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Lo que la violencia no se pudo llevar

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Paramilitares colombianos

El sol del mediodía refulge en lo alto y prodiga sus ardientes rayos sobre la población de El Carmelo, localizada al suroriente del departamento del Valle del Cauca, a unos 30 kilómetros de Santiago de Cali, capital de esa comarca. Y en una finca lechera, emplazada en las inmediaciones de este tranquilo pueblo, labora, bajo la sofocante mirada del abrasador astro, Fabio Zuluaga Jaramillo, un campesino caldense que fue desplazado de su terruño por grupos armados irregulares.

Tal vez la historia de Fabio parezca un relato común y poco extraordinario, porque, al fin y al cabo, las víctimas de la violencia han sido el pan de cada día que se cocina en los atroces e infernales hornos del conflicto armado interno colombiano. Sin embargo, por la forma en que este hombre arrostró los continuos porrazos que le ha dado el destino, puede ser catalogado como uno de esos seres que sin quererlo dan ejemplo de vida, claro está, sin las pretensiones de un héroe y mucho menos las de un mártir.

Y es que una vez los implacables infortunios acometieron, las circunstancias, para Fabio y su familia, se tornaron tan desfavorables que se veía venir la inminente desmembración del hogar, la cual amenazaba con separarlo a él y a su esposa de sus hijos. Pero este hombre optó por no amilanarse y dar la pelea para mantenerse juntos, aun teniendo en contra a esa forzosa miseria a la que habían sido reducidos. Y con la obstinación propia de un papá que protege a los suyos, Fabio no permitió que su familia se disgregara.

El campesino con voz melancólica y con el entrecejo fruncido dice que cuando una persona cae en la miseria se vuelve como una hoja al viento, no va para donde quiere sino para donde le toca. Por eso él no puede olvidar que, en aquel entonces, pese a que sus niños imploraban no ser llevados, sus bienhechores del gobierno ya habían anunciado que los enviarían a albergues diferentes, y debían entender que todo era por su bien.

No obstante, Fabio conocía casos de otras familias desplazadas a cuyos hijos no volvieron a ver, y él no estaba dispuesto a correr ese riesgo, por eso no se iba a quedar de brazos cruzados mientras perdía a sus muchachos, en tanto el y su mujer aguardaban por un auxilio que probablemente nunca llegaría.

Pero hasta aquí, sólo va un exiguo fragmento del relato. Porque para conocer a Fabio y escuchar de su boca las peripecias que ha vivido, primero hay que arribar a El Carmelo. Y Para llegar a esta localidad, partiendo desde Cali, se debe cruzar el puente que se empina sobre el río Cauca y que comunica a la capital valluna con la tradicional zona discotequera de Juanchito.

Una vez ahí, el recorrido continúa a través de una carretera flanqueada por un exuberante verdegal del que manan espesas praderas y encantadoras alamedas. Y, aproximadamente, al cabo de 25 minutos de trayecto se arriba al mencionado villorrio, donde el tiempo discurre con parsimonia y en el que los lugareños, si bien son corteses y serviciales, no dejan de observar con extrañeza a los forasteros.

Así mismo, las bicicletas y los caballos, como lo fueron en antaño, siguen siendo el medio de transporte más práctico y común, y los escasos vehículos, que se ven aparcados, o circulando por las estrechas vías, pertenecen bien sea a los visitantes, a los propietarios de las fincas aledañas o a algunos habitantes, y otros hacen parte del transporte público. Por otra parte, en el umbral del pueblo hay un letrero que pende de dos cuerdas amarradas a dos postes de luz, levantados en las márgenes opuestas de la calle, y pese a que el aviso se encuentra borroso por el corrosivo paso de los años, aún es posible leer su leyenda que reza: Bienvenidos a El Carmelo.

Este pueblo se halla circundado por una zona campestre de tierras feraces y llanas, donde se erigieron numerosas haciendas; entre las que se encuentra la finca La Dolores, cuyo propietario es un comerciante de la zona, y es el lugar donde ahora trabaja Fabio Zuluaga, después de sobrellevar un prolongado periodo de continuas emigraciones en busca de una residencia y un empleo estables.

En esta villoría Fabio funge como capataz, ordeñador, mayordomo, pastor, e incluso por cortesía de su experiencia y conocimientos hace las veces de veterinario empírico; obviamente, como es habitual en Colombia, el salario que devenga, más que inversamente proporcional, es irrisoriamente desproporcional a sus numerosos e intensos menesteres.

