Letras
Microrrelatos

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Doloroso caimito

Nunca imaginó que todo fuera a ocurrir en una playa. Bebió alcohol, conoció a un camarero de terrible sonrisa, aprendió a pronunciar conejo en alemán, se dio unos besos y unos toqueteos divertidos; pero cuando tiró al hombre contra el suelo para hacerle el amor, terminó abrazando a un moribundo. Jamás debió darle ese golpe amoroso contra un kayak.

 

El hombre del color nunca visto

Un amigo le habló de la propensión a contraer el cáncer por usar pasta dental, así que empezó a lavarse los dientes con limón y sal. Al cabo de un tiempo se le cayeron los dientes y tuvo que mandarse hacer una caja falsa que se le salía a menudo.

No comía carne ni pollo congelado, luego se supo que ese fue el inicio de su inconfesable temor a llenarse de metástasis.

No bebía, nunca fumó, dejó de comer polvorones a los cuarenta y a los cincuenta dejó la Coca Cola, las grasas vegetales, el arroz blanco, la soja, el queso francés, la leche de vaca, la de cabra, la de de oveja, las frutas sin certificado ecológico y pronto tuvo que declinar las invitaciones a restaurantes porque no encontraba qué comer ni qué beber.

Se decantó por alimentarse con puré de zanahoria recién hecho porque los dientes le molestaban y le decían que lo mejor para ellos eran las comidas calientes.

Un día se quejó de un dolor de estómago, no se tomó ningún medicamento, se hizo el loco para no ir al hospital, siguió comiendo puré de zanahoria hasta que un maldito cáncer de estómago se cebó con él y con sus dientes falsos.

Murió en un ataúd ecológico y con un color de piel nunca visto por ningún médico; pues parece que las zanahorias, a las que era alérgico desde la niñez, le intentaron hablar de la única forma que sabían.

 

El obrador de palabras

Buscar palabras con C se convirtió en su obsesión desde que Carmen lo había abandonado. La comida le sabía a caca, se movía en un coche caduco, y hablaba de su vida como una calamidad. Adoraba los calmantes, bebía cava, compraba cuadros de Camacho y reprografías de Chagall, y hasta se apuntó a una compañía de teatro cómico que encontró en la calle, y que le sorprendió por su fantástico nombre: Compañía de teatro El cogollo cojo.

Resultó ser un cuentista curioso y cumplido. Convenció a su director por su capacidad para aprenderse los diálogos en cinco minutos, pero sus compañeros se preguntaban por qué gritaba descompuesto al recitar ciertas palabras.

—Todo se debe a que aquel ¡Camorrista!, después de sufrir un ¡Calambre! en el alma perdió para siempre la ¡Cabeza!, porque la vida es ¡Cruel!, pero eso, usted ya lo sabe —recitaba intercambiando gritos con palabras casi inaudibles.

Los diálogos perdieron su sentido original, la obra resultaba confusa, pero salió a escena, y el día del estreno cuarenta personas rieron sin parar al escuchar al hombre padecer cada C como si le fuesen a cortar la lengua, o a estrujarle el cuello hasta acabar con su vida. Él disfrutó, volvió a reír a carcajadas como meses atrás lo había hecho; comió caviar y crema de calabaza en un corrillo de cuatro que vinieron a conocerlo, y se quedó despierto hasta las seis de la mañana, hora en la que automáticamente se fue a dormir después de despedirse de una chica que lo había maravillado: una morena sonriente llamada Susana.

 

Error

El profesor se rió al ver al niño pasando con fuerza el borrador por la pantalla de su nuevo portátil.

Ahora el niño se lamenta porque ya sus errores no vienen con olor a nata.