Sala de ensayo
De Juego de damas a La virgen de los sicarios: una historia para ser contada bajo el gran árbol de la pena

Comparte este contenido con tus amigos

Violencia en Colombia

La historia reciente de Colombia es una historia de violencia. La pobreza, el narcotráfico y la guerra civil siguen vigentes con el paso de los años, y hoy, iniciando el siglo XXI, nos encontramos todavía sumergidos en ese círculo vicioso sin que se vislumbre una salida posible. Este estado de cosas ha generado en muchos colombianos un sentimiento trágico, una sensación de desesperanza y futilidad, de incredulidad y vacío. Los artistas e intelectuales de Colombia no son ajenos a estos sentimientos, y algunos de ellos han decidido afrontar, mediante sus obras, la realidad de vivir en un país como el nuestro.

En el presente ensayo trataré de vislumbrar algunos aspectos de la historia reciente del país a partir de la forma en que ésta es vista y plasmada por dos escritores contemporáneos entre sí, y cuyo carácter contestatario, ajeno a las esferas de poder, es plenamente reconocido: R. H. Moreno-Durán y Fernando Vallejo. En sus obras, y especialmente en las novelas Juego de damas y La virgen de los sicarios, estos autores han recurrido a elementos propios de la novela contemporánea, como son la parodia, la fragmentación, la desentronización de ídolos religiosos y culturales y de figuras públicas (especialmente aquellas que ostentan el poder), y, sobre todo, han hecho uso de narradores que evitan las formas tradicionales de novelar por saberlas insuficientes para plasmar la realidad caótica en la que están envueltos, para lograr una escritura que refleje y a la vez critique esta realidad.

De esta manera, pasaremos del fracaso de la revolución izquierdista en Colombia y la consecuente pérdida de las esperanzas en un país mejor, tal como se relata en Juego de damas de Moreno-Durán, al nihilismo total de La virgen de los sicarios de Vallejo, donde la violencia, el consumismo, la intolerancia y la desazón se han tomado por completo las calles de Medellín, y donde, muerto incluso el amor, la única salida posible es la muerte.

 

R. H. Moreno-Durán
R. H. Moreno-Durán.

1. La historia de un fracaso

El capítulo inicial de Juego de damas, “Primero Meninas”, divide la voz narrativa en tres columnas en las que se relatan, simultáneamente, los años de infancia y formación de la protagonista del relato, Constanza Gallegos, apodada “la hegeliana”; los pormenores de una clase de filosofía en la Universidad Nacional de Bogotá, en la que una de las alumnas propone a sus compañeros un juego erótico para soportar el tedio producido por el discurso del profesor; y el desarrollo de una marcha de protesta que comienza en 1948, año del asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, y que dura veintitrés años durante los cuales se recorren las principales calles de Bogotá, desde la Universidad Nacional hasta la Plaza de Bolívar. En esta columna, titulada “Y un mundo”, se hace un recuento paródico de la historia reciente de Colombia, desde el “Bogotazo” hasta 1971, año en que la marcha, completamente diezmada, llega a su destino, y en el que se puede leer por fin la pancarta del manifestante de la izquierda: “Una historia para ser contada bajo el gran árbol de la pena”.

