¿Qué le pasaba al cura, en este su septuagésimo año de vida, en esta la primera noche en vela que le valía su propia conciencia? Todo había empezado a las siete de la noche, cuando Martín Esquivel, el hijo mayor del viejo Anselmo, había llegado a pie, empapado por la lluvia y con un desalentado semblante a avisarle que su padre se moría, y que pedía que fuera él quien le diera la extremaunción.
Dos minutos más tarde, con el ancho sombrero que una tía le trajera una vez de México, don Pablo seguía a Martín por las calles inundadas. Y se preguntaba, digamos, por qué Anselmo había querido que él lo asistiera, cuando su propio hijo Genaro era ahora sacerdote, y ambicionaba, por cierto, que el Arzobispo pensionara al viejo cura y lo nombrara a él en su lugar. ¿Era, tal vez, que Anselmo tenía cosas que contar que un hijo, así fuera el propio Santo Padre, era mejor nunca supiera? Allá él, si esto era lo que quería; si para algo llega uno a viejo es para tener derecho a las chocheras. El propio don Pablo, tan sano como se veía, se lo repetía de continuo para esperar con paciencia y resignación la muerte que ya no debía de andar muy largo; Anselmo era sólo dos años mayor que él mismo.
Cuando don Pablo era simplemente Pablo, un hijo natural de Rosario Acuña la que cocinaba para los seminaristas (las malas lenguas aseguraban que la mayoría de los hijos de Rosario habían salido de la vacilante fe de algunos de éstos), Anselmo era el hijo de Chepita la costurera, y ambas mujeres, una sin marido y la otra con uno malo, eran las mejores amigas. Se sentaban juntas en misa, se sentaban juntas en los actos oficiales de la cofradía, y de esas sentadas salían historias combinadas que, al tiempo que tenían en ascuas a todos los cristianos del pueblo (buenos o malos), se convertían en el atractivo principal de las casas de las dos señoras. Si usted quería saber por qué el hijo de Fulano se había ido de la casa después de que la mujer de Sutano empezara a plancharle las camisas a su padre, era en casa de Rosario o Chepita donde podía enterarse con más detalles, decorosos comentarios y diálogos que, aunque hijos de la conjetura, no por eso dejaban de ser realistas y conmovedores.
Y don Pablo realmente no sabía por qué, pero desde esa época Anselmo habíase convertido en su enemigo. Cosas de chiquillos, tal vez, como burlarse de él enfrente de otros niños, hacerle zancadillas en la misa, apedrearlo cuando él mismo se encontraba bien cubierto, andar de acusetas con doña Rosario, etc. Pero Anselmo no parecía haber nunca superado ese disgusto; ya hombres, Esquivel se esforzaba por dejar mal parado a don Pablo, quien ya por entonces habíase hecho cura, querido y admirado por la gran mayoría. ¿Eran tal vez los veinte centímetros de estatura que don Pablo le llevaba, o sus ojos verdes que siempre le habían ganado los piropos de las mujeres? Honestamente, a don Pablo hacía mucho que tales cosas no le importaban (si en algún momento en realidad le habían importado), y como rara vez se encontraba a Anselmo, poco pensaba en él y menos en el pasado.
Y ahora, después de todo eso, era él el elegido para darle el pasaporte. ¡Las cosas que tiene la vida! Algún peor cristiano, tal vez, se habría sonreído sardónicamente de las cosas que tiene la vida; pero a don Pablo no se le podían ocurrir razones para sonreír. Un cristiano viejo, un contemporáneo suyo, se moría.
En la casa de Anselmo no se veía nadie; ni su mujer, ni sus hijas ni nadie más que Martín, que colgaba de la puerta el impermeable, y don Pablo, parado en medio de la sala, repitiendo mentalmente el complicado ceremonial en latín. El moribundo, en su cama, en un cuarto mal ventilado, lo esperaba con ojos aún llenos de vida, y un sudado manuscrito en la mano.
—Pablo, amigo —lo saludó el anciano, con una voz que tenía poco de quebrada—. ¿No te dijo éste que me estoy muriendo?
