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El aprendiz de chef

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Con puntualidad inglesa, justo a las diez menos treinta, irrumpes en la cocina inundándola con tu figura imponente. Ataviada con tu impecable bata blanca pareces un espíritu angelical que flota por los pasillos mientras repartes órdenes que parecen caricias viajando sobre la suavidad de tu voz. Todos te respetan, algunos incluso te temen, pero yo saboreo el momento embriagándome de la dicha de tenerte cerca, dando gracias a Dios porque eres tú y estás aquí conmigo. Bendiciendo tu presencia, quizá la más relevante razón por la que me levanto cada mañana.

Me invade la alegría cuando mencionas mi nombre, halas suavemente la manga de mi traje y me arrastras contigo, pidiéndome que me mantenga a tu sombra para que pueda aprender de tu inigualable técnica. Mientras pasas frente a mí percibo el olor a mostaza dulce adherido a tu piel. Casi puedo morderlo, casi puedo sentirlo inundando mis papilas y salpicando el ambiente. Lo degusto, lo dejo macerar en mi boca y lo convierto en sabor, para luego permitirle deslizarse por mi garganta, sedienta de ti desde hace mucho tiempo.

Segundos después estamos frente a frente, en ambas caras del inmenso mesón blanco, a escasos centímetros de un abrazo. Tus ojos castaños inspeccionan mis manos con detenimiento... tiemblo. Mis ojos embelesados disfrutan acurrucándose en tus manos perfectas, en tus uñas de niña inocente, cortas y carentes de pintura pero cargadas de magia.

Con una extraña mezcla de suavidad y precisión tomas una lechuga para desarmarla. Mientras lo haces, te detallo en cámara lenta desnudando las hojas y veo caer gotas de agua que finalmente estallan sobre la tabla. Te deshaces de las partes marchitas para dar paso a un hermoso y vivo color verde que comienza a germinar entre tus dedos.

Me contagio de tu arte, y sin que me lo pidas comienzo a desvestir una inmensa zanahoria. Torpe, apresurado, arranco trozos de su piel naranja y raspo con el cuchillo los pliegues de la superficie. El filo del metal penetra en su carne sin resistencia alguna y algunos tajos jugosos se esparcen desordenados. Allí te involucras, y en silencio pones tu mano sobre las mías, tomando el control mientras domas mis cuchilladas para convertirlas en un placentero recorrido sobre la superficie, que se despoja sutilmente de la cáscara delgada. Mis músculos se tensan, se endurecen casi dolorosamente en lo que percibo como una erección total del cuerpo. El alma de mis ojos se cierra sin que lo notes, y me entrego al contacto contigo, tratando de eternizar ese pequeño instante que culmina con el susurro de tu sonrisa mientras instruyes con cariño a este cuerpo vacío... Porque tu roce me ha hervido el alma, que evaporada asciende hasta tu frente, para mezclarse con tu sudor y deslizarse piel abajo hasta tus más secretos espacios.

Minúsculas gotas de mí se enredan en tu cabello de ángel, espeso y dulce, y se pasean por los rizos traviesos que escapan de tu bandana. Otras tantas se agolpan en tus cejas, desde donde resbalan bordeando los párpados poblados de enormes pestañas que protegen esos ojos tuyos, castaños como almendras tostadas. De cerca puedo notar cómo derraman miradas de leche tibia que me abrazan desde adentro.

Me dejo correr por tus mejillas redondeadas, sembradas de vellos minúsculos y transparentes como piel de durazno, voy bajando rápidamente bordeando tu nariz pequeña, y trato de asirme a tus poros para frenarme de repente justo en el límite de tus labios... Ni siquiera convertido en gota me atrevo a tocarlos, pero los miro de cerca, esponjosos y suaves, semejando bollos de pan recién horneado. Tus exhalaciones llegan hasta mí y explotan en mi rostro como un cálido tornado que asoma en su centro un minúsculo espacio, desde donde se observa el rico relleno escondido en tu boca. Dientes perfectos y blancos como el azúcar, la lengua húmeda y rosada ofreciéndose como un trozo de lechosa tierna... ¡Cuánto quisiera saborear ese almíbar transparente que la cubre!, ¡cuánto deseo esparcir mi saliva en tus papilas en una mezcla de roces y contactos!

La gravedad hace de las suyas y me obliga a despegarme de tu rostro, bajando por el cuello alargado que esconde ese olor a mostaza dulce que almaceno con gula, como queriendo guardarlo para toda la vida. Tú continúas en lo tuyo, ajena a mi recorrido, pendiente de mi cuerpo inerte que destaja en julianas un pimiento morrón.

Desciendo apresurado hasta tu pecho, valle sembrado de trigo que nace en tus hombros y se extiende claro y hermoso. En la oscuridad de la blusa adivino la redondez de tus senos, bailando cadenciosos al compás que marca tu mano mientras rebana un tomate con destreza. Tus pezones erguidos semejan los tallos recién nacidos de un fruto que apenas germina. Creo que mi humedad se incrementa, quisiera ser un mar para empaparlos y sentir cómo explotan sus sabores en mi boca, memorizando tus formas como imágenes adheridas a mi paladar.

El contoneo de tu cintura mientras bates la clara de un huevo me balancea y me arroja por el camino de vellos que lleva a tu vientre. Más allá de los botones de tu ropa, un minúsculo espacio de luz me permite ver cómo viertes aceite de oliva y dejas caer partículas de pimienta sobre un extraño aderezo de tu invención. Luego mezclas tus verduras y las mías, fundes tus tomates con mis pimientos, dejas que mi zanahoria se aloje en tu lechuga y permites que nuestras legumbres se entremezclen en una orgía de sabores que recorre todo el plato. Al final, un carnaval de vegetales exhaustos reposa sobre la fuente, recibiendo el líquido blanquecino y espeso que viertes sobre ellos inundándolos, fecundando sabores que afloran maravillosos, como un milagro de vida.

El plato presentado elegantemente anuncia el final de nuestro encuentro. Tu rostro simpático le regala una sonrisa al envase de mi alma, que responde autómata con un gesto amable. Limpias tus manos con una toalla húmeda, te despojas de la bata y abandonas el salón, dejando ver tus lindas caderas moviéndose con gracia. Mi cuerpo queda allí absorto, detallándote mientras te pierdes tras la puerta que se cierra. Pero yo, el verdadero, ese que se traslada adherido a tus poros, viajo acurrucado en tu ombligo esperando el momento perfecto para lanzarme vientre abajo, ansioso por disfrutar de ese abanico de sabores que imagino mágicos, escondidos en la espesura de tu sexo...