Una historia —la de Colombia— marcada por la violencia, las revoluciones infructuosas y el abuso del poder: después del asesinato de Gaitán el país entra en la época conocida como “La Violencia”, en la que los campesinos, azuzados por el gobierno conservador y por la oposición liberal, se matan entre sí durante años animados por sus aparentes diferencias políticas. “¡Masacres las de ahora tiempos! Cuando los conservadores decapitaban de una a cien liberales y viceversa. Cien cadáveres sin cabeza y descalzos porque el campesino de entonces no usaba zapatos”,1 escribe Fernando Vallejo en La virgen de los sicarios, refiriéndose a estos años. Posteriormente, tras haber sido depuesto el dictador Rojas Pinilla, y con la firma del pacto de Sitges y Benidorm en 1957 y la creación del Frente Nacional, liberales y conservadores proponen aplacar la violencia bipartidista —iniciada por ellos mismos— mediante la alternancia de los dos partidos en la presidencia de la República, excluyendo de esta forma cualquier otro movimiento político y cualquier forma de oposición legal al gobierno, y provocando que la única resistencia posible en el país contra el abuso del poder —una constante desde los tiempos de la Conquista— provenga de grupos armados al margen de la ley. En consecuencia, los grupos insurgentes de la época de “La Violencia” dan paso a las guerrillas comunistas (ELN, FARC, M19, entre otras), al tiempo que las ideas de izquierda penetran con relativa fuerza en los movimientos estudiantiles universitarios, sobre todo en la Universidad Nacional de Bogotá. Esto logra que amplios sectores de la población —especialmente los intelectuales— se identifiquen con las ideas revolucionarias y busquen hacer contrapeso al poder bipartidista, al cual culpan —y con razón— de preservar un modelo económico excluyente que ha provocado que las clases bajas (más del 50% de la población) conserven altísimos niveles de pobreza y abandono. Sin embargo, abrumada por la diversidad de fuentes (principalmente la Unión Soviética, la China de Mao y la Cuba de Castro) de las cuales recoge sus ideas políticas, la izquierda de Colombia de aquellos años es incapaz de encontrar puntos en común y se divide en decenas de grupos y subgrupos enfrentados entre sí, de tal forma que en los últimos años de la década del 60 y principios del 70 el país es testigo de la proliferación de movimientos tan diversos como el Partido Comunista, el MOIR, la JUCO, el Partido Comunista de Colombia Marxista Leninista Maoísta, y, en general, “troskistas, comunistas, ortodoxos, línea Moscú, línea Pekín, cubanos, en fin”.2

Es a partir de esta caótica realidad que Moreno-Durán, estudiante de derecho y ciencias políticas en la Universidad Nacional de Bogotá durante la década del 60, plantea su visión pesimista de las luchas revolucionarias en Colombia. Esta realidad es parodiada en Juego de damas, novela en la que un grupo de ex alumnos de la Universidad Nacional de la época en mención se reencuentran en una fiesta organizada por Constanza Gallegos. Allí rememoran sus años de militancia al tiempo que intentan develar, en medio de los chismes y los murmullos a los que se reducen sus voces, lo ocurrido con Alejandro Sotelo y Sergio Castrillón, antiguos compañeros de lucha en quienes ellos cifraban las esperanzas de la revolución en Colombia, y que mueren en extrañas circunstancias.

En la novela se entrecruza la divagación sobre el pasado común e individual de los amigos de Constanza Gallegos con la comprobación de la teoría de Rodolfo Monsalve, uno de los personajes del relato, la cual gira alrededor del concepto de “coñocracia”, que para Monsalve se refiere a la manera en que las intelectuales de izquierda del país van ascendiendo paulatinamente en las esferas del poder político, manipulando, por medio de su sexualidad, a los hombres. Dentro de la novela las protagonistas femeninas, y especialmente las Tres Caras Bellas: La Pinta (Stella Valdivieso), La Niña (Constanza Gallegos) y la Loca María (María Leticia Velasco), serían la encarnación de dicha teoría. Pero es Constanza quien termina cuestionando su supuesto destino de “mujer pública” al descubrir, hacia el final del relato, que fue ella la causante indirecta de las muertes de Castrillón y Sotelo. En la conversación que sostiene con su amiga Alcira Olarte, luego de terminada la fiesta, Constanza rememora la ocasión en que Alejandro Sotelo y ella hacían el amor en el apartamento de Sergio Castrillón, lugar que había sido convertido en un verdadero depósito de armas, municiones y explosivos de todo tipo. Llevados por la lujuria, los dos amantes olvidan por completo un pollo que han dejado calentando en el horno y que, intempestivamente, explota, creando un estruendo que atrae a los vecinos y a la policía. Los dos revolucionarios son arrestados, Sergio Castrillón es asesinado a la salida de un juzgado y Alejandro Sotelo, convertido en guerrillero y abrumado por el remordimiento, se hace matar por el ejército. Al saber la verdad la culpa embarga a Constanza, el desconsuelo de saber que fue ella la causante de la muerte de los dos militantes y, por lo tanto, del fracaso de la revolución en Colombia. “Un pollo. ¿Acaso puede concebirse algo más vulgar?”,3 se pregunta entonces la protagonista.