Además, el trabajador, su esposa y sus cuatro hijos menores, quienes todavía lo acompañan, viven en la pequeña y humilde casa de la hacienda, en cuyas erosionadas paredes se evidencia un precario mantenimiento y eso, sumado a la estrechez de las estancias, obliga a Fabio y a su familia a vivir hacinados y bajo condiciones que a él le resultan difíciles de aceptar, puesto que como él mismo lo dice, no se ha jodido tanto en la “hijuemadre” vida como para no volver a darles a su mujer e hijos un bendito techo digno.

De otro lado, la faena diaria de Fabio Zuluaga principia mucho antes del alba, momento en que debe empezar a ordeñar las vacas, pues justo a las seis se detiene frente al portón principal de la hacienda el camión que recoge el producido. Por eso a las tres de la mañana, cuando los grillos todavía están de fiesta y el viejo gato deambula en furtiva cacería, Fabio abandona su lecho, silente para no despertar a su familia, y toma su pequeña banqueta y un balde.

El ordeñador se detiene primero frente al lavadero que está fuera de la casa, ahí sumerge sus manos en el receptáculo rebosante de agua, y se empapa el rostro y la nuca para ahuyentar la fastidiosa modorra. Al cabo de unos segundos, cuando el frío líquido lo hace espabilar, camina hacia el aprisco y se sienta cerca de la primera vaca. Entonces con ambas manos se aferra a las ubres del animal y las presiona y las hala, en repetidas ocasiones, mientras la leche brota a raudal de las enormes mamas, como si fuesen nubes cargadas de agua lluvia.

Luego, a eso de las ocho de la mañana, la jornada de este hombre continúa con el pastoreo del ganado, el cual lleva a pacer a las dehesas cercanas; dicha labor suele tardar varias horas, pues es el responsable de que 60 reses siempre estén bien alimentadas. Entonces, una vez se aproxima la hora meridiana, Fabio sabe que es el momento de cubrirse el rostro con una camiseta raída que porta en su mochila, para resguardarse del implacable flagelo del sol. Si bien la improvisada máscara tiene una estrecha abertura para no tapar los ojos, de todas maneras se nota el sudor que se escurre profusamente por su nariz.

Igualmente, el atavío de este hombre, lo complementan un sombrero y una camisa de manga corta, tan ajada como aquella que tiene ahora guareciendo su cabeza. También viste unos jeans viejos y sucios, calza unas botas pantaneras y en su mano derecha ase un zurriago para arrear el ganado.

Horas más tarde, Fabio regresa con la cohorte de toros, vacas y terneros para encerrarlos en el establo. Una vez las bestias son confinadas en su recinto, cualquiera podría imaginar que finalmente su cuidador disfrutará de un merecido reposo, pero la realidad es bien diferente, puesto que el mayoral almuerza en un santiamén para reanudar sus tareas, que ahora comprenden ir a fumigar y revisar los cultivos, inspeccionar el estado de las gallinas y estar al corriente de cualquier contingencia que se pueda presentar en la hacienda.

De este modo arriba la noche, y en el semblante de Fabio brotan unas marcadas ojeras, producto del fuerte agotamiento que lo domina, entonces a eso de las diez de la noche el hombre se arroja exangüe en el viejo y herrumbrado catre que comparte con su esposa, para intentar recobrar energías y reiniciar en la madrugada del día siguiente sus interminables ocupaciones.

 

Todo tiempo pasado fue mejor

La vida de Fabio no siempre fue así; hasta hace unos cuantos años el transcurrir de sus días era muy distinto a como lo es ahora. Este campesino paisa de pura cepa, y con medio siglo de vida a cuestas, nació de la unión entre don Juan Clímaco Zuluaga y doña Edelmira Jaramillo, siendo el menor de seis hermanos.

Fabio Zuluaga rememora que en sus buenos tiempos era el típico hombre que portaba con noble orgullo ese legado cultural y de tenacidad que brotaba por doquier en las campiñas del Viejo Caldas. Y eso se patentizaba en su talante y su vestir, pues él andaba muy orondo con el poncho al hombro, el carriel terciado, su sombrero y, eso sí, por ningún motivo le podía faltar el machete en la vaina que cuelga del cinto.

