Letras
Sin brotes

Comparte este contenido con tus amigos

A mi entierro asistieron sólo dos personas: Fabián y mamá, mi mejor amigo y el último pilar de mi vida.

Ellos fueron los únicos entre tantos familiares, amigos y conocidos que realmente supieron entender mis “No puedo más” y creyeron en ellos del mismo modo en que siempre confiaron en mí.

Todos aquellos que faltaron a mi entierro, fueron aquellos, incluida mi psicóloga —muchos o pocos, no importa cuántos pero muy cercanos a mí y eso sí importa—, que prefirieron pensar que yo exageraba en mis “hasta aquí llegué, ya no puedo seguir”. Luego no pudieron incluir mi cadáver ni siquiera en sus conversaciones.

Que mi marido de más de dos décadas me echara de su vida dejándome en medio del peor desamparo emocional y desconcierto vital tras proferirme un par de gritos y un empujón hacia el abismo marcó el principio del fin.

Un pilar de mi vida se desmoronaba como una mal alineada torre de bloques de mármol, destruyendo al caer toda vida en proceso de crecimiento debajo de ellos.

Que decidiera cruzarme el planeta dejando atrás al viejo continente para volver sin gloria pero con muchas penas a Buenos Aires, al implacable y sufrido sur a reiniciar mi vida desde un enorme e incierto cero, no hizo más que elevar mi popularidad entre quienes admiraron mi coraje y mi poder de decisión para arrojarme al vacío sin temer reventarme en la caída. Porque habría una caída, claro, todos lo sabíamos, también yo.

Pero el destino o el azar removió las piezas del rompecabezas que era mi vida hasta entonces y de repente una pieza de tantas se transformó en un bloque vital. Sentí una red debajo de mí, un ángel separando el cielo del abismo al que fui arrojada, ofreciéndome una salvación en suspenso.

Que mi padre no pudiera evitar morirse apenas dos meses antes de nuestro reencuentro fue un golpe bajo e inesperado en un momento en que yo estaba haciendo equilibrio en el borde de una cornisa emotiva. Una noticia difícil de esquivar para cualquiera que me conociera, y que generó alrededor mío uno de esos abrazos que tienen la forma del símbolo infinito. Y ahí me quedé, como pude, aferrada a quien me abrazaba más fuerte.

Crucé meridianos suspendida en ese abrazo, y soporté las presiones de aquel viaje en avión, un viaje único, un viaje tan liberador como angustiante.

Fui novedad, fui reencuentro, fui alcanzar lo inalcanzable.

Pero también fui tensiones, presiones y sacar de mí misma recursos que ni sabía que tenía, para no caer, para no parar, para poder seguir y seguir y seguir, cuando lo que realmente necesitaba era llorar, llorar y llorar.

Yo no lo sabía pero lo aprendí rápido y a la fuerza: parar a llorar no está permitido cuando alguien está reiniciando su vida, cuando una tuvo cojones para tirarse en caída libre, desarmada, hacia un lugar lleno de vidas armadas. No hay lugar para incorporar aunque sea por un breve tiempo el desconsuelo de quien se reincorpora a un mundo que no ha dejado de girar ante su ausencia. Y necesité llorar, pero no pude, no hubo hombro dispuesto a oficiar de testigo silente, o si los hubo, debo confesar, no han soportado el tiempo de llanto que yo necesitaba.

La fascinación que ejerció mi valentía para dejar lo no sano pero cómodo, y zambullirme en un océano de incertidumbres, dejó de ser una virtud para pasar a ser un acto más que se perdió en medio de las críticas de quienes desde su eterna comodidad me miraban pelear contra —aquello que ellos consideraron— mis molinos de viento.

Pero seguí el reto, claro que sí, sintiéndome entendida o no. No me importó, yo seguí.

Hasta ese punto sin retorno...

Hasta aquel primer “No puedo más”; pero luego hubo otro y otro...

Y mi cuerpo acompañando en el proceso de elevar una pancarta al cielo con un SOS incandescente e imposible de ignorar hasta para los extraños. Pero aun así sólo mi madre y Fabián vieron el mensaje y lo recibieron tal cual fue emitido. Hicieron todo por mí, y ese todo tan necesario era que me dejaran ser yo, con mis broncas y mis duelos, con mis defectos y mis ganas, con mis deseos de escapar y mis esfuerzos por seguir. Sólo ellos se atrevieron a escuchar el profundo y doloroso proceso que significa la decisión de desgarrarse, no una sino dos veces para seguir y luego abandonar a quien se creyó amar con toda el alma al punto de dejar lo seguro por lo incierto. Qué paradoja... la primera vez fue por amor, la segunda vez fue porque ese mismo amor fue herido de muerte y necesitó un lugar para dejarse morir en paz, como si Buenos Aires fuese mi cementerio de elefantes.

El dolor en detalles, el duelo en cuotas, el proceso de querer explotar mi pulsión de vida en una cama y en un “te amo” tan sentido como necesitado; mis ganas de creer que no es necesario abordar el tren de los veinte o los treinta para gozar el mejor viaje.

Pero el “No puedo más” sin embargo se impuso. Tomó fuerza, tomó duelo y vuelo.

