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Samuel BeckettSamuel Beckett, acotado

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La boca de la actriz dicta silencios, la cámara persigue contraplanos, incomunicaciones, algún mudo de cine que de repente habla, un poema de Yeats desdibujado, una composición del gran Beethoven que acentúa soledades. A veces nos fascina, a veces rechazamos sus silencios, nos incomoda a veces... Nos hace pensar siempre. Logra que nos sintamos espiados como si una gigantesca cárcel repleta de señuelos nos devolviera imágenes de otros seres errantes que buscan la salida lo mismo que nosotros, espectadores de nosotros mismos.

Lo contemplamos en sus fotografías —y aun en sus propias obras— con un punto de duda...

¿Es un gran impostor o es un atormentado?

Nadie busca a Godot por más que aguarde. Nadie conoce a Beckett.

Sobrio, sobre una esquina de un cuadrado blanco con el negro de fondo, y él vestido de negro, Beckett ha sido captado en el plató de Quadrat 1+2 en Stugartt. Parece un personaje de cualquiera de sus obras, un elemento aislado o un actor secundario que en un momento dado puede absorber la trama y convertirse en centro, o quizás nos recuerde en su estática pose a una pieza de ajedrez, juego al que tan aficionado era.

El caso es que al autor irlandés no hay por dónde atraparlo.

En el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAARS), en La Cartuja de Sevilla, podremos ver hasta finales de marzo una interesante exposición: “Beckett Films”; la muestra, comisariada por Javier Montes y Yara Sonseca, agrupa la producción audiovisual del escritor Samuel Beckett y en ella pueden contemplarse teatro filmado, cine, obras para radio y televisión e incluso la adaptación para la BBC de Not I, supervisada personalmente por el escritor protagonizada por su actriz predilecta, Billie Whitelaw, entre otras obras. Los viejos e históricos muros de La Cartuja de Sevilla cobran así una extraña y distinta dimensión. Por entre los nobles sepulcros de los Ribera las complejas redes del mundo beckettiano cumplen allí, más que nunca, su función abolida de extrañamiento y fuga.

Cada vez que frecuento a este creador, me acuerdo de una frase que Ionesco, otro espléndido “raro”, anotó en su diario: “Sufro por vivir. Desear tanto vivir es una neurosis; me adhiero a mi neurosis, me he acostumbrado ya a ella, amo mi neurosis. No quiero curarme”.

Suspendido en medio de la nada por el vaivén del tiempo, Beckett percibe la angustia del sentirse observado desde cualquier ángulo y por cualquier objeto. “Acción, percepción, afección” de este escritor escrutador de todo, quien pese a tener una familia capaz de proporcionarle infinidad de privilegios, afirmó de su niñez perpetuamente bañada en lágrimas: “Yo tenía escaso talento para la felicidad”.

Observamos ese perfil agudo, la mirada del pájaro acechante y esquivo sobre el medio sin fin del escenario, como una huidiza sombra que se busca entre sus personajes de artificio. Lo vemos actuar a través de sus ecos en la voz del actor que se desdobla en múltiples autores, siempre incomunicado, siempre alerta, vagando por la sobriedad del fondo entrecruzadamente sin llegar a encontrarse.

Como el Moisés de Miguel Ángel no sabemos si estallará de ira o en una carcajada lúcidamente amarga.

Muchas pistas pueden rastrearse en tan extensa biografía; sabemos que siguió con entusiasmo las innovadoras propuestas de Pirandello (ah, qué clave la de los personajes buscando al autor...), también de su entusiasmo por el cine cómico y sus artistas más representativos: Charlot, Buster Keaton... De su fascinación por los hermanos Marx, y sobre todo de esa admiración constante hacia su paisano Joyce, que le llevó a cortejar a su hija, Lucía Joyce, para poder estar cerca del que consideraba un gran maestro.

Sólo suposiciones o tal vez intuiciones, Beckett se nos escapa bajo una subversiva mirada que también es la del otro yo que lo interpela mientras logra transgredir esos espacios del cuerpo y de la mente entre significativos silencios. La obra de Beckett es como un gran interrogante que jamás se cierra haciendo cómplices y partícipes a los espectadores, tan perplejos y desasosegados como el propio escritor. Tácticas de desmarcamientos, de huidas o de exilios, o de enmascaramientos sobre las hondas capas de yoes sucesivos como esas matruskas que se van integrando una tras otra hasta casi desintegrarse. Podemos inventarnos o interpretar ese mundo complejo mediante las hipótesis y las ausencias frente a la omisión deliberada del personaje principal, sea Godot o Samuel o el propio espacio que se nos muestra ambiguo donde se desorientan los deseos. El caso es que los entresijos de esta personalidad tan de filos y límites transgresores, nos inquietan y nos hace trastabillar, nos sacuden el polvo de algunos planteamientos asumidos, nos intrigan. A veces la rechazamos y otras veces la amamos, lo que nunca discutiremos es la calidad de una obra que fue merecedora en 1969 del Premio Nobel de Literatura, y tampoco, lo que jamás se pondrá en duda, es la originalidad de una mirada que encara al mundo y a la vez le da la espalda, que encuentra nuevas vías a la vez que se busca entre los laberintos del silencio, que esculpe las imágenes con palabras y sin ellas, que nos reinventa como si fuéramos actores de su propia compañía al tiempo que hace mutis por el foro del Tiempo.