Y pese a que después de salir forzado de su predio las adversidades han intentado abatirlo una y otra vez, se necesita más que eso para derrotar a un hombre que mantiene la firmeza de un roble y el ímpetu de un guerrero. Y aunque, evidentemente, Fabio no posee la estampa de un guerrero, como la de aquellos corpulentos que se ven en las películas, tampoco precisa de ella para enfrentar a las dificultades.

Él es de mediana estatura y complexión delgada, sobre su cutis curtido por el sol se pintan adustas facciones que discuerdan con un temperamento amable y jovial, pero que puede tornarse volcánico si de proteger a la familia se trata. Su nariz es aquilina y de sus apacibles ojos cafés, sobrevolados por tupidas cejas, rezuman los bríos de aquellos campesinos nacidos en el eje cafetero colombiano.

Y fue Marquetalia, municipio del departamento de Caldas, una tierra abarcada por boscajes y por el sinuoso relieve de la cordillera de los Andes, la que en el año 1960 vio nacer a Fabio Zuluaga, y sobre ese mismo suelo, en la iglesia del pueblo, veinte años después, contrajo matrimonio con Martha Lucía Gallego Cárdenas, su gran e incondicional amor y madre de sus nueve hijos.

Martha, por su parte, es una mujer de 48 años, procreadora por antonomasia, que a pesar del tiempo y las inclemencias de la vida, aún conserva los vestigios de su belleza de otrora. Su rostro de finas facciones se encuentra ceñido por su negra cabellera, y en él destellan sus ojos verdes, brillantes como esmeraldas recién bruñidas. Y ni siquiera su muy humilde atavío consigue afearla.

En aquel entonces, el flamante matrimonio Zuluaga Gallego se proyectaba como una familia prominente, fruto del trabajo de Fabio en su finca cafetera, ubicada en una vereda llamada Guarinó-Guamo de jurisdicción del municipio de Marquetalia. Con casa propia y buen trabajo a la pareja únicamente le faltaba el anhelado advenimiento de los herederos para ser plenamente felices, pues a qué podían temer, si estaban acorazados contra las carencias y gozaban de los medios suficientes para brindarles a sus hijos una vida, quizás no con lujos, pero sí cómoda y decente.

Y, en efecto, los hijos no se hicieron esperar y los primeros en ser engendrados fueron Fabián Ricardo, John Freddy, Diana Carolina, Víctor Alfonso y Jazmín Andrea; cuyas edades, hoy por hoy, son, en el orden correspondiente, de 30, 28, 26, 24 y 22 años. Sin embargo, Fabio y Martha resolvieron que con la pequeña Jazmín concluía su nutrida progenie.

Pero el destino ya había decidido lo contrario, y seis años después se daría comienzo a un nuevo ciclo de alumbramientos que arrancaría con el nacimiento de Juan Carlos, hoy con 16 años, y proseguiría con la llegada de William Alberto, Diego Alejandro y Franci Daniela de 14, 12 y 10 años, respectivamente, en la actualidad.

En aquella época la numerosa familia Zuluaga Gallego vivía en su idílica finca, que fue una heredad que les dejó don Juan Clímaco, quien, con ayuda de sus hermanos, la construyó en los años treinta. La casa era fuerte como una roca, puesto que fue erguida por vigorosas manos, las cuales alzaron cada muro y cada viga empleando madera tan sólida como su esfuerzo.

Esta granja se hallaba a los pies de una loma y se encontraba cercada por la frondosa vegetación silvestre. Alrededor de la casa se extendían las ingentes huertas donde había cultivos de plátano y yuca, y en el horizonte se imponían los majestuosos potreros, donde las reses y los caballos podían moverse y pastar a placer. Igualmente, Fabio tenía en su finca un vasto criadero de gallinas y gallos finos, de esos de pecho inflado y arrogante caminar, que son coloridos como un arco iris emplumado.

Entre tanto, los árboles frutales, que salpicaban el paisaje, hacían parte de una matizada e imperturbable comitiva que velaba en los contornos de la casa. Fabio recuerda que había palos de mango, guayaba, cañafístula y naranja, en los cuales los muchachos se trepaban para engullir las frutas hasta empacharse. Y el cultivo más representativo e importante, el café, fue plantado desde la base hasta la ladera de la loma, faltando pocos metros al ejército de arbustos para coronar la cima.