Y es, justamente, esta vulgaridad, el hecho de que sea la explosión de un pollo causada por las urgencias sexuales de Constanza lo que haya echado al traste la única posibilidad que tenía Colombia para salir de su historia de violencia y desigualdad, de corrupción política y de supremacía de los intereses de las clases acomodadas sobre los del resto de la población, lo que le da todo el carácter paródico, escéptico y desesperanzado a la novela de Moreno-Durán, lo que convierte a Juego de damas en un reflejo del sinsentido y del absurdo de todo esfuerzo por lograr un país mejor. Como lo sentencia Alcira, la tragedia de Colombia está marcada por los “imponderables históricos”, por esos “elementos extraños” que son capaces “de cambiar el curso mismo de la historia”,4 como lo serían, en la realidad, el caballo de Córdoba que tropieza con una piedra y precipita el asesinato del prócer, o la muerte de Gaitán a manos de un fanático; y en la ficción, el pollo que explota en el horno.

 

Fernando Vallejo
Fernando Vallejo.

2. El callejón sin salida

Reconocido este fracaso, en la Colombia de Fernando Vallejo ya no hay lugar para utopías. Hemos dado el salto al abismo, las esperanzas han muerto una por una, y sólo queda espacio para la nostalgia. La virgen de los sicarios transcurre en una Medellín marcada por la muerte reciente de Pablo Escobar, el máximo representante de una sociedad que, agobiada por las desigualdades económicas, por la falta de oportunidades, por la pobreza ineludible, y signada por las luchas internas sin resolver, decide cifrar sus esperanzas en el espejismo del dinero fácil, en el paraíso de plástico del narcotráfico. Esta es una Colombia donde incluso las guerrillas de izquierda han perdido ya sus propósitos “altruistas” y se han embarcado en el negocio de la droga hasta el punto de hacerlo el centro de todas sus operaciones; donde los grupos de autodefensa, creados en un principio por los mismos capos del narcotráfico, agudizan la crueldad de sus métodos; y donde los jóvenes y niños pobres de los barrios marginales de las grandes ciudades se asesinan entre ellos por un par de zapatos de marca. En la Medellín de Vallejo, así como en la Medellín real y en otras ciudades del país, estos barrios marginales, las comunas, han surgido a partir de los desplazamientos forzados de los campesinos desde la época de “La Violencia”: “Los fundadores, ya se sabe, eran campesinos: gentecita humilde que traía del campo sus costumbres, como rezar el rosario, beber aguardiente, robarle al vecino y matarse por chichiguas con el prójimo en peleas de machete”.5 Vallejo, crítico mordaz de la sociedad colombiana tanto en sus novelas como en sus apariciones en público, recrea en su Virgen... una ciudad de habitantes bárbaros, irresponsables y morbosos, embriagados por la sangre que ven a diario en las calles y por la avidez del dinero fácil. El narrador homodiegético de la novela, que se llama igualmente Fernando, da cuenta de su regreso a Medellín después de muchos años, de la ciudad completamente transformada que encuentra y que tiene muy poco que ver con el paraíso de su infancia, y de sus relaciones amorosas con dos sicarios de las comunas. A pesar de la barbarie que lo rodea, este amor se convierte para Fernando en la única posibilidad de redención. Sin embargo, Alexis y Wílmar, sus dos jóvenes amantes, son incapaces de escapar de ese círculo vicioso que hace que Wílmar asesine a Alexis y que aquél termine a su vez muerto por manos desconocidas. ¿Qué queda entonces en una ciudad y un país donde ni siquiera el amor es posible? El caos y la nada, un divagar sin rumbo fijo, el no-futuro:

