Entrevistas
Javier Vásconez
La literatura es un oficio de solitarios

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Javier Vásconez. Fotografía de Carlos Morejón
Javier Vásconez: “La atención de los críticos a mi obra quizá se deba a que llevo muchos años escribiendo, incluso a mi obstinación”. Fotografía de Carlos Morejón.
 

Javier Vásconez nació en Quito. Estudió literatura en la Universidad de Navarra y posteriormente en Vincennes en París. En 1982 publicó Ciudad lejana, y en 1983 ganó la Primera Mención en la revista Plural de México con el cuento “Angelote, amor mío”. Su obra comprende El hombre de la mirada oblicua (1989), la novela El viajero de Praga (1996), la nouvelle El secreto. En 1998 apareció Un extraño en el puerto. En 1999 publicó la novela La sombra del apostador (finalista del Premio Rómulo Gallegos). En 2001 el cuento “Angelote, amor mío” fue elegido por el diario El País para aparecer junto con otros veinticuatro cuentos de escritores españoles y latinoamericanos como uno de los representantes del género en lengua española en Internet. En 2004, Invitados de honor y en 2005 su novela El retorno de las moscas. En 2007 publicó Jardín Capelo (finalista del Premio Rómulo Gallegos).En 2009 apareció en la editorial Veintisieteletras una selección de sus cuentos con prólogo del escritor argentino Horacio Vázquez Rial bajo el título Estación de lluvia. En 2010 la editorial Alfaguara publicó una edición especial de El viajero de Praga con prólogo de Juan Villoro. En 2010 Planeta de Colombia, y Viento Sur en España, publicaron su novela La piel del miedo. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al alemán, francés, inglés, hebreo, sueco, griego y búlgaro.

—Javier, ¿cuándo nace tu relación con la literatura? ¿Qué escritores son tus referentes o tus autores de cabecera?

—A los diecisiete años, o quizás un poco antes, publiqué un cuento malísimo en el periódico del colegio. Pero no me senté en serio a escribir hasta mi vuelta de Europa. Porque viví largamente en España y en Francia, también en Inglaterra. Por algunos años viajé por aquí y por allá, y no deseaba convertirme en un escritor a tiempo completo. Pensaba que no era suficientemente maduro, pues todo lo que escribía iba a parar al basurero. Me faltaban lecturas, experiencia, conocimientos. Hasta que me llegó la hora. Publiqué mi primer libro, Ciudad lejana, después de los treinta. Intentaba ser riguroso con las palabras. Sólo a la madurez y con el oficio uno empieza a darse cuenta con exactitud sobre la importancia de cada palabra en un texto. En otro orden de cosas, crecí en una casa poblada de libros. Mi padre era historiador y escritor. En la casa había libros de historia, literatura, biografías, filosofía, pintura. Creo que la lectura, ese viaje desde la inmovilidad de un sillón, o tendido en la cama, es esencial para un escritor. Siempre fui un lector compulsivo, atento, pues he leído indiscriminadamente. Mis escritores preferidos son ingleses y norteamericanos, también algunos latinoamericanos y españoles. Voy a nombrar a los principales, o mejor, a los que en este momento se me vienen a la cabeza. Shakespeare. Cervantes. Quevedo. Cernuda. Jorge Carrera Andrade. Faulkner. Melville. Kafka. Conrad. Proust. Rulfo. Onetti. Clarice Lispector. Borges. Pavese. Juan Benet.

—Tus libros han tenido una buena acogida por parte de la crítica, medios y sobre todo de los lectores. ¿Qué me puedes decir sobre tu propia narrativa?

—A menudo me sorprendo cuando advierto este fenómeno. Para la mayoría los críticos son considerados los malos del cuadrilátero. Sin embargo, algunos de ellos parecen haber sido condescendientes, incluso generosos conmigo. Qué bien, me digo, los críticos merodeando por mi universo literario. Siempre he simpatizado con los malos de las películas. La atención de los críticos a mi obra quizá se deba a que llevo muchos años escribiendo, incluso a mi obstinación.

Digamos que toda mi obra, entre muchas apuestas, está levantada sobre mapas literarios de otros escritores. En algunos casos hay un trabajo de interpretación, incluso de reescritura. Pero lo más significativo es que a veces he logrado que se colara a través del ojo de la cerradura algo del propio Vásconez. Un universo construido como un homenaje a Kafka, en El viajero de Praga. A Onetti y Faulkner, en La sombra del apostador, también he homenajeado a Céline, a Nabokov y a Le Carré. En algunas ocasiones, los homenajes son evidentes, como en los relatos de Invitados de honor. En otros, son más difíciles de localizar. Así pues, he modelado una poética del ocultamiento a partir de invasiones, superposiciones y recreaciones, utilizando con plena libertad distintos géneros. Y he cavado obstinadamente como un topo en la obra de otros escritores, con la idea de salir transformado de esta aventura.