Cuando Fabio trabajaba en esta finca, que era tan suya como la sangre que corre por sus venas, recibía la colaboración de sus hijos y su esposa, quienes le ayudaban a coger los granos de café, en pocas palabras esta actividad se convertía en un momento perfecto de unión familiar. Luego depositaban los frutos en la tolva para descascararlos, Fabio cuenta que su tolva era pequeña y funcionaba manualmente, dándole manivela, pero que por sencilla que pareciese, bastante útil y resistente sí era. Esta parte del proceso terminaba cuando el grano salía ya sin su cubierta, entonces era arrojado a un tanque donde lo lavaban con una manguera.

El siguiente paso consistía en depositar el café sobre unos plásticos que eran extendidos en el zarzo de madera, justo debajo del tejado de zinc de la casa. Por tanto, cuando el sol se encarnizaba calentando aquel techo de zinc, los granos se secaban rápidamente. La familia Zuluaga Gallego llevaba a cabo este trabajo, religiosamente, de lunes a viernes, y el día sábado empacaban el café en costales para que Fabio fuera a venderlo a Marquetalia.

El hombre se arreglaba cual Juan Valdez, pues como él lo asegura: para ir a vender los productos uno tenía que emperifollarse y ponerse una buena pinta, así a uno lo respetaban y no le ofrecían chichiguas. Por lo tanto, al despuntar el día, Fabio ensillaba sus dos yeguas, Gitana y Fidelina, las cuales eran sus leales compañeras en la travesía que le esperaba, y encima de las cabalgaduras depositaba dos sendas quilmas atiborradas de granos.

Ambas jacas conocían tan bien el camino como su amo, quien iba a pie atrás de ellas. Entonces, durante dos horas, subían por la escabrosa senda que serpenteaba una colina, y la cual los llevaba hasta una planicie, donde había otras fincas. Al remontar la empinada trocha la caminata continuaba por un trecho pedregoso que atravesaba la explanada, y por donde era preciso transitar, puesto que no existía otra ruta con desembocadero en la carretera principal.

En tanto a orillas de la calzada se asentaba una modesta tienda, adonde Fabio llegaba sediento en busca de una fría gaseosa, y la absorbía con tal avidez como si el líquido le devolviese el ánima que se le escapó en las pintas de transpiración. Luego descargaba sus yeguas y les daba de beber y comer, y por último las amarraba para que las fieles bestias aguardasen su retorno.

De pronto, se avecinaba un jeep Willys que, al ritmo de su estridente motor, se bamboleaba como si en cualquier momento fuese a quedar despatarrado. El rauco sonido emitido por la máquina y el lastimero crujir de sus latas parecían gritos de misericordia, para que no le embutieran más peso, ya que venía atestada de mercancías y personas. Fabio, con el auxilio del acompañante del chofer, abordaba con sus bultos el vehículo, y debido al poco espacio que restaba, al campesino le tocaba treparse en el techo e ir haciendo equilibrio, digno de un malabarista, para que él y su carga llegasen intactos a su destino.

Al término de sesenta minutos de incómodo viaje, el carro arribaba a la plaza central de Marquetalia donde la tumultuosa muchedumbre iba de aquí para allá, de un almacén a otro, puesto que era día de negociar con el mejor postor el fruto del trabajo semanal. Fabio, por su parte, descendía del carro, y una vez con sus pies firmes en el suelo estiraba los músculos envarados. Después iba hasta las cooperativas, en las que compraban y distribuían café, para venderles sus géneros. En estos negocios el caficultor hacía gala de su persuasiva retórica de culebrero paisa, para que los cicateros compradores pagaran el precio justo.

Concluida la negociación y ya con el billete seguro en sus bolsillos, el agricultor y comerciante se dirigía hacia la plaza de mercado a comprar los víveres para su familia, y antes del anochecer emprendía el camino de retorno a casa, no sin antes haberse tomado dos cervecitas, con sus colegas, en el billar de don Jerónimo Ángel.

 

La aparición de los indeseables

Se acercaba a su final el año 1999 y Martha empezaba la gestación de Franci Daniela, la última de sus hijos, la finca iba viento en popa y Fabio ya tenía planeado aumentar la producción de su cafetal. Mas la buena fortuna que había derrochado sus favores en la familia Zuluaga Gallego, les daría la espalda una infausta noche cuando a las dos de la mañana irrumpió en la casa un pelotón de 50 hombres uniformados que se movían entre las sombras como demonios salidos del averno.