Bajé el puente y entré a un galpón inmenso que no conocía. Era la famosa terminal de buses intermunicipales atestada por los muertos vivos, mis paisanos, yendo y viniendo apurados, atareados, preocupados, como si tuvieran junta pendiente con el presidente o el ministro y tanto qué hacer. Subían a los buses, bajaban de los buses convencidos de que sabían adónde iban o de dónde venían, cargados de niños y paquetes. Yo no, no sé, nunca he sabido ni cargo nada. Pobres seres inocentes, sacados sin motivo de la nada y lanzados en el vértigo del tiempo. Por unos necios, enloquecidos instantes nada más... Bueno parcero, aquí nos separamos, hasta aquí me acompaña usted. Muchas gracias por su compañía y tome usted, por su lado, su camino que yo me sigo en cualquiera de estos buses para donde vaya, para donde sea.6

Con una historia de sangre derramada, de ilusiones rotas y oportunidades perdidas, se vislumbra la ausencia de futuro de una Colombia que ha sido incapaz de exorcizar sus demonios y que, debido igualmente a la pasividad de sus habitantes, los “muertos vivos”, y a su incapacidad para mejorar su entorno, es arrastrada por el río del tiempo, empujada por el azar y por los “imponderables históricos” hacia orillas inciertas. Para Vallejo no hay punto medio, y tanto los poderosos como los pobres y desvalidos son responsables de la hecatombe: “La ley de Colombia es la impunidad y nuestro primer delincuente impune es el presidente, que a estas horas debe de andar parrandeándose el país y el puesto”.7 Y más adelante: “Mis conciudadanos padecen de una vileza congénita, crónica. Ésta es una raza ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera, traicionera, ladrona: la peste humana en su más extrema ruindad”.8

Como lo anticipa su mismo título, en La virgen de los sicarios también está presente el fervor religioso, la idolatría católica de los habitantes de Medellín, incluso de los sicarios.9 Así, en la novela se nos presenta un país que, como la Colombia real, se debate entre las viejas creencias religiosas importadas de España desde la Conquista y el frenetismo de las grandes urbes de finales del siglo XX, el consumismo desaforado, el vacío al interior del hombre contemporáneo.10 Es esta, por lo tanto, una Colombia carente de identidad, fragmentada, una amalgama de religiones e ideologías prestadas, de sueños inconclusos.

Cabría entonces preguntar: ¿es posible utilizar las formas tradicionales de narrar para registrar una historia tan descabellada e inconexa como la de nuestro país?

 

3. El quiebre con las formas tradicionales

Teóricos como Lukács, Bajtín y Adorno han coincidido en definir a la novela como el género que, por excelencia, refleja el carácter inacabado del mundo, el devenir, la historia en su mismo proceso de construcción. Bajtín ha dado cuenta de las enormes diferencias entre los géneros literarios acabados —como la epopeya y la tragedia— con la novela, la cual aparecería como “el único género en vías de constitución”, y por lo tanto reflejaría “en la forma más esencial, con una profundidad, una finura y una rapidez particulares, la evolución de la realidad misma”.11 A partir de la llamada “crisis de la modernidad” de la primera mitad del siglo XX, en la que tanto la sociedad como los individuos empiezan a percibirse a sí mismos como fragmentados y carentes de centro, en donde los grandes relatos van desapareciendo uno tras otro y dan lugar a infinidad de fragmentos sin orden aparente, la novela operaría el quiebre con las formas tradicionales de narrar, “preflaubertianas”, y esto se haría evidente en obras como El hombre sin atributos de Robert Musil, el Ulises de Joyce o En busca del tiempo perdido de Proust.