Don Pablo, que se iba sentando en el borde de la cama, preparado a pasar una larga noche, rebotó cuando Anselmo lo golpeó en la cara con el manuscrito:
—¿No oís que me muero?
—Sí, Anselmo, te oigo. Pero hermano, lo mejor que podés hacer en estos momentos es tener paciencia y acordarte de la infinita...
—¡No tengo tiempo, Pablo, no tengo! Tomá esto —el manuscrito voló por el aire y don Pablo, mostrando una agilidad sorprendente, lo atrapó con una sola mano. Un brillo que tal vez era envidia volvió por un instante a los ojos del derruido Anselmo.
—Pero, Anselmo, ¿qué es..?
—Mi confesión, Pablito, mi confesión. Alguien que como yo tiene años en una cama, no sabiendo si va a estar vivo pa’ ver el sol al día siguiente, tiene que tomar precauciones. Y ahora que es mi hora...
El rostro del buen don Pablo se había tornado de un color muy agradable entre las hojas frescas de los tubérculos. En su miseria se volvió a ver a Martín, que se había dejado caer en una silla, en el rincón más alejado, y tenía la mirada fija en el suelo. Pero Anselmo, colgándose de su brazo con una fuerza insospechada, lo devolvió a la realidad del momento.
—Pablito, háceme el favor de leerla, y venir a decirme si me podés dar el perdón y el viático. El doctor me ha dicho que no puedo hablar mucho, y ya siento que me desvanezco otra vez. Hacéme el favor, Pablito, porque no quiero entrar al cielo o al infierno debiendo nada —lo cierto es que al decir esto último la expresión de Anselmo era bastante laica.
—Pero... —balbuceó desesperadamente don Pablo.
—Nada, hermano, no me cobrés ahora cosas de chiquillos. Me tomó semanas escribirte esas páginas, escribirlas para vos, porque yo siento que si hay alguien que merece saberlo todo de mí sos vos. De nadie más, Dios es mi testigo, podría yo aceptar el perdón.
En ese fatal momento, como vencido por el esfuerzo de hablar, Anselmo cayó de bruces en su cama. Don Pablo trató de asistirlo, colocándole de nuevo la cabeza sobre la almohada, pero Martín, que se había levantado muy parsimoniosamente, vino a relevarlo.
—No pierda aquí más tiempo, Padre, que parece que está escampando.
¡No había nada que decir, nada que hacer, entonces! Don Pablo emprendió en silencio el camino de su casa; pero no había avanzado una cuadra cuando Martín, esta vez sin impermeable, lo alcanzó y le dijo:
—Padre, no se apure demasiado, que el doctor nos dijo que lo de papá tal vez va para días.
Y sin más, el joven se devolvió corriendo hacia su casa.
¡Triste consuelo! Pero peor sería si, ahora mismo, estuviera Anselmo muriendo, y él arrastrando las patas como un burro, como el burro que siempre había sido, contando las páginas manchadas, llenas de tachones y borrones. Aquí, en estas sucias páginas, estaba la vida de alguien, sus pecados, sus faltas, las razones que se interponían entre esta alma y el cielo. Y de alguien que, como Anselmo, había sacado semanas de su vida de minusválido para hacer este recuento moral, para confesarle a un papel todo lo que a nadie se había atrevido a decir...
Don Pablo (serían tal vez las dos de la madrugada), seguía sentado a su mesa de la cocina, el maldito manuscrito extendido frente a él sobre el mantel bordado con angelitos que las monjitas le habían regalado la última navidad. Eran nueve hojas, eso lo sabía, porque eventualmente, no su intelecto, sino los años, habían logrado el milagro de enseñarle a contar más o menos hasta cien. Pero los años, lamentablemente, no habían llegado a enseñarle a leer.