Uno de ellos, con áspera entonación, se presentó ante la aterrorizada familia como un comandante paramilitar, les dijo que el regimiento estaba conformado por un total de doscientos milicianos, que se habían repartido en el resto de las fincas vecinas. Con actitud amenazante el hombre les conminó a obedecer o de lo contario se llevarían a sus dos hijos mayores, Fabián Ricardo y John Freddy, que en ese entonces tenían 20 y 18 años. Los muchachos, asustados, preguntaban, con voz queda, quiénes eran esos hombres y Fabio para sosegarlos les respondió que eran del ejército y que nada malo iba a suceder.

Fabio y su mujer no tuvieron otra salida que aceptar ser anfitriones de los siniestros visitantes, quienes por espacio de una semana se quedaron en la finca alimentándose y pernoctando. Martha se convirtió en su cocinera y Fabio y sus hijos conformaban el resto de la servidumbre, pues había que atender con presteza sus órdenes y lavar diariamente sus ropas, y pese a la atención que les brindaban eran agresivos y soeces con sus hospedadores.

Al cabo de siete días, la paz y la tranquilidad retornaron con la partida de los peligrosos huéspedes. Sin embargo, la calma no sería perenne, puesto que se cernía un nuevo mal, que sobrevendría con la invasión a la finca de otros hombres armados. En esta ocasión se identificaron como guerrilleros y acusaron a Fabio de ser un colaborador de los paras y, por lo tanto, tenía que abandonar su hogar, porque si contravenía la advertencia asesinarían a su familia, dejándolo a él de último para que los viera morir.

El campesino, indignado por los atropellos de los grupos al margen de la ley, que ejercían su despotismo en la zona, se opuso y prorrumpió que tenían que matarlo porque jamás iba a acceder a abandonar su tierra, pero el llanto y la angustia de su esposa e hijos lo disuadieron de rebelarse contra los sanguinarios insurgentes. Al otro día con pocas pertenencias se marcharon de su hogar. Afortunadamente Fabio había comprado un pequeño terreno al lado de la carretera donde tenía una barraca que sirvió para darles cobijo.

De todas maneras, Fabio se resistía a dejar por completo su finca y todos los días bajaba con sus dos hijos mayores para revisar los cultivos y dar de comer a los animales. Quince días después del desalojo, el campesino se levantó más temprano que de costumbre y se fue para la granja sin sus muchachos. Fabián, el mayor, al despertar y notar la ausencia de su padre se fue para la finca como alma que lleva el diablo, puesto que no le gustaba dejar solo a su viejo.

Y cuando al joven le faltaban escasos cinco minutos para llegar a la hacienda, escuchó el ronco y atronador ruido de disparos, entonces se encaramó a un árbol desde donde vio como los insurgentes destrozaban con sus ráfagas la casa y aniquilaban a los animales. Fabián, conmocionado y ahogado en llanto, regresó a la caseta donde estaban su madre y sus hermanos para contarles que la guerrilla, no contenta con haberlos expulsado de su morada, también devastó sus posesiones y que probablemente esa cruel avalancha de violencia irracional arrasó con la vida de Fabio.

Las contagiosas lágrimas se propagaron entre los pequeños que rogaban por el pronto regreso de su padre; Martha, ya con cuatro meses de embarazo, disimulaba su sobresalto e intentaba calmarlos, sin saber si su marido estaba vivo o muerto. La desesperada mujer llamó a Eduardo, un hermano de Fabio, le contó lo que pasó y le pidió que la ayudara a huir, pues temía que los guerrilleros tomaran represalias contra ella y los niños. Eduardo consiguió veinte mil pesos y con ese dinero despachó a su cuñada y a sus dos sobrinos menores para Cali, a la casa de Aleyda, la hermana de Martha.

En tanto, los otros seis niños fueron llevados a las casas de personas vecinas, quienes los acogieron, aun sabiendo que podían meterse en aprietos con los subversivos, por socorrer a los hijos de un traidor. Eduardo, por su parte, que trabajaba como jornalero, se esforzaba para reunir el dinero que le permitiese llevar a sus otros sobrinos a Cali, junto a su madre. Mientras tanto, la pequeña Jazmín que tenía 12 años y su hermano Juan Carlos de 6, fueron prohijados temporalmente por doña Isabelina y su esposo don Fermín.