Colombia no resulta ajena a esta crisis, en principio europea. Su historia caótica, las luchas internas, las ideologías importadas e incluso la desigual geografía han acentuado la desintegración de la sociedad colombiana, el regionalismo, el sectarismo y el aislamiento de algunos grupos humanos, creando una colcha de retazos que ha impedido la formación de una “identidad nacional”, y que se intensifica, ante todo, en grandes ciudades como Bogotá y Medellín, destinos obligados de desplazados e inmigrantes de otras regiones. Como se ha dicho en repetidas ocasiones, y como se ve reflejado en La virgen de los sicarios, en Colombia conviven la premodernidad, la modernidad y la posmodernidad, y de ahí que la novela que se ha escrito en el país desde mediados del siglo XX haya tenido un carácter tan diverso, y que autores como R. H. Moreno-Durán y Fernando Vallejo hayan decidido de manera consciente distanciarse de la novela tradicional y explorar nuevas formas de narrar. En las obras de estos dos escritores no encontramos intento alguno por ser fieles a una “realidad objetiva”, ya que, según Adorno, los escritores contemporáneos que buscaran este realismo estarían adoptando “el gesto de la imitación artesana”, lo cual no es posible ya en un mundo carente de sentido.12 Antes bien, en nuestra época actual la novela está condicionada a romper con el viejo concepto de la representación de la realidad aprehensible y sumirse en la búsqueda “de la esencia y de la supraesencia”.13

Así, es característico el hecho de que tanto en Juego de damas como en La virgen de los sicarios los personajes aparezcan fuertemente distanciados los unos de los otros. En la novela de Moreno-Durán vemos, por ejemplo, a viejos amigos universitarios incapaces de una verdadera comunicación entre ellos y que por lo tanto recurren únicamente al chisme, a la falsa erudición y a la pedantería, a la burla, a la crítica soterrada y a las mutuas recriminaciones. En La virgen de los sicarios, mucho más extrema en la representación de esta alienación, advertimos una sociedad sumergida en la intolerancia y que prefiere el lenguaje de las armas al de las palabras para resolver los conflictos, una sociedad en la que se intensifica el egoísmo y la ley del “sálvese quien pueda”. En ambas novelas se cumpliría el diagnóstico de Adorno cuando escribe que “el momento antirrealista de la nueva novela, su dimensión metafísica, es en sí misma fruto de su objeto real, una sociedad en la que los hombres están desgarrados los unos de los otros y cada cual de sí mismo”.14 Por esta misma razón, en ninguna de estas dos obras está presente ya el narrador tradicional, omnisciente y en tercera persona, propio de las novelas publicadas antes del siglo XX. Antes bien, en el caso de La virgen de los sicarios la voz narrativa, rabiosamente subjetiva, deslenguada, intransigente, llega al punto de rechazar a ese narrador decimonónico por considerarlo poco creíble. En esta novela encontramos un narrador que funda, en palabras de Adorno, “un espacio interior que le ahorre la salida en falso al mundo ajeno, la salida en falso que se manifiesta en la falsedad del tono que se finge familiar con ese mundo externo. Imperceptiblemente (...) el mundo va siendo arrastrado a ese espacio interior”.15

En Juego de damas, por el contrario, múltiples voces narrativas van dando forma al relato, entre las que contamos a los mismos asistentes a la fiesta, al autor-narrador ausente que es también uno de los personajes de la novela (Rodolfo Monsalve), y al propio Moreno-Durán. Esta multiplicidad lograría incluso el efecto de disolver al narrador, y quebraría, mucho más radicalmente que en La virgen de los sicarios, la forma del relato tradicional, llegando en algunos casos a dividir el espacio de la página en columnas paralelas de lectura simultánea (como en el capítulo titulado “Primero Meninas”), y, en general, fragmentando hasta el límite la voz narrativa y la descripción de las situaciones, tal como se puede apreciar a partir del segundo capítulo, “Después Mandarinas”:

