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Nota del editor

“Los papeles de Ventura”, de Jorge Luis Llópiz

Recientemente fue publicado el libro de cuentos Los papeles de Ventura, del escritor cubano Jorge Luis Llópiz, un filólogo egresado de la Universidad de La Habana, nacido en la capital cubana en 1960 y residente en Estados Unidos desde 1995. “El barbero de Cojímar” es el cuento que encabeza el libro, que puede adquirirse en Amazon.
El barbero de Cojímar

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Cuando el corsario francés Jacques de Sores desembarcó en Cojímar, el lugar era sólo un manojo de bohíos. Hasta ese momento había sido el pedazo de costa más tranquilo que el jovenzuelo Primitivo Ventura había encontrado. Después de descender de la nave “La Pinta”, el pichón de barbero besó el suelo mientras escuchaba en boca de Cristóbal Colón: “Es la tierra más hermosa que jamás haya existido”. Tras las palabras del almirante decenas de cotorras asustadas remontaron vuelo luciendo un plumaje brillante y colorido. Las aves sobrevolaron árboles frondosos de un follaje verdísimo tras cuyos anchos troncos se escondían indias de piel cobriza y de senos redondos y jugosos. Colón alucinó, inmediatamente, ante la virginidad del paisaje y olvidó la promesa de entregarle al fígaro un virreinato. Luego de varios días, el muchacho, viendo la actitud desmemoriada de su jefe, decidió bordear la costa hasta encontrar el paraje de sus sueños.

Llegó a una playa de arrecife y arena, rodeada de cocoteros, palmas y uvas caletas. ¡Era, sin dudas, el paraíso! No muy lejos, en la desembocadura del río, había un puñado de chozas con indios merodeando casi desnudos. Los más cordiales le ofrecieron al forastero agua de coco y las más atrevidas comenzaron a tocar las barbas del recién llegado.

Primitivo quedó encantado con el lugar. Las moradas de los indígenas estaban construidas con ramas y pencas de guano, bajo la sombra de hermosos flamboyanes cubiertos de flores. Fue amor a primera vista. A pesar de que las casuchas estaban cundidas de hormigas, cucarachas y alacranes, el conquistador decidió fundar su propio virreinato y nombró, a ese cacho de litoral, Villa de Cojímar. Los indios sin entender la palabrería del turista festejaron con danzas y canciones la presencia del extraño; y el fundador en medio de la algarabía no podía imaginar —años después—, a su tierra encantada incendiada a manos del temible corsario francés Jacques de Sores.

Fue un ataque por sorpresa. Todos dormían a medianoche cuando el guano de los techos comenzó a arder. Los habitantes soñolientos salieron corriendo despavoridos mientras eran cazados a plomo limpio. Si los mosquetes no dejaban inerte a la víctima, una espada, salida de la oscuridad, la decapitaba sin miramientos. Primitivo pudo escaparse, deslizándose entre los matorrales, rumbo al pantano. Desde las profundidades de las tembladeras, fue testigo de cómo se consumía su amada villa sin poder hacer nada.

El inaudito suceso quedó pegado en la mente de Ventura, quien contaba, una y otra vez, las atrocidades de los bandidos. La narración llegó a los oídos de su hijo Juan, a la edad de cuatro años; y la siguió escuchando hasta la juventud, sin variación alguna, de cómo aquel diablo francés había destruido el edén de Cojímar. Durante todos esos años, el vástago había acompañado a su padre en la tragedia de las cabañas calcinadas y en el canto de ángeles que escuchó el sobreviviente al mirar los cuerpos mutilados. Una leve sonrisa se asomó, otra vez, en el rostro de su progenitor, al recordar los besos de despedida de su mujer la tarde anterior al inesperado saqueo. Ella y Juancito habían ido rumbo a casa de una amiga en Guanabacoa, un pueblo que lindaba al sur a pocos kilómetros de Cojímar.