La vivienda de este matrimonio era bastante modesta, los muros eran de esterilla y estaba circundada por una espesa frondosidad y densos cafetales. Entonces, cuatro días después de la partida de Martha, durante una apacible noche, Jazmín se hallaba en el lavadero enjuagando la ropa de su pequeño hermano, cuando de repente fue sorprendida por un hombre desaliñado, sucio y visiblemente demacrado que salió de entre la espesura y le abrazó con todas sus fuerzas.

La niña no podía dar crédito a lo que veía y sentía, ese hombre lívido y derrengado era su padre que estaba milagrosamente vivo, aunque por la palidez que reflejaba parecía más un fantasma. Él había sobrevivido gracias a que durante el asalto se encontraba inmerso en el cafetal.

Jazmín, con sus pestañas humedecidas, daba gracias a Dios por haber protegido a su papá, y se fue corriendo para la cocina y le trajo una tostada con aguapanela. El famélico fugitivo se zampó esa comida en cuestión de segundos, era evidente que llevaba días sin probar bocado y esa simple manduca era como un manjar del cielo. Antes de internarse nuevamente en el cafetal, Fabio besó con ternura a su hija, la bendijo y la exhortó a tener fortaleza, e igualmente le juró que en pocos días estarían juntos de nuevo.

Discurridos tres días, Eduardo reunió a sus sobrinos, y con la ropa que tenían puesta se fue con ellos en autobús para Cali, y al cabo de 9 horas de viaje llegaron a la casa de la tía Aleyda, ubicada en un barrio humilde llamado José Antonio Galán, donde eran ansiosamente esperados por su madre y sus hermanos.

 

A rodar y rodar

Transcurrían los días y Fabio no daba señales de vida, y pese a que Jazmín insistía en que su padre estaba vivo y que debían tener fe, no sucedía igual con el resto de la familia, pues las esperanzas de volver a verlo se diluían en un profundo mar de pesimismo. Sin embargo, la pequeña no se dejaba contaminar de la desilusión, y todos los días se acomodaba en la ventana que daba la calle, para atisbar el exterior con la ilusión de ser la primera en dar la bienvenida a su padre.

Unos cuantos días después, el exorbitante optimismo de Jazmín hallaría su ansiada respuesta, pues Fabio había escapado una vez más de las garras de la muerte, cumpliéndole la promesa a su hija. El hombre llegó a casa de su cuñada, con el ánimo tan lánguido como su figura, pero al fin de cuentas era consciente de que tenía que despojarse del apocamiento y ungirse de tesón, porque su esposa pronto daría a luz y ese bebé se sumaría a las bocas que debía alimentar.

Dicho y hecho, Fabio no tardó en hallar ocupación, puesto que con el apoyo del esposo de su cuñada consiguió frutas a bajo precio y empezó a venderlas en la calle, en tanto sus hijos mayores les ayudaban económicamente a sus padres con un puesto de venta de tintos que pusieron en el barrio. Sin embargo, como el tamaño de la casa de Aleyda era bastante angosto, los Zuluaga Gallego tuvieron que marcharse; entonces el restringido presupuesto sólo les permitió alquilar un aposento que no contaba con dormitorios, puesto que estaba comprendido por una sola estancia, con una cocineta y un baño.

Martha, por su parte, ya había cumplido siete meses de embarazo y el parto se adelantó de improviso. Probablemente esto sucedió, según los médicos, a causa de la zozobra inherente a los trances padecidos. Por tanto, como consecuencia de esa prematuridad, la madre y la bebé corrían un elevado riesgo de morir, pero un destello de la buena estrella que antes los cobijaba relumbró aquel día, la niña nació sana y la progenitora tenía licencia de la vida para seguir cuidando de sus hijos. Franci Daniela vino al mundo mediante una cesárea que le practicaron a Martha en el Hospital Departamental de Cali.

Después del alumbramiento, los Zuluaga Gallego recibieron la visita de la gente del ICBF, Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, para proponerles que entregasen a los niños, con el fin de trasladarlos a hogares de paso, mientras la situación económica se restauraba, mediante un generoso auxilio gubernamental, que hasta el sol de hoy brilla por su ausencia. Fabio y Martha rechazaron la oferta, y con el ardor de fieras que protegen a sus cachorros, afirmaron que la familia se mantendría unida, aunque les tocase romperse el lomo para que a sus hijos no les falte comida, vivienda y estudio.