¡Qué noche tan larga, que agonía tan terrible! Pero el día que ya amanecía sería peor aun; Dios, por esta vez, había optado por dejarle a él mismo la vital decisión que había de tomar, y don Pablo comprendía que era lo justo, que uno no tenía que andar colgando de la sotana del Todopoderoso por cualquier cosa. Él bien lo sabía; ¿acaso no se lo repetía constantemente a todas las muchachas que venían a llorarle porque no se casaban este año tampoco, a los muchachos que aseguraban que alguien le había echado un maleficio a cuanta cosecha sembraban o ganado criaban? Si para todo hay un momento, decía la Biblia, no le queda al hombre más que aceptarlo y capear el temporal. Don Pablo no pedía mucho, Dios lo sabía; pero ahora...
¡Era espantoso, simplemente espantoso! Vencido al fin por el llanto que le había atornillado la garganta por horas, don Pablo se cubrió el rostro con las manos y empezó a gimotear como una chiquilla; como nunca antes en su larga y tranquila vida. “¿Por qué, por qué?”, se atrevió a sollozar como el más desamparado y perdido de los cristianos.
Pero bien sabido es que las lágrimas jamás han detenido un amanecer para nadie. Después de horas de sucesiones de angustia, resignación, desesperación y estoicismo, y después de concienzudas e insólitas deliberaciones, mojadas en tantas inocentes lágrimas, don Pablo decidió que no era cuestión de orgullo, sino de buen cristiano, el pretender que había leído el documento, y que habiéndolo hecho, daba absolución completa al moribundo. ¿No era eso ir demasiado lejos, no sabiendo la VERDAD?, reclamaría tal vez su conciencia más tarde. Pero la última, absoluta verdad es que Jesucristo murió por todos nosotros, por todos absolutamente. ¿Qué derecho puede tener un ignorante cura para interponerse en el camino de un alma? ¿No sabía Dios cómo estaban en realidad las cosas? Don Pablo, la decisión tomada, el pecho libre de su carga, fue a bañarse y sin desayunar siquiera, salió dispuesto a pasar un largo día acompañando al viejo Anselmo.
La casa, a diferencia del día anterior, estaba llena de gente, si bien la esposa y las hijas del moribundo seguían sin aparecer. Ahora estaban ahí el alcalde Guillén, el médico Quirós y la enfermera González, los compinches Varela, Redondo y Palmares, acompañados de algunos chiquillos que se paseaban por la sala y las habitaciones de la casa toqueteando los finos adornos a vista y paciencia de Martín Esquivel, que seguía en su puesto de la noche anterior. Don Pablo no pudo menos que afligirse al ver la angustia que brilló en los ojos del joven a su llegada; como si con el regreso del sacerdote se aniquilara cualquier esperanza. El buen padre apoyó su mano en el hombro del joven Esquivel, para que no se levantara, y cruzó él solo por entre la gente, que lentamente le abrió campo hasta el lado del enfermo. Pero Anselmo Esquivel, a la luz del día, no se veía en realidad tan mal.
Don Pablo se sentó a su lado, y sacando el sudado manuscrito de su chaqueta, se volvió hacia la enfermera González.
—Hágame el favor —le pidió— de traerme una vela y una bandeja vieja.
Mirando a Anselmo, que parecía comérselo con los ojos, añadió, con una sonrisa angelical.
—Vamos a quemar esto, Anselmo.
El moribundo se sobresaltó, y con una agilidad febril, de un salto le arrancó los papeles de la mano.
—Pero, padre, usted no me ha dicho si me perdona, si me da el viático...
Don Pablo se volvió por un momento a mirar a los siete rostros que los rodeaban. Por un momento también pensó en pedirles que se retiraran; nada más lógico que esto. Pero la bondad de don Pablo era realmente infinita. Pensó que si sacaba a la gente del cuarto, para siempre quedaría la historia, el chisme de “cómo el padrecito sacó a todos para hablar con el moribundo que ya se había confesado”. Como si él le hubiera encontrado problemas a la salvación de esa alma, como si Anselmo hubiera hecho algo tan diabólico que, aun en su última hora, necesitara una reconvención de su sacerdote y amigo. Don Pablo no quería esto; mirando de nuevo a Anselmo, y apretando con su mano la del enfermo que sostenía su confesión, le dijo, de modo que todos pudieran oírlo:
—En tu confesión no hay nada que yo, o Dios, no te vaya a perdonar. Andá tranquilo, Anselmo. El Señor te espera a las puertas de su Reino.
