Letras
El huracán del olvido

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“Venimos desde el sur del horizonte
mitad memoria apenas
rastro de soledad, simple caballo herido...”.

(Camilo Balza Donatti: Trópicos).

Para llegar a Ocorote hay que pasar por Río Seco, entrando por un caserío que llaman Cabecera. Son pueblos áridos, polvorientos, eternamente abrasados por un sol que pareciera de otro mundo. Desde que uno inicia el camino percibe la sequedad, el paisaje de cardones, yabos y lagartijas que se ocultan en los barrancos tras el ruido del motor. El asfalto, el poco que hay, se ablanda y se hunde bajo el peso de los neumáticos. Produce dolor en los ojos el aire caliente, reverberante; sin embargo, hoy hace un día diferente, se observa el cielo nublado, como si un chubasco se acercara. Atrás ha quedado Urumaco, el poblado más grande de ese territorio que alguna vez fue un delta habitado por caimanes y tortugas gigantes. La exuberancia de fósiles en el lecho arenoso es una prueba de lo que allí existió.

Hasta hace poco, antes de la invasión de las máquinas devoradoras de dinero y la venta de triples y terminales, la vía era accidentada, hoy nadie la recuerda. El olvido es una enfermedad endémica de esta región. Los cauces de las quebradas uno los ve yermos, agrietados, verdaderos abismos que en los meses de agua devoran a los animales realengos. Tiempo atrás la vida era más difícil, las familias preferían hacer compras en la península, viajando en primitivas embarcaciones de vela y canalete, que emprender la travesía hacia el sur, arriesgando el espinazo en esos vehículos rústicos que de continuo se quedaban sin gasolina.

Carlos se llama mi compañero de viaje, es un comerciante de los Puertos de Altagracia, allá en la costa oriental del Lago de Maracaibo. Tiene algunos años en el mundo, él dice que no envejece porque consume ostras, pescados y bebe infusiones de yerbas medicinales. Es mi amigo desde hace varias décadas, solemos alejarnos de la ciudad e internarnos en los más apartados pueblos de la provincia. La pesca, la cacería, el ocio creador es la excusa perfecta para alejarnos del bullicio, del ajetreo y el fragor de la ciudad. Por eso andamos como los exploradores, siempre listos, con los anzuelos y las redes en las alforjas. Este paisano de andanzas viaja con una maleta que parece un botiquín de primeros auxilios: pastillas para los dolores, jaleas para untarse en las coyunturas, talco alcanforado para los pies y un arsenal de gotas, píldoras; cualquier cosa para alejar las dolencias del cuerpo y del alma. A nuestras edades tenemos que aprovechar lo que Dios nos da y estar agradecidos —suele decirme con frecuencia.