De regreso a la vecindad, la esposa se horrorizó al tropezar con tantas cabezas regadas por los arrecifes. Se abrazó fuertemente a Primitivo y le pidió regresar a España. El marido parecía no escuchar, sólo acariciaba los cabellos de su pequeño Juan, enmudecido por tanto desmadre. La mujer deseaba alejar a su hijo de tal salvajismo. Verlo crecer en un lugar seguro al resguardo de piratas inescrupulosos. El esposo negó con la cabeza sin decir palabras. No estaba dispuesto a regresar al viejo continente con las manos vacías. Había venido a las indias con el afán de tener un virreinato. Ahora lo tenía, y no iba a abandonarlo. Mientras la esposa le reclamaba que toda la villa había quedado desolada, él colectaba pencas de guano y ramas para reparar las moradas. No había pasado mucho tiempo cuando indios, cubiertos de lodo, comenzaron a salir del pantano. ¡No estaban solos! Las figuras de barro ataron las ramas con bejucos, entretejieron las pencas de guano y las pusieron sobre las ramas en forma de triángulo. Los aparecidos ayudaron al virrey a reconstruir la villa de Cojímar, incluida la barbería, la cual se erigió a pocos metros de la orilla de la playa, utilizando troncos de árboles de cedro, atados con fuertes bejucos. Desde el sillón del barbero podía verse el inmenso mar. La vista era impresionante y las olas arrullaban a los pueblerinos a la hora de cortarse el pelo.

Juancito advirtió, desde la falda de su madre, un pueblo naciendo de las cenizas y una intranquilidad viscosa latiendo en el corazón de su padre. Primitivo ya no podría jamás abandonar la idea de ser sorprendido a medianoche. Por esa razón, hizo mucho hincapié en hacer empalizadas, refugios y un torreón de madera, a modo de atalaya, para que nunca más sanguinarios piratas se salieran con la suya. Deseaba, también, conservar las hazañas del pueblo de Cojímar y le narró a su hijo cientos de veces cómo era la aldea antes y después de la hecatombe, y cómo los indígenas le habían ayudado a construir la primera barbería con vista al mar.

El fígaro, ante la recién terminada barbería, recordó el primer día de trabajo. Abrió la puerta del recinto e invitó a los indios a cortarse el cabello. Ellos se negaron a entrar. Estaban acostumbrados a recortar sus hebras y bigotes debajo de los flamboyanes. Sólo al presenciar la habilidad de las tijeras del anfitrión, se convencieron de lo anticuado e incómodo de seguir usando cuchillos de piedra. Accedieron a sentarse en el sillón improvisado con trozos de madera, seguros de librarse de los jalones de pelo a mano de pedruscos afilados. Mientras los indios seguían con sus ojos las olas suaves de la playa, el barbero los libraba de varias libras de pelo.

Después de la reconstrucción de la villa, las visitas a la peluquería se hicieron más frecuentes; sobre todo cuando Primitivo comenzó a compartir todas las habilidades propias de un barbero. Pelaba, ponía cataplasmas contra el resfriado y preparaba infusiones de hierbas selectas para aliviar los empachos. Si estaba ocupado, sacándole la muela a un indio y llegaba una emergencia, como la de un chico con la cabeza rota, abandonaba su labor de estomatólogo para atender al herido. Suturaba con maestría la partidura de cráneo y regresaba con premura al paciente que seguía con la boca abierta. Los clientes, sentados sobre la arena, esperaban su turno con peces, animales y frutas. El peluquero les llamaba uno a uno, y ellos entregaban los obsequios a cambio de sus servicios. Juan escuchaba de boca de su padre cómo aquel trajín de la barbería lo remontaba a su tiempo de marino en la embarcación del falso de Colón.

Las tres carabelas habían salido de Cádiz hacía varias semanas y los marineros ya comenzaban a inquietarse. Colón le dijo al muchacho Primitivo que, si le ayudaba a controlar el nerviosismo de la tripulación, le regalaría un virreinato no más pisasen las costas de las Indias. El pichón de barbero, ilusionado, comenzó a hacer pelados novedosos, deslumbrando a los malhumorados marinos; incluso, su estilo elegante mejoró la gaguera incurable del cartógrafo Juan de la Cosa, con quien había establecido una estrecha amistad entre cortes y afeitadas. El adolescente apaciguó por unos días a los insubordinados hasta una tarde sofocante del mes de agosto. Dos hombres, fuera de control, se fueron a las manos. En la riña, la cuchillada de uno de ellos separó de cuajo el dedo pulgar de su contrincante. El jovenzuelo hizo milagros para pegarle el dedo. La sutura fue todo un éxito y los rivales agradecidos depusieron la cólera. Toda la tripulación reverenció la sabiduría del lozano peluquero.

