Letras
Por cuenta propia

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Hay gente que se va, sin irse del todo

I

La camarera del turno del mediodía ha traído el almuerzo: crema de verduras, natilla y yogurt. Nada más. Lo ha dejado y se ha marchado a seguir con el reparto en las otras habitaciones del piso. Me levanto de la silla destinada al acompañante, te acomodo en la cama lo mejor que puedo y empiezo a darte la sopa. Como si desde ese primero de noviembre, sábado para más señas, hubieses reencarnado en un niño de meses incapaz de atenderse. Te busco conversación. Te pregunto que cuál sopa te gusta más, si la del hospital o la de mamá. Te inclinas por la segunda opción. Te pregunto que a dónde irás cuando te den de alta. Entre una cucharada y otra, me dices que te irás a Mirca, al barranco de Lomo Espanta, a la casa marcada con la edad de Cristo.

Es la hora de las gotas. Esa sustancia llamada “aloperinadol” —me aprendí el nombre desde que se lo escuché al médico que es primo de mi mamá y que siempre ha estado pendiente de nosotros— ya ha traspasado las puertas de tu boca, de tu garganta. Y de pronto, te pierdes, te vas. Tratas de arrancarte la vía. Alzas las manos lo que puedes, lo que te dan las fuerzas, y comienzas a atrapar cosas en el aire, objetos que sólo tú ves. Alucinas. Deliras. Me llamas por mi nombre para dármelas. “Carlos, mi niño, toma esto. Apúrate”, dices. Yo me apresuro y las tomo y las coloco en la especie de mesa de noche que hay a un lado de la cama. Los ojos de mamá, que ha llegado hace unos momentos para relevarme, y los míos, se encuentran. Se juntan. Los de ella quieren estallar en llanto, lo sé, pero se contienen. Y los míos deciden mirar hacia el ventanal de la habitación, hacia donde se ven los pinos canarios y cantan las grajas, hacia donde sopla ese viento que viene de las cumbres arrastrando los olores de la isla verde, buscando una explicación que definitivamente parece no estar en ninguna parte.

La doctora que lleva tu caso me ha mandado a llamar con una de las enfermeras. Quiere hablar conmigo, hoy es el día en que se le da el parte médico a los familiares. Entro al consultorio, la verdad es que se trata de un espacio pequeño. Me recibe sin ningún tipo de amabilidad, imagino que su trabajo no será nada fácil. Me pide que me siente y lo hago. “Por fuera, él se ve bien, como si no tuviera nada”, dice. Asiento con la cabeza, hace un rato devoraste el almuerzo que te trajeron. “Pero por dentro, poco a poco, se la va a ir secando todo, hasta el alma”, añadió en tono tranquilo, en tono como de costumbre. Voy camino a la habitación, de regreso por ese pasillo transitado ya tantas veces. Cuesta creer lo escuchado. ¿No dicen acaso por ahí que los milagros existen y que lo último que debe salir del corazón de uno es la esperanza?

 

II

Dos vidrios me separan de tus ojos cerrados: el de la urna y el de aquella cava que a cada rato se está empañando. Viéndote decido que no te veré más. Y es que tengo la impresión, más bien la certeza casi, de que lo que está debajo de aquella tela brillante no eres tú. Me lo dice ese rictus final de boca llena de algodón. Traté de cerrártela en la habitación del hospital, lo recuerdo ahora, pero no pude. Me lo dice también ese medio bigote que tienes y que nunca fue tuyo, la verdad es que la gente de la funeraria te preparó sin siquiera consultarnos nada. Viéndote me pregunto si la idea de no vivir ya más estuvo siempre contigo, si la pensabas mientras hablabas conmigo por teléfono cuando llamaba, cuando mamá te servía el café como con tres cucharadas de azúcar, cuando bajabas solo a la ciudad para afeitarte, cuando comías sin cesar un caramelo tras otro. Cuando cada comienzo de año desde que se fueron, me pedías que te hiciera llegar el almanaque Rojas Hermanos. Viéndote me pregunto si lo que hiciste fue más bien producto de una explosión momentánea en la que te dieron ganas como de descansar, como de acabar con todo, como de reposar eternamente. El vidrio de aquella extraña cava ha vuelto a empañarse. Saco de mi bolsillo izquierdo un pañuelo y lo limpio de forma circular, como si se tratara de un pizarrón. Viéndote otra vez decido que ha sido suficiente, que ya no te veré más.