El señor Alfonso, don Quincho, nos espera en Ocorote, allí está su casa de bloques levantada en una especie de risco, a trescientos metros de la playa. Las ventanas dan hacia el mar y es un viento constante que arrastra el polvo y lo deposita en todas partes. Se limpia una y mil veces y siempre hay arena. Antes era distinto, habitaban una construcción de barro y tejas mucho más fresca que ahora. El agua del mar llegaba hasta aquí mismo y no había este tierrero; uno recordaba —dice Quincho— los nombres, los días de fiesta y los de guardar; miraba el cielo y sabía cómo estaban las cosas de Dios. Continúa hablando y yo le miro las manos gruesas y ásperas por el medio siglo de trabajo duro y otros tantos de fablas y remordimientos. Él es un hombre tosco, huraño, tiene un pésimo sentido del humor; sin embargo posee un gran corazón. Anda medio enfermo y sólo escucha a los yerbateros, es enemigo de estarse recetando con médicos y esa gente en los hospitales. Disfruta de nuestra estadía y del juego, le place estar allí sentado en el corredor, mirando hacia adentro, recordando sus aventuras juveniles y escuchando esos cuentos de los demás. En momentos del dominó uno lo ve tranquilo, relajado, extraño a los trajines de la pesquería; pero no es así, es sólo una fachada. Es el doble cinco y el combustible para motores. El blanco y uno del hielo en las cavas. El cinco tres del portugués que no le quiere recibir la mercancía a tal precio. El doble seis se le confunde con el desastre que producen las malditas lanchas de arrastre. ¡Ah, esa cooperativa de mierda!, no terminan de organizarse y el gobierno repartiendo plata. ¡Qué lista es esa! El último tres, la ficha de perder, los animales muertos de sed en los corrales. No se puede jugar con el cerebro puesto en otros menesteres. Son tantos los motivos que es una agonía sentarse a jugar con él, cualquiera pierde la concentración y se olvida de la cuenta que hay que llevar. Dando órdenes como un general en campaña nadie lo contradice y mucho menos le discute una tranca, sólo El Perverso que es un guasón, un mamador de gallo, es capaz de hacerlo. A esta hora debe estar atando los anzuelos del palangre, ignorante del huracán que se avecina y amenaza desde El Caribe. A ese muchacho lo vieron crecer en el patio al lado de los chivos, caminar en la playa junto a los perros; llorar el día que se hincó con una púa de bagre. Han pasado unos cuantos años desde que se cortó con aquel cuchillo por estar distraído, ahora exhibe la cicatriz como una marca de guerra. Él es bueno con la mecánica de los motores de dos tiempos y con los caballos. Intuitivo, sagaz, solidario, es capaz de ganarse medio millón en una tarde, hacer quebrar a las bancas y salir airoso con sus compinches a gastárselo en un dancing de mala muerte. Su padre vende galletas y golosinas y atiende un garito a la orilla de la playa. En ese rincón del mundo, lejos de los vaivenes del mercado y de las voces infamantes de la televisión, nos sumergimos en los relatos de los pescadores.

El día que arribamos tenían un alboroto por lo del huracán. Desde la capitanía del puerto habían anunciado una tormenta tropical y se corría el rumor acerca de los efectos devastadores: fuertes vientos podían llegar a la costa de Río Seco, Ocorote, Codore y los otros poblados de la zona. No se hablaba de otra cosa, especulaban diciendo que el agua entraría a las casas y barrería debajo de las camas, que la inundación sería de proporciones bíblicas. La mitad de los pobladores había iniciado un éxodo el día anterior y en casa del señor Alfonso parecía que se estaban preparando para el fin del mundo. Encerraron gallinas y cerdos en los corrales y tomaron otras previsiones para el inminente desastre. Era una movilización organizada la víspera al segundo diluvio universal. Cuando llegamos nos recibieron los hijos del patriarca: La Chicha, El Penco, Rafael, Mario, Chique, El Morocho, Lipino, Toño y aquellos nietos, primos y parientes que se aglomeraron alrededor del Jeep. Escuchamos la voz del capitán López, un amigo de la familia que viene por temporadas y pasa días en la casita donde guardan las redes y utensilios para la pesquería. Desde una silla de cuero observa, habla y pregunta.

—¿Cómo estuvo el viaje? —rumiando un pedazo de conserva, algo dulce.

—Creí que no íbamos a poder llegar —le respondí—. Nos atrapó un chaparrón, parecía el diablo bajando desde el cielo.

—Ese es el huracán que anda cerca, viene por aquí —dijo López señalando con el dedo los siete grados de desviación hacia el Este—. He visto esas tormentas en la mar, no hay nada más terrorífico. Se levantan paredes de agua y uno siente que la embarcación es una botella plástica al capricho de las olas.

Apenas habíamos tomado la carretera y unos nubarrones oscuros comenzaron a aglomerarse. Era una formación con apariencia extraña que se levantaba cerca de nuestras cabezas. La brisa fría comenzó a soplar y en pocos minutos unas gotas estaban cayendo como piedras en el parabrisas. De pronto la lluvia se hizo implacable, no me atrevía a detenerme por temor a quedar atrapado de este lado del río, como ya nos había pasado en una oportunidad. Pensaba en la crecida, en el lodazal, en el improvisado puente que es arrastrado casi todos los años.