Estas historias las contaba Primitivo a su hijo, tantas veces, que Juan percibió los demonios de su padre. Él se había enfrentado a los diablos de otros hombres sobre todo cuando se embarcó con Colón y escuchó de boca de los tripulantes los innumerables monstruos marinos a la espera de barcos en altamar. La cantidad de naves destrozadas entre los tentáculos de pulpos gigantes y de embarcaciones caídas en el abismo después de topar con la línea del horizonte no atemorizaron al novato. Sin embargo, los demonios de ahora eran diferentes, lo consumían, lo vapuleaban como una hoja marchita. Juan había observado la misma fragilidad, en más de una ocasión, en los ancianos. Repetían la misma historia, una y otra vez, como si lucharan para no olvidarla. ¡Cosa rara!, pues su padre apenas rebasaba los sesenta años. ¿Qué le estaba pasando? Esa desmedida insistencia en memorizar la historia de Cojímar perturbaba al jovenzuelo; incluso le pareció ver en el rostro de su progenitor la mueca de la angustia de no ser recordado. Sería —ya se lo había dicho su padre—, como si jamás hubiera existido; y eso le parecía una infamia contra su tierra prometida. Por eso cuando Juan concibió la idea de producir tablillas de madera de la corteza de los almendros, y escribir en ellas las aventuras de su padre, las ocurridas antes y después de la piratería del francés, Primitivo pudo descansar en paz.

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El día en que las termitas devoraron las tablillas de madera, Francisco Ventura creyó ver a su abuelo retorciéndose en la tumba. Los anales de Cojímar hubiesen terminado en la panza de los insectos, si no fuera por la paciencia de su padre Juan de escuchar, miles y miles de veces, las hazañas de Primitivo. Él era la constancia de un pasado viviente. Podía narrar los hechos como si hubiera sido el fundador de la villa; y mientras los dictaba a su hijo Francisco, éste reparó una ausencia importante: las aventuras de Juan no estaban incluidas. Las de su padre deberían ser parte, también, de las crónicas de Cojímar.

Muerto Primitivo, Juan sintió que el pueblo ya no sería el mismo. Nadie como su padre dominaba a la perfección el arte de la barbería. Fue, como él, un reconocido estilista; pero nunca pudo estar a la altura de su progenitor. Cada vez que traían a un chico con la testa rota, se desmayaba. La sangre le daba flojera. Las cabezas de los vecinos regadas por los arrecifes no habían abandonado sus sueños. Las veía peregrinar, todavía, alrededor de la falda de su madre. Esta condición le hacía sentirse inferior al no poder llevar a cabo la labor de curandero, vanagloria de los barberos desde la antigüedad.

Francisco incluyó en sus narraciones las vicisitudes de su padre Juan; pero no las escribió en las tablillas de madera. No quiso correr el riesgo de ver las glorias de su familia trituradas en las fauces de los comejenes. Por eso, fue hacia la ribera del río, colectó diferentes juncos y los molió hasta conseguir una pulpa consistente en forma de papiro. Allí escribió los trajines de su abuelo para fundar la villa y las vicisitudes de su padre por mantener el recuerdo de Primitivo vivo. Desde entonces, la genealogía de Cojímar iba enrollada de un lugar a otro, lejos del apetito incansable de las termitas.

El papiro había sido un hallazgo importante en la conservación de las efemérides del pueblo, pero tenía una dificultad muy molesta para Francisco. En el momento de aludir a un evento histórico, había que desenrollar el papiro completo e ir leyendo, línea por línea, hasta encontrar el suceso en cuestión. Una vez, mientras trataba de contarle a su hijo Fortunato cómo su abuelo Juan había sido realmente una persona valiente, el pequeño se quedó dormido antes de escuchar la trifulca entre su abuelo y un ladino mayoral.