Alguien, no sé ni su nombre ni quién es con exactitud, imagino que el encargado del cementerio o un empleado de la funeraria, descubrió tu féretro. Levantó el vidrió que desde ayer domingo a eso del mediodía te sirve de sábana. Luego, golpes de cal. Y hueco...

 

Después

Llevo horas contemplando esa foto. La encontré casi por casualidad, como ocurre siempre, cuando buscaba unos papeles en la última gaveta de la peinadora. Esa foto en la que apareces caminando, de espaldas, por la pista de cemento, rumbo a los canteros de Garafía. Esa foto en la que aparece a la derecha la casa de la vieja tía Dionisia. También se ven, a lo lejos, en el fondo, en un muy segundo plano, los pinos canarios que son difíciles de quemar y los tanques que se utilizan para el riego. Te ves diminuto, pequeño. Te ves como si te despidieras. Como si partieras a algún sitio. Como el pasajero de un viaje sin retorno. Como si en tu mente rondara ya la idea de no vivir más. Llevas una gorra en la cabeza. De seguro, no se trata de la misma gorra que después yo mismo recogería en el cantero del tío Delmiro, debajo de la mata de mandarina en la que trataste de esconderte para que nadie te encontrara. Creo que también tienes una hoz en una de las manos, pero en la foto no se distingue. Viendo tu imagen reproducida en el papel, me da por preguntarme por qué carajo no te desperté esa mañana de ese domingo veintitrés de noviembre, cuando entré a la habitación del hospital, serían como las nueve, para saber cómo habías amanecido, para buscar a la tía que te había cuidado por la noche y llevarla de regreso hasta su casa, por allá por los barrancos de Las Lomadas. Dormías. Te dejamos descansar. No sabía que al verte nuevamente esa misma mañana, a golpe de diez, serías ya cadáver. Fresco, sí. Caliente, todavía. Pero cadáver al fin. Te cerré uno de los ojos, el izquierdo, me parece. Y traté también de juntar tus labios, pero no pude.

“¡Buenas noches, amigos. Bienvenidos una vez más a su programa Tenderete!”, exclama una voz desde ese invento que llaman televisor. Una voz que se parece más a las voces de este lado del Atlántico, ésa que no distingue la “ese” de la “zeta”. Giro mis ojos y te veo. Estás ahí, sentado en el sofá de tres puestos del recibo, con la mirada fija y detenida en la pantalla. Te pregunto que por qué te gusta tanto este programa, a ti que no quisiste comprar el primer televisor de la casa, sin que la frase suene a reproche ni a rencor. Y me respondes. Hablas de papas arrugadas, de la Virgen de las Nieves, del queso de cabra, del vino malvasía, de la imagen del Gran Poder de Dios de la iglesia de San Andrés, de conejos preparados con mojo picón, de la Caldera de Taburiente, de frangollos, de almendrados, del ñame con miel de caña que se come por los tiempos de Semana Santa en Las Lomadas y en casi toda la isla, de la bajada de la virgen, de la danza de los enanos, del gofio amasado, de ese plátano que es pequeño y dulce que se exporta a muchas partes del mundo, del cielo que se arropa con colchas de mar, de los volcanes como el Teneguía, del tabaco.

“Y ahora echemos una isa, y una folía, y una malagueña y un punto cubano en el que se cuentan las historias de Nono y Sisi”, dice el presentador. Yeray es su nombre. Nombre aborigen, ranciamente guanche. Giro mis ojos otra vez y no estás. Chocan contra la pared que separa el recibo del cuarto principal. De seguro, me da por pensar y creer, estarás sentado en el sofá de tres puestos y forro estampado de otra casa, viendo Tenderete desde otra tierra.

Después de llenar un formulario, la enfermera me hizo señas para que entrara. La sala de emergencia de la clínica estaba prácticamente vacía, cosa rara en estos tiempos que corren. Me acompañó a través de un pasillo que se hizo interminable, como una especie de túnel, y me indicó que tomara asiento. Regresó al cabo de unos minutos con otro formulario: la historia clínica. Comencé a llenarlo. Bordeando la mitad apareció aquella maldita pregunta. “¿Padres vivos?”. Por primera vez la veía. Por primera vez me la hacían. Y por primera vez la contestaba. Coloqué al lado de la palabra madre. Y no al lado de padre. Al terminar de llenar la historia clínica, llegó otra enfermera que me colocó una goma gruesa y apretada en el brazo derecho. Desde niño siempre me han desangrado de ese brazo, como si por el izquierdo corriera agua en vez de sangre. Introdujo la aguja y empezó a perseguir una de mis venas. Con aquella aguja haciendo malabarismos en las carnes de mi brazo derecho y luego de responder aquella maldita pregunta, salida de una de las tramposas esquinas de la cotidianidad, comprendí de una vez que tu ausencia no era una película de Hitchcock. Más bien era un hecho real del cual no había escapatoria posible.