Se hizo un corto silencio; todos parecieron colgados de la expresión del rostro de Anselmo. Su boca se fue estirando, sus ojos se fueron encogiendo lenta y casi dolorosamente, hasta que una vulgar, sonora y terrible carcajada se dejó escuchar. Don Pablo, sorprendido, se volvió a ver al médico, y vio, tanto en los ojos de éste como en los de los que lo acompañaban, el asomo de una sonrisa que aún no se atrevían a esbozar, pero que estaba a punto de aflorar a sus caras, tal y como a la de Anselmo, que ahora hasta convulsionaba en su último lecho. Al ver que don Pablo lo miraba de nuevo, y con una nueva explosión de risa, el anciano le lanzó dos páginas a su amigo Varela, y empezó él a leer de las que le quedaban en la mano:
—Un litro de ron, dos bolsas de canela en astillas (y que no se la den picadita, porque a veces se dejan el corazoncito de la ramita, que es lo mejor), dos botellas de leche...
Por otro lado Varela, tan divertido como Anselmo, leía:
—Se avisa a todos nuestros suscriptores que la edición mensual de “El Cuatrero”, novela inspirada en las aventuras del inmortal Pedro Pereira, no se estará entregando el 15, la fecha usual, sino...
Don Pablo se había levantado lentamente, en el transcurso de estas lecturas, su pecho comprimido, primero, por el horror, y luego por la ira. Sus ojos recorrieron toda la estancia, todos los rostros, que ante su mirada perdían el aparente regocijo y tomaban una expresión trágica y culpable. Hasta Varela se calló cuando don Pablo fijó en él sus ojos llenos de lágrimas, pero Anselmo, sacando risas de quién sabe dónde, sacando energías de una alegría ya moribunda, siguió revolcándose en su cama cuando el sacerdote lo miró.
—Sos un ladrón —le dijo el enfermo, acusándolo con el dedo, sonriéndole amargamente aún—, sos un vividor que se ha aprovechado de la bondad de la gente, para vivir de ellos y hablarles de Dios y de las escrituras cuando sos tan tarado que ni leer sabés. Dios te pague lo que has hecho con nosotros, y especialmente lo que has hecho conmigo.
Si había a alguien a quien don Pablo admirara, era al santo de su nombre, al que jamás conoció a Jesús, al que persiguió a los cristianos antes de convertirse en su más fiero defensor. En su memoria, como con fuego, estaban grabadas las historias que fray Lorenzo le contara, de cómo san Pablo, insolente, guerrero, visionario, era temido por judíos, cristianos y hasta romanos. ¡Cuántas palabras “aladas”, cuánta fluidez y cuánta irrefutable razón en cuanto decía! Don Pablo, por un minuto o dos, estuvo buscando frases, algo que decir, algo que lo justificara o inculpara a su acusador. Pero esa cabeza suya nunca había servido para tales cosas. Derrotado, con la boca aún abierta para pronunciar su terrible sentencia, don Pablo se abrió espacio entre la gente para huir de la casa, para que nadie de ahí, encima de todo, le viera llorar.
¡Él, que había hablado de angustias, de terrores la noche anterior! ¡Cuán cierto es que sólo Dios sabe por qué pasan las cosas! Porque ya en su casa, encerrado en su cuartito, sabiendo que cuanto había sido dicho en su contra era cierto, que no tenía derecho alguno al respeto que sus congéneres le habían prodigado por años, aun ahora, don Pablo no podía, con toda la sinceridad de su corazón, aceptar ante Dios que había mentido, que había obrado de mala voluntad, que su pecado era tal que él en otro no lo hubiera perdonado. “No”, don Pablo se decía, “no es que yo sea malo”. Pero, al tiempo que llegaba a ese convencimiento interior, se daba cuenta de cuán insulso era; ¿qué importaba, en realidad, lo que él fuera, lo que él hubiera hecho, ahora que todos pensaban otra cosa, que todos oirían otra cosa? Por su mente descalabrada corrían Varela, Anselmo y la enfermera González, contándole a las viejitas, a los niñitos, que él era un embustero, que lo que hablaba en la misa no era latín sino “acuñesco”, inventado por el fragrante ladrón que había vivido sus setenta años a costa de la parroquia. “¿El padre que nos casó?”, se preguntarían algunos. “¿El que da catecismo a los chiquitos? ¡Cómo se atreve! El señor Arzobispo ha de saber de esto”. En su miseria, la imaginación de don Pablo era su peor enemiga.
