Letras
Ulrica Martínez

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Luego de leer Ulrica no pude hacer otra cosa más que quererla. No pasó mucho tiempo para que mi deseo se convierta en una suerte de encuentro fugaz, pues a mi Ulrica la vi una noche, más por suerte que por empeño. La busqué en bibliotecas, estaciones de bus, en fiestas, en calles y playas; pero esa noche, cuando no imaginé encontrarla, se me acercó impune y desafiante. En esta ocasión la crónica abarcará unas horas, menos tiempo que el utilizado por Javier Otálora, pero no por ello menos intenso. Nada fue igual después de estar con Verónica Martínez, mi Ulrica.

Acostumbro ir al cine sin compañía, no porque disfrute andar solo, sino porque doy prioridad a la esencia del filme antes de saber si alguien me puede acompañar. De esta forma el cine se convierte en uno de mis pasatiempos favoritos, acaso el más importante. Fue así como encontré a Verónica Martínez, pero prefiero llamarla como lo hizo Borges. Fue una noche en el cine Primavera, una noche calurosa y sin advertencias. Me acuerdo de ella sin que la memoria haga trampas y con la ausencia del desgano. Esa noche fui a ver Los miserables. Me iba a encontrar con Lucía Saldarriaga, una tucumana de cuarenta años, pero al último momento, con una llamada agónica me canceló. Sin embargo en lugar de ir al cine con Lucía, vi la obra de Víctor Hugo al lado de Ulrica Martínez.

Estaba entusiasmado por ver a Uma Thurman y a Geoffrey Rush, no pasó por mi mente que me postergarían. Sonó mi celular y la tucumana dijo, en pocas palabras, que su esposo le había expuesto más de una razón para que nuevamente se viviera con él. Aunque ella no estaba dispuesta a reconciliarse, había accedido a platicar sólo por esa noche. Acepté posponer el encuentro, tenía que creer que esa reunión no pasaría de una plática somera. Pero como el corazón es un laberinto de entradas y salidas, Lucía no dependió mucho del tiempo para olvidarse de mí. Ambos habíamos perdido, por no conocernos profundamente, y sobre todo, porque ella era una típica argentina, de ojos redondos y generoso porte.

No iba a perder la oportunidad de ver tan esperado filme, decidí quedarme. Yo vine para comprar dos entradas y no dejaré de hacerlo, pensé. Lo hice. Al recibirlas sentí que algo sucedería. Custodiada por dos paneles que anunciaban las películas a estrenarse, la entrada estaba casi vacía. Apenas tres personas formaban la fila para el ingreso, el filme no despertó el interés que desde mucho tiempo me había cautivado —eran mis actores favoritos. Me paré al lado de un hombre muy alto, consumía un cigarrillo de tabaco duro. El humo me molestaba pero no cambié mi ventajosa posición en la fila. Mientras volteaba para evitar la fastidiosa respiración del gigante, vi una delgada figura que se acercaba. Era una perfecta imitación de Michelle Pfeiffer en Scarface, cuando se le apareció a Tony Montana bajando las escaleras de su mansión. No tenía el vestido ceñido de la actriz, pero conservaba el mismo peinado, de rubios y lacios cabellos. Sus ojos grises dominaban su desgano, que sin ser ociosa daba la impresión que no le importaba nada. No era muy alta pero gozaba de un cuello de cisne. Me asombró cuando pidió lumbre apenas estuvo a mi costado.

—¿Tienes fuego?

—No. El humo es del costado —insinué que le pida ayuda al otro, pero ella no se molestó en hablar con el compañero de la fila.

—Te incomoda que fumen a tu alrededor —musitó. Se quedó frente a la fila y observó los carteles con una cajetilla de cigarrillos en la mano.

—¿Vas a ver esta película? —le pregunté.

—Tengo dudas, porque no creo que la adaptación sea buena, aunque por los actores me puedo arriesgar. Si no queda más remedio tendré que comprar una entrada. Hoy me dieron muchas ganas de ver una película.

—Tengo dos entradas porque una amiga me canceló. Si te animas puedes entrar conmigo.