Estamos sentados el uno frente al otro en el patio de la casa que tú mismo construiste hace ya tantos años. Un patio en el que son protagonistas las matas de guayaba y mango, el orégano que perfuma casi la cuadra entera y el gallinero multirracial: jabadas, pirocas y criollas se entienden a la perfección en ese espacio. Te acabo de decir que abandoné la carrera de medicina, que yo no sirvo para eso, que para estudiarla hay que tener mucha vocación, que un día nos llevaron a la emergencia del Clínico y no supe qué hacer cuando un paciente intentó arrancarse las vías, que no me gustaría estar toda la vida viendo las miserias ajenas. Que a mí lo que me gustaba en realidad era la carrera de educación. Te quedaste pensativo mirando hacia el fondo del patio, hacia donde hay un cocotal que todavía no ha echado su primera carga, siempre te quejas de eso. Sorbes hasta la última gota de café de la taza, la imagino vacía aunque con algunos restos de azúcar. “Quédate tranquilo”, dijiste. “Los pobres siempre estudian las peores vainas”, volviste a decir. Y te levantaste y entraste a la casa mientras la mata de guayaba empezaba a mecerse con una brisa fría que venía de más allá de las aguas de Guatopo.

Ese no estar tuyo que decidiste ejecutar desde ese primero de noviembre, sábado para más señas, agita el frasco de la memoria en el que se fermentan los recuerdos. En el que se apilan como las piezas de un lego de niños. Se destapa por sí solo y surge tu voz. Estamos en la casa de barro de San Félix de Cantalicio, en Oriente. En la sala de la casa verde y de barro. En la casa donde por las noches me costaba dormir, imaginando que de aquel techo de troncos y zinc descenderían mapanares, cascabeles, loras y corales para asustarme. Para matarme. Tengo un cuaderno Caribe entre las manos. Y tú estás sentado al lado mío. “¿Cuánto es 5 x 6?”, preguntas mientras los cedros del patio crujen con los vientos del temporal. Cuento mentalmente, con los dedos estaba prohibido. “Treinta”, respondo. Y tu voz sigue. “¿Y 5 x 7?”.

A pesar del tiempo que parece tener complejo de carro de fórmulauno, tu voz sigue estando. Las más de las veces surge del frasco para recordarme que la capital de un país africano llamado Malí es Bamako y no Argel. También para decir con autoridad de juez, pero con un dejo de ternura al mismo tiempo, que la firma que acabo de hacer es diferente a la anterior, que siga practicando, que deje la flojera y el mal genio, que al cuaderno Caribe le quedan todavía bastantes hojas. Y te marchas, la siembra de tabaco te espera en la hacienda de El Caracol. Escucho el motor de la Dodge amarilla y me da por pensar en el río Capiricual que bordea El Caracol con la misma autoridad con la que me dices que la firma que acabo de hacer es diferente a la anterior, que tienen que ser idénticas, iguales, perfectas.

Siento que ese frasco seguirá agitándose siempre. Sé, desde cada víscera, que los recuerdos estarán, que aflorarán taciturnos, como quien no quiere la cosa, a media mañana, al calor del mediodía o en noches de insomnio. Siento que forman parte irrenunciable de mi propio ser, que nunca me despojaré de ellos. El asunto es que tampoco quiero.

 

IV

El almanaque colgado en el cuarto del desorden infinito marca el día final del 2008, el tiempo en el que decidiste viajar por cuenta propia. El año es un cadáver a punto de ser enterrado, una copa en la que resta el último sorbo. El techo de esta urbe es un arcoíris de pisos infinitos y el olor a pólvora quemada se cuela por doquier, por cada rendija. Mientras, desde la intemperie de este enrejado balcón de un quinto piso, los que hemos sido baleados por la mirada de ella, reímos a punta de puras muecas para sencillamente no desencajarnos la vida en un solo grito.