—Esta es una lluvia pasajera —le dije a Carlos para que no se preocupara.

—¡Mmmmm! —dejó salir un mugido que decía cualquier cosa parecida a un sí incrédulo.

—En media hora, tal vez menos, llegamos —le dije.

—¡Si Dios quiere y María Santísima! —exclamó.

En pocos minutos cruzábamos una batea con el chocolate a tres cuartas de altura, por los bajíos se veía el agua rompiendo palos y bramando como un animal infernal. Esa corriente llega hasta la playa y le da esa coloración tan particular al mar en esta zona.

—¡Dale rápido, que nos arrastra! —dijo y me miró con los ojos desorbitados.

—¡Vergación! —fue lo único que atiné a decir.

Aceleré el motor, le di lo más rápido que pude, pasamos por huecos, zanjas y el barro allí, parejo y salpicando. En el horizonte, el azul índigo, esperándonos. Después de siete canciones y una parada en la bodega de Jerónimo Lugo, dos palabras con Antonio Quintero, el artesano, llegamos sin problema. Apenas unas chispitas habían caído en Ocorote, se sentía la brisa suave y el cielo estaba limpio.

—Aquí llovió ayer —dijo el capitán—. Hoy ha estado así, soplando. La gente sólo habla de Elaine, el huracán.

Después de sacar el último bulto nos sentamos en el corredor de la casa. Había miedo en el pueblo, decenas de familias se habían marchado hacia los pueblos serranos: Pedregal, Urumaco, Dabajuro. Huyendo de la arremetida del mar, ese mar que había estado en ellos como una sombra perenne. Desde el promontorio la península de Paraguaná se pierde en una bruma y la refinería de petróleo apenas se observa. Uno se queda pensando en esas lejanías donde las islas de Aruba y Curazao son más que nombres en el mapa. Holanda, Inglaterra, Francia y España luchando por este territorio. Aquí abajo está la taguara, cerca de la hondonada por donde todo el mundo pasa, lugar de concentración de los desperdicios; nunca se había visto tanto papel, tantos envases, tanta mierda junta.

Esa misma mañana luego de unas palabras el señor Alfonso se marchó contrariado, le acompañaba su esposa y media docena de nietos; iban hacia Urumaco para la casa de un compadre. Tomó provisiones y envió un mensajero para que lo esperaran en la plaza. Le ayudamos con los peroles y prometió volver para el fin de semana. Luego de su partida decidimos hacer un plan para nuestra estadía, teníamos que inventar algo para no aburrirnos. No se podía pescar ni hacer ninguna labor. La energía eléctrica que en tiempos normales se corta, en temporada de lluvias y huracanes es una tragedia. Sin radio y televisión decidimos irnos para el garito, las cervezas en las cavas todavía permanecían frías. ¡Brinda la casa! —dijo El Perverso.

—Mire, compadre, ¿usted sabe qué es arrecho?, estar tres días en el mar, con la lancha volteada, esperando que te vengan a rescatar. Me pasó, tenía las uñas ensangrentadas y con restos de pintura y madera incrustados de tanto arañar, para no ahogarme.

Quien hablaba era un pescador muy joven, moreno, aceitunado. Relataba con vehemencia. Yo lo imaginaba con los ojos extraviados, en aquellos momentos de angustia, tratando de asirse al lomo de la pequeña embarcación; temblando de frío, esperando la muerte en las fauces de un tiburón. El cuento me produjo una fuerte impresión. Comencé a hacerle preguntas y él, entusiasmado, recordando el episodio, me dio detalles de aquella desventura. Al final fue rescatado por un barco peñero que pasaba por allí a no sé cuántas millas náuticas de la playa. Debió haber sido duro, como para no volver, sin embargo a la semana estaba de nuevo tirando las redes.