Aquel día era lunes, y no había misa, por lo que nadie vino a llamar a su puerta. Pero don Pablo se figuró que era porque ya nadie quería tener que verlo siquiera, porque se le consideraba proscrito y nadie, sino la ley, lo sacaría de la casa cural para meterlo al calabozo que bien se había ganado. Un día peor poca gente ha pasado; sin pensar demasiado en las consecuencias de un acto tan infantil, don Pablo se encontró dispuesto a huir de la casa cural en cuanto fuera noche cerrada, huir de la vista de cuantos lo habían conocido y querido, e ir... a donde fuera. Pero cerca de las diez de la noche, golpes insistentes en la puerta echaron por los suelos su fantasía de escapar desapercibido.
Desmadejado, don Pablo ni siquiera se miró al espejo, ni se acomodó un poco la sotana antes de abrir la puerta con manos temblorosas y el semblante trágico de un mártir. Lo buscaba Martín Esquivel.
Tal vez, de no haber estado tan débil y descompuesto, don Pablo le habría cerrado la puerta con energía en la cara; algo, si bien no mucho, de orgullo tenía que tener aquel buen señor. Pero ahora, más bien se tuvo que dejar ayudar por el muchacho, para llegar hasta una de las sillitas de la cocina y sentarse en ella. Martín le sirvió un vaso de agua con algo de ron, y se sentó frente a él. Don Pablo, que ya no pensaba en conveniencias de ninguna clase, sencillamente se puso a llorar de nuevo, con el vaso a medio llenar en la mano.
Martín Esquivel lo miraba con un aire singular; entre enojado y compungido. Era obvio que quería hablarle, pero también obvio era que don Pablo no estaba en condiciones de escuchar. Al final, luego de una espera de unos cinco minutos, Martín le quitó el vaso e hizo beber al cura su contenido de un trago, lo que al menos lo distrajo de su miseria y su llanto.
—Don Pablo, yo venía a pedirle perdón —dijo al fin el joven, volviéndose a sentar.
Algo en el corazón del sacerdote empezó a crecer desmesuradamente. Su justificada furia.
—¿Perdón? ¿Perdón? Cuando... con lo que me... cómo...
Pero las grandes palabras no estaban hechas para don Pablo. Simplemente se calló, porque a su mente volvió san Pablo, e incluso Judas. ¿No había Cristo perdonado a Judas?
—Óigame un momento nada más —dijo conciliadoramente Martín Esquivel, sirviéndole otro trago de una botella que traía escondida en la chaqueta—. ¿Me va a oír? Bueno, don Pablo, usted sabrá que antier mi mamá tuvo una discusión con mi papá, y lo dejó. Ella y las muchachas. Cuando yo llegué a la casa ya se habían ido. Y mi padre, que usted bien lo conoció, me dijo que si no le ayudaba yo a él, iba a hacer pedazos el testamento, le iba a dejar toda su plata a Genaro y nada a mamá y a nosotros. Usted sabe que yo no podía dejar que eso pasara. Por eso vine a llevarlo a usted, por eso me presté a este vacilón. Y quería decirle que lo siento mucho, porque es usted una buena persona, y lo que me resta es decirle que no creo que a ningún buen cristiano de este pueblo, que lo conozca a usted, le pueda importar lo que Varela o los otros digan. Yo mismo, don Pablo, les he dicho a mis amigos que usted pensó que era la debilidad mental de mi padre la causa de que le diera esas listas como su confesión, y que fue en consideración a su estado que usted le hizo creer que las había leído como tal. Era lo justo.