Una tarde pegajosa, de esas que ablandan al espíritu más rebelde, se apareció en el pueblo el mayoral de Campo Florido donde se había construido el primer ingenio azucarero del este de Cojímar. Venía a llevarse a indios para trabajar como esclavos en las plantaciones de cañas. Juan estaba seguro de que su padre Primitivo no hubiera dejado al intruso tocar el cabello de uno de sus clientes. Por su parte, él no haría menos; y sin prestar atención al arsenal del mayoral, blindado hasta los dientes y acompañado de una jauría de perros salvajes, le dijo que ningún indio se movería de la villa. Ellos eran, realmente, pescadores; no cortadores de caña; y para llevarse a alguno de ellos, primero, tenían que cortarle la cabeza. Al decir aquellas palabras, vio una testa rodar por los arrecifes muy parecida a la suya, pero no le importó. Tal vez se había acostumbrado a presenciar en sus sueños tantos acéfalos cabeceando sobre los rompientes de la playa. El mayoral, presenciando tal resolución en el rostro del peluquero, dotado, sólo, de un par de tijeras, dio media vuelta y se fue. Desde ese día, los indios aclamaron a su defensor como digno descendiente de Ventura. Ellos admiraban a Primitivo como el fundador de la villa; y a Juan, como el padre de Cojímar.

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Fortunato imaginaba cómo su abuelo se enfrentaba al mayoral, pero de las historias leídas por su padre la que más le gustaba era la de su bisabuelo Primitivo inventando cortes de cabellos graciosos para divertir a la tripulación en la carabela en la Santa María. Para él, el barbero más célebre era quien pudiera arreglar la cabeza más disparatada del mundo.

No obstante, prestaba oídos a las vicisitudes de su padre Francisco en los tiempos del cólera, en los tiempos en que él salía a la luz. Por la fecha, varios brotes de peste habían matado a miles de personas no sólo en Cojímar sino también en Guanabacoa, en Campo Florido y en toda la costa del este de La Habana. Por eso, Francisco decidió, en la época de embarazo de la esposa, montarse en un barco con ella y quedarse navegando por el litoral hasta la hora del parto. Luego, zarparía en la bahía de La Habana y la llevaría a la mejor partera de la ciudad.

Fue difícil mantenerse alejado completamente de la costa. Los víveres y alimentos escaseaban en el barco; y, de vez en vez, debía mandar a dos de sus hombres en bote para conseguir comida. ¡Cuántas veces sus propios marinos, al ir a tierra por comestibles, no podían regresar, fulminados por la peste! Muchos años después, cuando Francisco le contaba a su hijo los sinsabores de su nacimiento, ya Fortunato escribía las tribulaciones de los Ventura en un pergamino.

El papiro no había podido conservar la epopeya del pueblo. El salitre había acabado con él. Lo había enmohecido, lastimeramente, y las letras apenas se podían leer. Fortunato sabía de las escrituras de los griegos. Eran excelentes marineros y habían utilizado la piel de los animales para anotar los inventarios de los productos traslados de un país a otro. En los parajes de los alrededores de Cojímar, abundaban los jíbaros y los cabras salvajes. Era cosa de montar dos cacerías por semana y asegurarse de la piel que perpetuaría las aventuras y desventuras de su ascendencia.

Una vez más las memorias de los Venturas fueron narradas desde la fundación de la villa a manos del bisabuelo Primitivo hasta la acusación del mayoral de Campo Florido de que Francisco era un abolicionista. El mayoral no consiguió meter en la cárcel al renegado Juan, pero logró resarcir el insulto acusando a un miembro de su familia. Estuvo décadas denunciando, al gobernador de la isla, la actitud abolicionista de Juan. El acusado pudo defenderse muy bien. Los pescadores de Cojímar eran los suministradores del pescado en los banquetes de la realeza de La Habana; y de convertirlos en cortadores de caña, arruinaría sensiblemente el paladar de la alta sociedad. Fueron razones suficientes para que el gobernador de la isla desatendiera las acusaciones del mayoral. No obstante, el acusador estuvo muchos años a la caza de una oportunidad para cobrarle a Juan su rebeldía. Cuando el renegado se fue al otro mundo, el mayoral no desistió de su venganza e incriminó al hijo del finado. Él debía pagar la deuda de su padre.