—Si es una invitación, acepto, pero no esperes que te invite el pop corn. No es mi estilo invitar a los hombres que recién conozco.

—Entonces debes haber conocido a muchos hombres —la reté mientras me sonreía de soslayo.

—No sé con cuántos se hace muchos, pero a ninguno en la fila de un cine.

Nos quedamos en la fila, sin que el humo del costado nos perturbe o detenga nuestra primera conversación. Desde ese momento supe que ella era mi Ulrica y quería que lo supiera. Recién pude entender la extraña sensación que percibí, pero no pude explicar cómo se formó. Entendí que al igual que Otálora, tendría que besarla.

—¿Qué te hace pensar que la adaptación no será buena?

—Es simple, una novela tan extensa no se puede resumir en dos horas. Hay muchos detalles que se pasarán por alto. Por cierto, ¿la has leído?

—Aún no, pero pensaba hacerlo.

—Eso dicen todos. ¿Tienes el hábito de leer?

—Claro, tengo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis —ella me miró como los niños cuando escuchan la sinfonía de un canario.

—¿Qué más haces?

—Estudio antropología y en mi tiempo libre leo, sobre todo a Borges. Es un acto de fe.

—¿Un acto de fe?, eso debe ser borgiano. No he leído a Borges, pero sé que fue un genio.

—Tienes que leerlo.

—¿Me puedes contar algo de él?

—Borges escribió sobre una mujer, una noruega en la ciudad de York. En un museo conoció a un colombiano, Javier Otálora. Ella era feminista. Se llamaba Ulrica.

—No quiero decepcionarte, pero esa historia no me parece interesante.

—Aún no la he contado. Es más, nunca lo hice. Javier Otálora se quedó impresionado con su arrogancia y encanto. No le quedó más remedió que hacerla suya esa noche.

—Por qué lo hizo.

—Porque ella era de sonrisa ligera y tenía un aire de tranquilo misterio.

—Me estás tomando el pelo —sonrió.

—No, en lo absoluto. Ellos fueron a Thorgate. Ulrica le dijo que sería suya en una posada. Fue la primera y última vez. Ella estaba a punto de morir.

—¿Iba a morir? Bueno, te prometo leer Ulrica.

—Tú eres como Ulrica —la miré sin temor.

—No, me llamo Verónica Martínez. Pero llámame como gustes.

—Ulrica Martínez.

—Está bien, me gusta. ¿Y cómo te diré? —dibujó la sonrisa exacta, la que nunca había contemplado.

—Llámame Sigurd.

—¿Por qué?

—Porque ella así le decía. No podía pronunciar su verdadero nombre.

—¿Siguerd?

—No, Sigurd.

—Está bien, Sigurd.

—Me agrada.

En ese momento dejé que el tiempo pasé e hice que los instantes se alarguen. Entramos a la sala y la película no me distrajo más que Ulrica. Cuando terminó el filme ella no se movió. Vimos a los créditos pasar imperturbables, uno sobre otro, un lento desfile de palabras sobre un fondo negro y sin gracia.

—No sé si la adaptación le hizo justicia, pero como película Los miserables me agradó bastante —le dije.

—Estuvo bien, no es fiel a la novela, pero tú lo has dicho, se hizo justicia.

—Te invito a un bar. Redondeemos la noche, tomemos un trago.

—¿No piensas llamar a tu amiga? Quizá puedan programar otra salida —añadió sarcástica. En ese momento nadie me importó más que ella.

—No, Lucía está reunida son su esposo, además, sólo íbamos a ver la película.

—¿Sueles involucrarte con mujeres casadas?—agudizó el tono de sus preguntas en el instante en que caminábamos por un parque con esculturas metálicas y poncianos de regular tamaño.

—No estoy involucrado con ninguna, ahora sólo me interesa que me acompañes a tomar un trago. De lo contrario, tendré que esperar a que los lobos aúllen.

—En Lima no hay lobos. Aunque hay quienes aúllan.

Cuando estuvimos en la mitad del parque ella arrojó una colilla, y paramos. Tomé su mano. Ulrica aceptó sin que nada la detenga, mucho menos arrepentirse de caminar con un desconocido.