—Eso no es nada comparado con lo que nos pasó en el lago —dijo otro pescador—. Nos atracaron los piratas y nos tiraron al agua. Nos quitaron el motor, la lancha, todo.

Al verle el gesto y la tranquilidad al hablar del episodio pensé que era una invención para congraciarse con los visitantes. No es raro que suelan contar vivencias de otros, lo que resulta válido a la hora de entretener, es parte de esa gran imaginación.

—No, compadre, eso era para no estar aquí, en este mundo. Nos dijeron: al agua o los matamos. Y nos apuntaban con una escopeta de dos cañones, recortada. Nos lanzamos en plena oscuridad y estuvimos como cuatro horas nadando, ayudándonos para no ahogarnos, un rato braceando y otro descansando hasta que dimos con la orilla.

La conversa se estaba poniendo más interesante. El Perverso con un radio de baterías se ayudaba, había ganado en tres carreras y seguía brindando. Tenía su apoyo logístico para casos de emergencia. Le metió cincuenta mil al favorito, Torrejón, en la quinta, con Tovar.

—¡Esta no se pierde! —gritó.

—La verdad es que por estos lugares rara vez pasa algo —dijo Sergio, otro pescador de Ocorote.

En más de diez años que llevaba visitando el caserío nunca había observado nada extraño, excepto la noche que caminábamos hacia las casimbas y vimos lo que ellos llaman La Bola de Fuego. Nadie supo explicarnos con palabras precisas la aparición, nos quedó la curiosidad y ciento de preguntas que espero, algún día, tengan respuesta para tranquilidad de nuestras conciencias. Sergio también es aficionado a los caballos, es una enciclopedia de datos pero apuesta muy poco. Sirvió en el ejército, estaba en Fuerte Tiuna cuando bajaron los cerros, el estallido social que después llamaron el Caracazo.

—De golpe nos levantaron y nos enviaron a la calle a echar plomo. Recuerdo que el pelotón recibió órdenes y disparamos más de veinte veces. Eso fue una mortandad, caían como conejos. Llegó un momento en que me cansé de ver tantos heridos. Mucha sangre. Me dio náuseas y me quedé tranquilo. Eso era un olor a pólvora por todas partes, hasta que nuestro comandante nos dijo: ¡Paren, esto no sirve así! Yo había dejado de disparar hacía rato. ¡Aquello fue una monstruosidad y nadie ha pagado por esos muertos!

Hoy nadie comenta eso, lo han olvidado. No quise preguntar detalles ni hablar más, sólo imaginar los cuerpos amontonados en una zanja improvisada —la peste señaló la prensa capitalina— me produjo una mudez repentina. No hubo otros cuentos, acaso una sugerencia para la literatura. Me abstraje un rato con la promesa de unas mujeres que venían de la península hasta que me dio sueño de tanta cerveza y me fui a dormir. Al día siguiente me levanté muy temprano, las personas que se habían quedado en el caserío esperaban la tormenta tropical. Imaginaba el mar entrando, rompiendo las maderas de las casas, arrasando con todo. Bebí café y me senté a presenciar la salida del sol desde lo alto. En la distancia las lanchas pintadas con diversos colores parecían juguetes, ancladas más allá de lo acostumbrado, moviéndose con el oleaje. En menos de una hora el viento comenzó a soplar más fuerte y no era tanto la brisa como la arena que salía de aquellos pateaderos de chivos. No se puede hablar porque los dientes y las muelas se llenan de pequeños fragmentos. Hay que cerrar puertas y ventanas, tapar todo orificio, evitar ese fastidioso polvo amarillento.

—Esa es Elaine, el huracán —dijo el capitán López desde su silla de cuero.

Ahora no pensaba en los muertos, sólo en las mujeres, las que venían de Paraguaná.