Fortunato copió, desde el ilegible papiro, que Francisco se había alejado de las costas de Cojímar con el ánimo de cuidar a su esposa hasta la hora de dar a luz. Durante los meses de gestación y de estar bojeando el litoral de La Habana, un grupo de negros jamaiquinos se habían instalado en el pueblo. Le dijeron a la gente que deseaban ser pescadores, pero realmente estaban preparando una sublevación para liberar a los esclavos de los ingenios de Campo Florido. El mayoral aprovechó la nueva circunstancia y desempolvó la querella con su antiguo enemigo, acusando a su hijo de organizar desde el mar a unos revoltosos, ansiosos de adueñarse de los centrales de azúcar. Aunque Francisco renegó de la denuncia y juró su inocencia bajo la palabra de Dios, fue encarcelado; y no le dieron la pena de muerte porque Fortunato presentó ante el gobernador la prueba de la coartada de su padre. El joven trajo el pergamino de las escrituras de Cojímar cocido con hilos de junco. Podía leerse con facilidad las crónicas con tan sólo voltear los pliegos de cuero. ¡Qué hubiera sido de Francisco si la prueba de su inocencia estuviera guardada en el extenso papiro! El acusado se vio aquella tarde tratando de contarle a su hijo cómo su abuelo Juan se había desembarazado de su temor a la sangre mientras el pequeño se quedaba dormido.

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A pesar del esfuerzo, Fortunato no pudo liberar a su progenitor y dentro de su pecho creció un rencor incurable. Su ira aumentó con los años y estalló el día de Nochebuena cuando le trajeron la triste noticia de la muerte de su padre. Ya había escuchado los rumores de la presencia de los mambises liberando esclavos por los cañaverales de la isla. Los españoles los correteaban por los cerros y maniguas con la esperanza de detenerlos, pero eran los insurrectos una especie de güijes malandrines que aparecían y desparecían ante los ojos de sus perseguidores. A él le importaba un carajo la contienda entre ambos bandos; lo suyo era los trajines de la barbería; pero ante la injusticia cometida con el viejo, estaba dispuesto a irse con los revoltosos a incendiar cuanto ingenio se le apareciera en el camino.

Mucho antes de irse a la manigua, Fortunato había recorrido varios países de Europa. Su inclinación por los cortes de pelo a la última moda lo llevó a las costas de Roma. Conoció los peinados más modernos de la escuela italiana, aprendió a diseñar exuberantes pelucas en la escuela francesa; y adquirió los trucos de la escuela española para transfigurar a un pícaro en un hidalgo. A su regreso, convirtió la barbería en un salón de belleza. Trajo consigo las mejores pelucas de París para adornar la vitrina del recinto. Los pescadores, dispuestos al rasurado de sus barbas, se quedaban petrificados al percatarse de los modales finos de Fortunato. Con una habilidad asombrosa, amoldaba los rizos de las mujeres y afeitaba las piernas de las presumidas. La gente de mar no veía con buenos ojos los aires del modisto. Si su padre Francisco presenciara la nueva fachada de la barbería, no estaría de acuerdo en salir de la mazmorra. Por eso, cuando Fortunato metió las tijeras y las pelucas en una maleta; y dijo que se iba al monte a quemar ingenios, todos en el pueblo se quedaron boquiabiertos.

La manigua no era precisamente un lugar para montar una barbería. Era un paraje inhóspito, repleto de bejucos, mosquitos y pulgas. El calor era insoportable. En nada recordaba a la brisa cálida de la playa despeinando el cabello del estilista. No obstante, pese a las dificultades, el barbero nunca abandonó su estilo. Se preocupó por la buena apariencia de los insurrectos, a quienes rasuraba y peinaba antes de salir a arriesgar sus vidas en el campo de batalla. Por muchos meses, el lugarteniente del regimiento le prohibió al peluquero marchar con ellos a matar españoles. No querían perder al único hombre que sabía arreglar cabezas en medio de la manigua.

La negativa del jefe fue desatendida el día de la quema de los ingenios de Campo Florido. Ese era un lugar fatídico para su familia y no podía perderse la oportunidad de hacerle algún rasguño. Fortunato salió sin ser visto del campamento y se escondió con su caballo cerca de una plantación de caña. Se quitó la ropa, se puso una peluca en la cabeza y, con una tea empapada en querosene, esperó a que los esclavos salieran con sus machetes de la plantación de caña. ¡Cuál fue la sorpresa de los insurgentes al divisar al modisto montado en un caballo dándole candela al cañaveral a diestra y a siniestra! Parecía un demonio encuero, de pelo largo, decido a acabar con cuanta caña estuviera en pie. Desde ese día, nadie dudó que el hombre de ademanes finos e índice levantado, pudiera, también, con el filo del machete, despeinar al más pinto de la paloma.