Tres palabras que han acercado mi corazón al frío sentimiento de desear la muerte.

“No puedo más”, comencé a repetir entre quienes quisieran oírme, pero la típica reacción humana se impuso. Ninguna persona considerada “fuerte” puede utilizar una frase perteneciente a los débiles de espíritu —y yo jamás fui uno de ellos— porque la típica reacción de los otros es pensar que esa persona se queja, exagera y, por alguna razón —que seguramente le resultará conveniente—, se victimiza.

Mamá y Fabián entendieron el mensaje y desesperaron ante mi pedido de ayuda al viento, pero su desesperación los llevó a rezar por mí, y eso, lamento desilusionar a quienes creen fervientemente en el poder de la oración, en nada me ayudó.

 

El 24 de diciembre del 2010, a las 12 de la noche en punto, silenciados mis sonidos sutiles por petardos y algún que otro fuego artificial, me tiré desde mi balcón del séptimo piso hacia el vacío, hacia un jardín cuidadosamente decorado con guirnaldas y luces. Llevé conmigo tan sólo una foto y un camisón negro de esos que me hacían sentir aún deseable como hembra y adorable como mujer. Sin mis lentes de contacto puestos, sin perfume ni mis pies limpios; para quienes me conocían bien, eso era sinónimo de mi seguridad de no fallar en mi intento de reventarme contra el piso.

Y me reventé, claro, enchastré con sangre y gelatina de cerebro hasta los panes dulces en las manos de los festejantes. Me desarmé antes sus ojos y si pudiese, créanme, de algún modo les hubiese pedido disculpas, pero a veces uno no puede elegir todo ni tener acceso a aquello que necesita.

Las lucecitas de colores titilando como estrellas coquetas fue lo último que pude ver mientras caía a una velocidad que no podría describir. Una vez que uno se deja caer, cae muy rápido, es lo único que podría decir.

La noticia de mi muerte voló como un cóndor, agudamente y desde bien alto para caer veloz y certeramente sobre las presas de la noticia. Pero ahí estaban, mamá y Fabián nomás, frente a ese cúmulo de tierra húmeda bajo el cual mi cuerpo reventado yacía ya encerrado en un cajón y preparado para el olvido como corresponde.

Y los demás... vaya uno a saber, cuando a través del teléfono o los e-mails solían ser tantos...

No hubo espacio para excusas de lluvias torrenciales ni días de trabajo ineludibles; mi entierro fue un sábado con un tremendo sol y a las cinco de la tarde.

Todo hubiese quedado paralizado en la imagen de mi muerte si un olor a incienso no se hubiese filtrado vaya uno a saber desde dónde. Olor a incienso... a iglesias visitadas a pesar de mi no creencia en santos, vírgenes y Biblias editadas para consumo del católico servidor.

Incienso, intenso, tan intenso como mis recuerdos aún no borrados de mi carne rígida. Recuerdos de aquella época en que a todo santo, médico o brujo le pedía con vehemencia que hiciera lo posible para que mi marido y yo pudiésemos tener un hijo. Un latido en mi vientre, eso pedía, un brote en mis entrañas, producto de un milagro, ya no del amor. Pero no hubo santo que escuchase ni médico que encontrara una causa. De todo ese peregrinaje sólo me quedó eso: el olor a incienso.

Ni los bisturís ni las cefaleas insoportables ante medicaciones intomables, sólo mi normalidad y capacidad encaprichada en un “no se puede” y el intenso olor a incienso.

Entendí que si mi nota de suicidio hubiese sido encabezada “Querido hijo o hija” jamás mi entierro en ese 25 de diciembre hubiese existido.

Un brote...

Un brote de mi alma mirándome a los ojos, por más difícil que hubiese resultado devolverle la mirada por haberlo sentenciado a sufrir por mi decisión de escapar de una vida gris y de un futuro aun más oscuro. Un brote que junto a mis ganas de llenarme de hojas, flores y frutos nuevamente, a pesar de haber pasado largamente los 30 y promediar los 40 años, me obligara a seguir a pesar de todo, porque si no es por ellos, ¿por quién más seguir? Todo el resto es imprevisible, es etéreo, es incierto aunque los oídos se llenen de promesas, de proyectos y de gemidos.

Sólo nuestros brotes nos dan raíces y nos mantienen anclados al cielo que ofrece la tierra sin dejar por eso la vida en el intento y las luchas internas de los innumerables “no puedos”.

Pero no pudo ser.

Estoy aquí, sin brote alguno que me reclame. Sin una hija que pueda aprender de mí lo difícil que a veces se torna ser mujer y serlo en serio.

Pero estoy aquí, oliendo a tierra húmeda e incienso —que vaya uno a saber desde dónde llega—, sabiendo que de haberla tenido, esa Nochebuena, sin importar que tuviésemos que pasar esa fiesta a solas, tristes y añorando ser parte de alguna gran y feliz familia, mi hija y yo honraríamos a la vida por más complicada que se nos presentara, y que aprenderíamos ambas a esperar y a valorar a quienes —sin excusas de ningún tipo— se acercaran de alguna manera a ser parte de nuestra solitaria Nochebuena.

Sin brotes...

...quizás a alguien se le ocurra definir así la causa de mi suicidio.

A algún poeta quizás.