En aquel tiempo ya le decían la Ninfa Eco —Ninfa por lo ninfómana y puta, y Eco por lo chismosa. Qué gentecita tan tremenda, ¿verdad? Y fíjate cómo ahora mismo, en plena lucha a muerte de una contra todas por la conquista de nuestro Gran Simpático, Paulette lleva la confusión y el bochorno a ese grupo de señoras que, a su izquierda, y como un conjunto de puños apretados, truenan de rabia y pura envidia, enana. Media hora de arrumacos y provocaciones, de insinuaciones y amacices: debería darle vergüenza pero, como puedes ver, con el descaro que se gasta sería capaz de continuar así toda la noche. ¿Y David? Pobre hombre, ahí sentado a la sombra de Leonor de Aquitania y Jorge Arango, medio compungido y vigilante, parece contemplar su perra suerte con el rabillo del ojo. No —Constancita hace así con la mano, condolida y austera—, no hay derecho.16

Como hemos podido observar, tanto en la novela de Moreno-Durán como en La virgen de los sicarios la reflexión por parte de los respectivos narradores es casi una constante. Dicha reflexión era considerada tabú en la novela “preflaubertiana” por considerársele contraria a la pureza objetiva, o, si existía, era ante todo moral, “toma de partido por o contra figuras de la novela”. Pero en las novelas de Vallejo y Moreno-Durán, y en general en la novela contemporánea, se convierte en “toma de partido contra la mentira de la representación”. Este entrecruzamiento continuo del comentario con la acción narrada diluye la “distancia estética” entre el lector y la obra, creando la sensación de que aquél se encuentra en medio del relato.17 Así, mientras en La virgen de los sicarios el narrador expresa continuamente su punto de vista implacable sobre todo lo que le rodea, en Juego de damas cada una de los narradores aprovecha la mínima distracción para añadir, en mitad de la acción, alguna observación, generalmente despectiva o burlona, sobre sus compañeros, sobre el arte y sobre la realidad nacional. En ambos casos estos comentarios pueden generar reacciones por parte del lector, ya sean positivas o negativas, de rechazo o de aprobación, involucrándolo fuertemente en la obra.

Para finalizar, es notoria la manera en que ambas novelas recurren a la risa, al desparpajo y, sobre todo, a la parodia y la carnavalización para contar una historia tan trágica y violenta como la de Colombia. Así, siguiendo a Bajtín y su ensayo “Carnaval y literatura”,18 podemos ver tanto en Juego de damas como en La virgen de los sicarios fuertes similitudes con el festejo carnavalesco: hay en estas obras una suspensión de “las leyes, las prohibiciones, las restricciones que determinan la estructura, el buen desarrollo de la vida normal (no carnavalesca)”; los personajes resultan “desplazados desde el punto de vista de la lógica de la vida habitual”, como en el caso del narrador y los dos sicarios de la Medellín hiperrealista de Vallejo, aislados en su propia realidad, o el de los antiguos compañeros universitarios que se refugian en el “salón” de Constanza Gallegos y que, amparados por el licor y la música, se olvidan por un rato de sus roles sociales. Y encontraríamos, sobre todo, que en ambas novelas se “aproxima, reúne, casa, amalgama lo sagrado y lo profano, lo alto y lo bajo, lo sublime y lo insignificante, la sabiduría y la tontería, etc.”; esto es, están presentes la profanación, la “desentronización” de todo tipo de ídolos y símbolos religiosos o políticos (La virgen de los sicarios)19 y culturales (Juego de damas),20 y “las parodias de los textos y de las palabras sagradas”, logrando de esta forma “la relatividad feliz de toda estructura social, de todo orden, de todo poder y de toda situación (jerárquica)”.21

El poder reinante en Colombia, ya sea religioso o político, es rebajado y ridiculizado en estas novelas por medio de la risa, es relativizado, y así las obras de estos dos autores logran convertirse, al mismo tiempo, en reflejo y crítica de nuestra realidad, logran contar las verdades que la historia oficial no quiere contar. Las voces contestatarias de Moreno-Durán y Vallejo se abren paso en medio de la apatía general en la que nos hemos sumido, e iluminan todo aquello que queremos negar y esconder para poder autoproclamarnos como uno de los países más felices de la Tierra.

