Antes de que los griegos inventaran ese mito tan cursi sobre el amor encarnado en un angelote caprichoso que dispara dardos amorosos, habían ideado otro más básico. Con la cultura helénica pasa como con el cristianismo, que tiene un antiguo y un nuevo testamento. Éste pertenece al antiguo (al de los pelasgos), es un poco primitivo y a mí me gusta más. Aproximadamente dice así:
Penia (la indigencia) andaba merodeando alrededor del banquete con que los dioses celebraban el nacimiento de Afrodita. Cuando se disponía a mendigar los restos del festín vio cómo Poros (el recurso, la abundancia) se retiraba a descansar. En ese momento cambió de idea y decidió seguirle. Encontrándolo dormido se echó a su lado. Lo despertó, lo sedujo y concibió de él a su hijo Eros.
Penia quería dotar a su hijo de recursos y de oportunidades. Lo consiguió, pero no pudo evitar transmitirle también su propia carencia. Por eso el amor es siempre tan ambivalente: lo tiene todo y lo necesita todo; es abundante y menesteroso; insaciable y generoso; exaltado y melancólico. Es revolucionario como ninguna otra pasión humana porque, aunque su objeto está fuera de él, inicia la insurrección dentro de uno mismo. Se mueve en las arenas movedizas de lo eterno y lo efímero, de la plenitud y el deseo. Hace sufrir y gozar, por eso no se cansa ni se agota. Preguntad a los viejos.
Engendrado el día del nacimiento de Afrodita, Eros se convierte en el compañero y paje de la belleza, pero no en su hijo. En todo caso al revés ya que el amor es capaz de engendrar belleza, pero la belleza sin amor cansa.