El joven añadió esto al ver el regocijo que se había pintado en el rostro del viejo sacerdote. Pero en un instante, don Pablo volvió a ser él mismo.
—Tu padre no te va a perdonar eso. Les va a quitar la plata a vos y a Regina y a las muchachas.
Martín se sonrió tristemente.
—Este vacilón le salió caro a papá, padre. Hace dos horas que se murió, ya lo ve, sin confesarse.
Levantándose, Martín señaló la puerta de la casa.
—Mi mamá está ahí —le dijo—. Me dijo que le preguntara si usted puede hablar con ella.
—Decile que pase, claro, ¿por qué la dejaste ahí afuera?
Martín le estrechó la mano efusivamente, sin responderle, y saliendo de la casa, dejó la puerta abierta para que Regina, vestida de luto, entrara y la cerrara tras ella.
Don Pablo se adelantó para recibirla y consolarla, su propia tragedia olvidada ante la de ella. Pero Regina no se paró a considerar nada; lo abrazó con fuerza, llorando, sus uñas casi rompiendo la tela de su sotana.
—Regina, ¡tranquila! —don Pablo empezó a balbucear—. La voluntad de Dios...
—¡Dios te bendiga, Pablo, Dios te bendiga! Hasta en esto eras vos quien nos tenía que salvar.
Dejándose caer en la silla más cercana, y sin soltar la diestra del sacerdote, fuertemente cogida entre sus dos manos, Regina lo miraba con sus ojos llenos de lágrimas murmurando:
—Fue hace dos días que ya no pude más y se lo dije todo, todo. Le dije que ya no lo soportaba, y que si había algo que me había ayudado a sobrevivir estos cuarenta y cinco años de matrimonio, era el amor que sentíamos nosotros, que aunque el mundo nunca pudiera aprobarlo, para que Anselmo lo supiera, eras vos el padre de los hijos que él creía suyos, y yo me venía aquí todos los días, a hablar con vos y a vivir una vida que apenas me alcanzaba para aguantar la que tenía que vivir con él. Así se lo dije; le conté cómo entraba por la ventana de la cocina, cómo te encontraba a veces dormido y me sentaba a verte sintiendo que el corazón me iba a estallar de tanto que te quería... Pablo, todo se lo dije, y tal vez de eso se ha muerto. Pero tanto nos ha maltratado a todos... Dios, que está en el cielo, es quien mejor lo sabe. Me voy, porque hay que arreglar todo para el velorio. Yo nada más te venía a decir que si no querés, no vayás. Allá ya está el necio de Genaro, que a Dios gracias, no va a ver ni un céntimo de nosotros.
Regina, sin vergüenza alguna, lo besó en la frente, le acarició la cabeza, y salió apresuradamente a continuación, dejando la puerta entreabierta. Los ojos desorbitados de don Pablo se fijaron ahora en la ventana de la cocina por la que ella aseguraba haber entrado. ¿Era posible? Él más de una vez la había encontrado abierta. ¿Pero..? ¿Era acaso que no había entendido lo que ella había dicho? En ese momento, Martín Esquivel volvió a entrar a la casa apresuradamente.
—Padre, perdone a mi mamá, que no está bien de la cabeza. Usted entiende, que se había peleado con mi papá, y ahora él se murió... pero puede estar usted seguro de que nadie más va a saber de esto.
Impulsado por un buen sentimiento, seguramente, Martín también lo abrazó con fuerza, y le sonrió con una sonrisa de esas que nunca se olvidan; luego corrió tras de su madre, que ya iba por media calle.
Don Pablo se quedó sentado un momento en la misma silla, pensativo. Luego se fue a cerrar con llave la puerta, que Martín había dejado abierta, y a lavar el vaso de agua con ron que aún tenía en la mano. Estaba muy cansado, pero antes de ir a rezar el rosario y acostarse, el buen sacerdote buscó un par de cuñas con que trabar la ventana de la cocina. ¡Las cosas que tiene la vida! ¿O serán más bien, las cosas que no tiene la vida?