Un año más tarde, los ex campesinos estaban más aclimatados a la agitada vida de la ciudad y ya los muchachos no se perdían en el laberinto de avenidas, edificios y direcciones de la intrincada urbe, entonces Fabián y John Freddy empezaron a trabajar como vendedores en almacenes de calzado en el centro de Cali, mientras tanto Carolina se fue a laborar como empleada interna en una casa de familia.

Fabio, por su parte, no se acostumbraba a vivir en la ciudad, pues él había dejado el alma en el campo y cada día añoraba con mayor intensidad la labranza y los animales. Por ello aceptó un trabajo como administrador de una finca ganadera, próxima a la represa de la Salvajina, en el municipio de Suárez del departamento del Cauca. A ese lugar se trasladó con su esposa y sus seis hijos menores, no obstante trece meses después se marchó, porque el salario no era el apropiado para cristalizar sus deseos de atesorar recursos que le permitiesen comprar un terreno con cultivos y animales propios.

Por consiguiente, el nuevo destino del matrimonio y su prole fue la Vereda Alegrías, en el departamento de Risaralda. Ahí, una vasta finca ganadera y de caballos de paso fino abrió sus puertas a Fabio. Las remembranzas del campesino cuentan que era una hacienda grande y bonita, había corceles hermosos, pesebreras, tres casas y esplendorosos jardines. Lamentablemente el sueño en este paraíso solamente duró un lustro, ya que los patrones vendieron la finca y los nuevos propietarios traían sus trabajadores.

Una vez más Fabio quedaba como un náufrago en el mar, y se veía forzado a buscar, adonde fuese, un techo para su familia. Por fortuna sus tres hijos mayores consiguieron estabilizarse económicamente en la capital del Valle, como comerciantes independientes, y de cuando en cuando le giraban unos pesos para ayudarlo. Pero en su afán de hallar morada, Fabio terminó por llevarse a su familia a un caserío que realmente era un asentamiento subnormal, cercano a Pereira, la capital de Risaralda.

Y luego de mucho voltear para conseguir un trabajo, tocando puertas que le cerraban en las narices, el campesino logró meterse por una que quedó entreabierta y así engancharse con la empresa de Acueducto y Alcantarillado de Pereira. Fabio, sin tener conocimientos del tema, se le midió a un proyecto para construir pozos sépticos y, durante un año, esta actividad le proporcionó estipendio para el sustento de su hogar.

Sin embargo, una vez consumado el proyecto también se agotó la fuente de trabajo, entonces el nomadismo de los Zuluaga Gallego nuevamente prevaleció y ahora les tocaba buscar refugio y comida en otros parajes. Por consiguiente, el errante Fabio fue a parar a la vereda El Palmar, en el Valle del Cauca, para desempeñarse como agregado en una pequeña finca.

Pero como dice el refrán: tras de gordo hinchado. Puesto que el salario que le ofrecieron era tan mezquino como la fertilidad de un desierto. Aunque cueste creerlo, por la módica cifra de cien mil pesos mensuales el curtido trabajador debía hacer de todo y un poco más; por eso no es de extrañar que en ese templo de la roñosería sólo vivieran unos pocos meses.

Y fue así como después de este permanente y agotador peregrinaje Fabio y los suyos aterrizaron en la hacienda La Dolores, puesto que el dueño, que estaba a punto de venderla ya que nada más le daba pérdidas, se enteró de que la experiencia y sabiduría de Fabio, en el arte de prosperar fincas, eran un manantial que le ayudaría a reverdecer su marchita hacienda.

Hoy por hoy, de la mano de Fabio Zuluaga Jaramillo la finca mejoró ostensiblemente su capacidad de producción láctea y, por ende, su rendimiento económico. Sin embargo, pese a eso, la paga del mayoral no compensa, en lo más mínimo, su ahínco y los resultados obtenidos.

No obstante, Fabio, al igual que su hija Jazmín, es optimista y vislumbra el porvenir con buenos ojos; él tiene la certeza de que algún día alguien valorará su sapiencia y veteranía, y lo remunerará como realmente se merece, porque al fin de cuentas lo que le sobra es perseverancia y coraje. Además, ya no recuerda el pasado con rencor, pues aquello que los violentos le quitaron hace diez años eran bienes materiales, pero el amor y la unión familiar, ni las armas ni la pobreza se los pudieron arrebatar.