a través de la cámara vívida de su palabra o de la conjunción del movimiento que atrapa la angular geometría de un instante. Y a veces, mediante las imágenes que su palabra nos revela, intensificando fundamentalmente la cualidad espacial de esos encuadres fragmentados que el paisaje nos hurta. Fragmentos que a veces nos remiten a elementos objetuales, otras veces a los agrestes espacios de una salvaje libertad y también a ese locus amoenus, huerto y jardín, cultivados por sus propias manos o al tren que pasa bajo su atalaya y que jamás se cansa de contemplar como un motivo repetido de la fugacidad de la existencia. El misterio del silencio de Dios —o su escritura— en la naturaleza, frente al interrogante de los seres humanos que la habitan. Aquí, frente a este testimonio del hombre a campo abierto, hombre vivo y real de cuerpo y alma entero, diríamos con Georges Braque que “El arte es una herida que se convierte en luz”.

 

En algún párrafo anterior mencionábamos también el heroísmo. Hablábamos de esas batallas que en la columna de avance periodístico se han de librar día a día y sin descanso puesto que mientras sueña el reposo del guerrero, el escritor ha de cuidar las armas y alimentar la hoguera, afinar la mirada y mirar lejos, proteger con coraza lo más frágil, o lo más vulnerable, lo que palpita dentro, lo que nunca, por nada ni por nadie, ha de ser derrotado. Y además, captar esa instantánea de la luz y la sombra cuerpo a cuerpo, fijando la secuencia irrepetible de su propio combate sobre el aire del tiempo que se esfuma inexorablemente.

García Barbeito atrapa vivencias pasadas y cercanas formando una textura más que un texto, un fresco que él perfila rescatando esas huellas del olvido, arrebatando al tiempo las secuencias, los planos de un espacio que fija esas figuras perpetuándolas mediante el lenguaje, pues el escritor sabe, como todos sabemos, que sin literatura todo se perdería puesto que nada entonces podría ser nombrado. Las palabras que este libro contiene parecen estar escritas sobre la propia naturaleza y más allá de ella, sobre una metafísica que no sólo te absorbe el interior y los sentidos, en las tonalidades, en un juego de ritmos incesantes, en las imágenes, de una expresiva y sugerente fuerza... Palabras que activan el verdor de la inmortalidad sonando tras los pasos, como la misma vida que siempre se renueva, como una música que arrancara desde el fondo y desde dentro, el ímpetu; el impulso del deseo, como el amor que será en esta escritura el que finalmente lo colonice todo. Es el amor quien habla en soliloquios del agua, en la memoria y el paisaje sobre la luz y la ciudad, que a menudo, lo mismo que la tierra, también encarna un cuerpo de mujer deseada...