 

Notas

  1. Vallejo, Fernando. La virgen de los sicarios. Editorial Alfaguara, Bogotá, Colombia. 1998. P. 51.
  2. Luz Mary Giraldo y Juan Gabriel Vásquez, entrevista con R. H. Moreno-Durán. En UN Periódico, Nº 84, noviembre 27 de 2005. Tomado de http://unperiodico.unal.edu.co/ediciones/84/10.htm, el día 18 de noviembre de 2007.
  3. Moreno-Durán, R. H. Juego de damas. En Femina Suite. Editorial Alfaguara. Bogotá, Colombia, 2002. P. 309.
  4. Íbid. P. 317.
  5. Vallejo, Fernando. Op. cit. P. 29.
  6. Íbid. Pp. 120-121.
  7. Íbid. P. 20.
  8. Íbid. Pp. 27-28.
  9. “Un tropel entre un carrerío llenaba el pueblo. Era la peregrinación de los martes, devota, insulsa, mentirosa. Venían a pedir favores. ¿Por qué esta manía de pedir y pedir? Yo no soy de aquí. Me avergüenzo de esta raza limosnera. En el oleaje de la multitud, entre un chisporroteo de veladoras y rezos en susurros entramos al templo. El murmullo de las oraciones subía al cielo como un zumbar de colmena. La luz de afuera se filtraba por los vitrales para ofrecernos, en imágenes multicolores, el espectáculo perverso de la pasión: Cristo azotado, Cristo caído, Cristo crucificado. Entre la multitud anodina de viejos y viejas busqué a los muchachos, los sicarios, y en efecto, pululaban. Esta devoción repentina de la juventud me causaba asombro. Y yo pensando que la Iglesia andaba en más bancarrota que el comunismo... Qué va, está viva, respira. La humanidad necesita para vivir mitos y mentiras. Si uno ve la verdad escueta se pega un tiro” (Vallejo, Fernando. Op. cit. P. 15).
  10. “El vacío de la vida de Alexis, más incolmable que el mío, no lo llena un recolector de basura. Por no dejar y hacer algo, tras la casetera le compré un televisor con antena parabólica que agarra todas las estaciones de esta tierra y las galaxias. Se pasa ahora el día entero mi muchachito ante el televisor cambiando de canal cada minuto” (Vallejo, Fernando. Op. cit. P. 23).
  11. Bachtine, Michael. “Epopeya y Novela I”. En Eco. Revista de la Cultura de Occidente (Bogotá). Vol. 32, Nº 193 (Nov. 1977). P. 41.
  12. Adorno, Theodor W. “La posición del narrador en la novela contemporánea”, en Notas de literatura. Traducción de Manuel Sacristán. Ediciones Ariel, S.A., Barcelona, 1962. P. 45.
  13. Íbid. P. 47.
  14. Íbid.
  15. Íbid. P. 48.
  16. Moreno-Durán, R. H. Op. Cit. P. 61.
  17. Adorno, Theodor W. Op. Cit. Pp. 49-50.
  18. Bachtin, Michail, “Carnaval y literatura”. En Eco. Revista de la Cultura de Occidente (Bogotá). Vol. 22 (enero 1971). Pp. 312-315.
  19. “Un cardenal afeminado no es un príncipe de la Iglesia, es un travesti, y su sotana una bata: así la siente” (Vallejo, Fernando. Op. cit. P. 69).
  20. “Diógenes y Crates, qué parejita de crápulas más grande, sobre todo el último que, según decía la gente, vivía tendido tranquilamente entre la mierda” (Moreno-Durán, R. H. Op. cit. P. 145).
  21. Bachtin, Michail, Op. cit.