La guerra duró poco tiempo y Fortunato regresó a su antigua barbería. Lo primero que hizo fue abrir la puerta del recinto. Desalojó a los cangrejos, dormidos por doquier, y sacudió a las algas marchitas incrustadas en los espejos. Luego fue al gabinete y desempolvó el pergamino, guardado antes de marcharse. Debía, ahora, narrar su propia historia, pero se dio cuenta de algo inquietante. No tenía descendencia y temió que la estirpe de los barberos muriese consigo. Hasta ahora, ninguna doncella le había despertado alguna ilusión. ¿Dónde encontrar una? Le echó mano a una mulata, recién liberada del ingenio del fallecido mayoral, y como si se vengara de los atropellos del amo contra su padre, le dio tanto cuero a la desencadenada que ésta quedó embarazada esa misma noche; por suerte para Fortunato, pues, en honor a la verdad, las mujeres no contaban entre sus preferencias.

Mientras la barriga de la bella liberta crecía, Fortunato estaba preocupado por los animales sacrificados para poder escribir las memorias de los Venturas. Al principio degollar a un cerdo o a un carnero no era un problema. Se podía corretear a las bestias por los cerros de los alrededores, pero con tanta tea incendiaría por parte de los mambises los animales salvajes se habían refugiado monte adentro y era muy riesgoso darles caza en lugares tan intrincados en la maleza. Fortunato se vio obligado a viajar a España y comprar rollos extensos de papel y barriles de tinta para reescribir los anales del pueblo. No había aún atracado el barco en el muelle cuando la mulata desde el atracadero le mostró al grumete el fruto de una noche pasional. Fortunato, sin importarle la mirada de los tripulantes, saltó de alegría en la punta de los pies a la manera de una bailarina francesa. Fue tanta la euforia que, después de nombrar al bebé Joaquín Ventura, se entregó de lleno a copiar del pergamino al papel las hazañas de sus antepasados. Estaba convencido de que cuando Joaquincito pudiera leer, ya el libro estaría terminado y podría darle a conocer a las futuras generaciones la verdadera historia de los Venturas.

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Una noche de agosto, mientras Joaquín Ventura dormía sobre el sillón de su barbería, las ventanas y las puertas comenzaron a sacudirse. Desde sus sueños, el ruido era casi arrullador; pero, poco a poco, se fue convirtiendo en algo inquietante que obligó al durmiente a abrir los ojos. ¡Qué extraño! El salón de la barbería era un pozo de agua donde flotaban las sillas. Entre soñoliento y asustado, fue hasta la puerta con el agua por la cintura. Abrió la portezuela con mucho trabajo; y la negrura de la noche entró, de golpe, en el recinto. Apenas se podía divisar la estatura de las olas, sólo se percibía un rugido ensordecedor proveniente del mar. Entonces, el hombre salió de la casa; y, a brazadas limpias, fue flotando un buen tramo de la playa hasta tocar tierra firme. Corrió, sin mirar atrás, escuchando el berrinche de las aguas enfurecidas.

Cuando llegó a la cima de una colina y miró sobre sus pasos, las olas golpeaban con odio cuanta cosa encontraban a su paso, desflecando a las palmas, arrastrando a las personas, arremolinado a los animales de corral, desmoronando paredes y aplastando los techos de la vecindad. No era la primera vez que el pueblo desaparecía a los ojos de los Venturas, pero Joaquín jamás había palpado la húmeda arenosa de la nada. Sí, él había escuchado muchas veces el relato sobre su antepasado Primitivo sufriendo la devastación de la aldea a manos de un demonio francés; pero, una cosa eran las narraciones acerca de los predecesores en boca de su padre Fortunato; y otra, verse absolutamente solo en medio de tanta destrucción.

A la mañana siguiente las olas se habían retirado y el sol alumbraba a cientos de peces y aves muertas en la arena. No quedó nada en pie; sólo la marca de los cimientos de las casas y el olor a mariscos nauseabundos y a tripas de animales descompuestas vapuleando los alrededores. Cuando el sobreviviente se percató de que su barbería descansaba en el fondo del océano, dio un grito aterrador. ¡Los manuscritos! De pronto, voces de lamento cayeron desde un tiempo muy lejano. Sus ancestros le golpearon los hombros acusándolo de dejar morir la historia de Cojímar.