—¿A qué más te dedicas, Sigurd?, ¿sólo vives de tus lecturas y de la antropología? Yo no le daría tanta fe a ello.

—Mi familia es acomodada, no tengo dificultades para sentirme a gusto.

—Qué suerte tienes. No todos podemos hacer que la gente nos envidie.

—Acaso tú me envidias, Ulrica. ¿Te gustaría vivir a mi modo? —ella me miró fijamente—. Podemos vernos más seguido, no tendrías que sentir envidia si vives a mi modo.

—Apenas he fumado un cigarrillo a tu lado, Sigurd, no me conoces tanto como yo a ti.

—Yo no soy tan fugaz como un cigarrillo. Soy como Jean Valjean.

—Qué sabes de Jean Valjean, querido Sigurd. Qué dulce eres.

Caminamos hasta terminar el parque. Iba a insistir con el trago, pero intuí en el instante de prender otro cigarrillo, que ella esperaba más de mí.

—¿No te interesa saber mi nombre? —quise limar cualquier desconfianza.

—Sé que te llamas Sigurd y que intentarás hacerme tuya esta noche. ¿Sabes, Sigurd?, soy una mujer casada, y hoy no sólo tuve ganas de ir al cine —me miró con desmedido deseo y sin encontrar respuesta para sus conclusiones, nos besamos en medio del chasquido de las hojas.

—Me llamo Juan Francisco Lazarte —le dije sin convicción.

—Sigurd —insistió ella.

—No hay posadas por acá, pero sí otros lugares.

—¿No tomaremos el trago que me ofreciste?

—Ya lo hicimos. Pero podemos tomar otros tragos.

—Qué gracioso eres, Sigurd. Yo te puedo ofrecer el mejor de los tragos.

—Lo sé —caminamos un buen trecho sin hablar.

—Sigurd, ¿por qué dices que soy como Ulrica?

—Ya lo dije, tienes rasgos afilados y ojos grises. Además, tu sonrisa parece alejarte.

—¿Es todo? —me miró con detenimiento.

—No, no lo es. Llevo muchos años buscando a mi Ulrica, y estoy seguro de que la he encontrado. Los milagros tienen derecho a imponer condiciones.

—Sigurd —volvió a mis ojos—, soy una mujer que no puede respirar el aire del que vives.

—No digas eso, ahora estamos juntos. Dejemos de hablar y apurémonos en buscar un lugar parecido a Thorgate.

Llegamos a un pequeño hospedaje en forma de castillo, con piedras blancas incrustadas en sus paredes. Las ventanas le daban un aspecto medieval, y sus puertas de cedro ocre lo envejecían más. Nos apoyamos en una reja paralela al frontis del recinto, cuyas puntas afiladas lo protegían de intrusos. Nosotros no éramos intrusos, nos hicimos parte de esa envejecida construcción.

—Hasta acá llegamos, Sigurd. Mañana no sabrás de mí.

—¿Por qué? Acaso estás por morir.

—Muchas veces he muerto, y entre nosotros el morir se hará una costumbre. Mañana viajaré a un lugar que nunca conocerás, porque iré tras mi esposo. Yo no pertenezco a Lima, y tampoco te perteneceré, querido Sigurd.

—¿Por qué estás conmigo? Tú no quieres estar con él —miró mis ojos con ternura y me besó sin control.

—Él es mi esposo, y yo debo estar a su lado. Esa es mi vida, Sigurd. Tú eres tan dulce y yo tan desdichada... Ahora apresúrate, casi no nos quedan sombras —resuelta en acabar nuestro encuentro tomó mi mano y me condujo a una habitación del hospedaje.

Ulrica se desnudó apenas cerré la puerta. Su blanca piel desprendió un aroma dulce, igual a los jazmines en el otoño. Esperé que dijera mi verdadero nombre, pero fue inútil. Me acerqué a la cama y me acosté a su lado. Como lo hizo Otálora, esa noche poseí por primera y última vez a Ulrica. Nunca tendré que envidiarlo.