Artículos y reportajes
Jesús Enrique GuédezJesús Enrique Guédez, la estrella, la resaca y el río

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De los hermanos Guédez Acevedo, Jesús Enrique, Oswaldo y Rafael (el guate) son mis amigos; Oswaldito se marchó primero, casi parte desde mi casa, era economista, culto, amigo de poetas y escritores; Jesús Enrique lo siguió; el Guate vive todavía, casi no puede ya, pero vive, periodista.

Con ellos compartí muchas vivencias de la vida en el llano, nunca falló en nuestras tertulias el recuerdo de lo que en un tiempo pasado nos maravilló y nos sigue maravillando, como el río Apure y las lejanías del sol en la sabana, por ejemplo, con Jesús Enrique tuve cercanía con el cine, lo acompañé en el guión de Orlando Araujo, un corto que le ha dado la vuelta al país y en la voz que narra lo que Orlando soñó. A su casa, en Santa Clara, vine a vivir un día, mientras la mía se hacía habitable y yo me reponía de una pesada derrota que no me dejaba levantar el pescuezo, tenía plomo en la base del cuello, así que una tarde se apareció su hija Milena, a la postre vecina de los dos, con la llave: “Mi papá que te mudes a la casa de alto para que comiences a levantar los ojos, que la montaña te hará bien”; esa era la orden y la cumplí y los efectos fueron dichosos.

Cuando era muchacho me comentó el poeta Guédez: “Para mí la Resaca de Puerto Nutrias era un ‘aguasal’ inmenso, hasta que conocí el Apure y ahí sí que la sorpresa fue grande, casi no podía caber en mis ojos aquella gigantesca tabla de agua”. Yo conocí a Jesús Enrique Guédez hace muchos años, la fecha no logro encontrarla, pero ese día, por su intermedio, que lo acompañaban en la presentación de Tiempos de los paisajes, libro que yo había comentado antes en la página literaria del diario El Impulso, de Barquisimeto, también conocí a Manuel Caballero y a Rafael Cadenas; desde entonces nos unió una buena amistad, él me leía los originales de mis poemarios y yo sólo escuchaba su voz, lentísima, leyendo sus manuscritos pues su caligrafía me era imposible descifrar; fui editor de dos de sus libros de poesías: El gran poder, publicado con motivo de la celebración del quinto o sexto coloquio de literatura “Orlando Araujo”, que en esa oportunidad celebramos en su honor, y Cantos de O Gran Sol, en la colección de las Ediciones de la Revista Icam.

El día cuando se nos perdió la estrella fue magnífica la noche, despiertos casi diez horas esperando que apareciera la estrella y nada; la estrella de la que hablo fue un disco luminoso gigantesco que sobre los pinos que están frente a mi casa y a cuarenta metros de la de él, estuvo el tiempo necesario como para que el poeta le diera libertad a la memoria, para contarme fenómenos parecidos que él había leído en libros antiquísimos; casi al final de la espera, hurgó en una caja, entonces fue posible que yo conociera el pez más grande del mundo, bajo el encanto de la inventiva fantástica de sir John de Mandeville, la estrella no volvió pero recuerdo que el poeta estaba asustado porque había bebido de sus mismas negaciones.

Lo vi recién que lo operaron, cuando vino de nuevo a Santa Clara, Barinitas, a ver un araguaney que había sembrado. Hablamos como siempre, largo, y esta vez sin café ni güisqui, quise entregarle las llaves de su casa, pues ya me había mudado a la mía y el plomo había desaparecido de la base de mi cabeza. Rechazó las llaves diciéndome: “Pa qué, chico, esa casa es tuya”. Ese fue el día en que vino a ver el araguaney y a caminar por última vez el Callejón El Perico, donde solíamos buscar lo que no recordábamos.