En mis cuentos, más que en cualquiera de mis novelas, el secreto constituye un detonante y funciona muy bien. Una novela es una construcción, una obra de ingeniería. Es un entramado de personajes, cada cual con su drama a cuestas, con sus sentimientos. La novela tiene sus deudas con otros géneros y, sin lugar a dudas, está muy lejos de la limpieza del cuento. En cambio, el cuento es como un resplandor, una fábula. Se agita igual que una libélula antes de convertirse en mariposa, es más intelectual. La novela es una especie de “tratado” sobre la vida de los hombres.

—En 2010 publicaste la novela La piel del miedo. ¿Qué me puedes decir de este libro?

—La conservé por mucho tiempo como un secreto y la escribí finalmente en un año y medio, o quizás en dos, cuando agarré “al vuelo” la primera frase. Fue como si alguien me la hubiera susurrado, o dictado al oído, en absoluta intimidad. Esa oración es la que marca el ritmo, la cadencia, proporcionando el tono aparentemente vertiginoso al conjunto de la novela. ¿Qué más puedo decir? Que La piel del miedo es una suerte de “tratado” fantasioso sobre la epilepsia y el miedo, entre otras cosas. Ese miedo que tanto nos paraliza, pero que también nos impulsa a vivir, y a seguir escribiendo. Ese miedo, del que Benet ya nos advirtió que nos transformaría en gusanos. ¿Recuerdas La metamorfosis? También toco otros temas tan diversos como la traición, el amor, la amistad... La piel del miedo, probablemente sea mi novela más personal, y por suerte ha sido muy bien recibida en distintos lugares, lo cual me reconforta, no lo voy a negar...

—Me imagino que tu cuento “Angelote, amor mío” desde su publicación causó polémica, ¿qué opinas de este texto tan conocido?

Sí, “Angelote, amor mío” causó polémica desde su comienzo. Por el tema de la homosexualidad, el cuento resultó bastante incómodo para muchos, y ha tenido un recorrido desigual, lleno de sobresaltos. Más de una vez ha sido prohibido en algunos colegios de Ecuador. Ahora está traducido al inglés. En 2001 “Angelote, amor mío” fue elegido por el diario El País, de España, junto con otros veinticuatro cuentos de escritores españoles y latinoamericanos, como candidato para circular en Internet como uno de los representantes del género en lengua española. Sin embargo, yo prefiero otros cuentos: “La carta inconclusa”, “Un extraño en el puerto”, “Un resplandor en la ventana” o “Thecla teresina”.

—Ecuador es un gran país, pero, ¿qué pasa con su literatura? ¿Por qué no se la lee en el exterior?

—Yo no voy a una librería preguntando por literaturas nacionales. Nunca. No creo que nadie lo haga. Busco autores concretos, individuales. Así descubrí a escritores tan diferentes como Kafka, Rulfo o Joyce Carol Oates. Para mí es más importante la lectura de un escritor, con todo lo que esto implica, que la visión de las literaturas nacionales ofrecida por los académicos. Un escritor pertenece a una lengua, no a un país. Si algún día nos leen a los ecuatorianos será porque escribimos en español, en español de Ecuador, desde luego. Ya que ahí está el verdadero matiz.

—¿Qué opinión tienes sobre nuestro pequeño mundillo literario? ¿Sobre todo de los clásicos egos, vanidades y luchas por territorios tan comunes para todos?

—El mundillo literario existe en todas partes. Los hay en Madrid, Barcelona, Londres y París... A lo mejor es necesario participar en él, para estar al tanto de lo que ocurre a nuestro alrededor. Pero hay que guardar las distancias y conservar la independencia, hay que saber alejarse para poder trabajar. La literatura es un oficio de solitarios, de obstinados, de fanáticos que le robamos horas al sueño. Bueno, por lo menos los novelistas. Incluso cuando nos ponemos a beber. Siento desconfianza ante los bohemios, a pesar de que yo amo la noche. Aquí, en Ecuador, nos tomamos demasiado en serio las genialidades inventadas por nuestros amigos en las noches de tragos. Muchos de esas genialidades no son más que tonterías o mediocridades provincianas.

—¿Qué piensas de la nueva literatura ecuatoriana? ¿De los nuevos escritores ecuatorianos?

—Igual que en las películas de Clint Eastwood, hay escritores buenos, malos y feos como en todas partes. Por lo demás no hay muchos nuevos novelistas a la vista. Abundan, eso sí, los poetas, como coliflores. O los que se autodenominan a sí mismos como poetas. No los he leído a todos, eso sería imposible. Pero he leído a María Fernanda Pasaguay, Juan Pablo Castro, Eduardo Varas, Cecibel Ayala, Yanko Molina, Solange Rodríguez, Rafael Lugo... A algunos les hace falta vuelo, mucho rigor, ambición literaria, incluso un verdadero proyecto. Una cosa es ser escritor y otra es borronear con más o menos virtuosismo un texto... Pero quiero que esto quede claro, he dicho algunos. Otros ya están encaminados. Al fin y al cabo son jóvenes, y tienen la vida por delante para romperse la espalda escribiendo. Si supieran todo lo que les espera...

—¿Actualmente en qué proyectos literarios estás?

—Estoy enfrascado en una novela corta (una historia muy extraña entre el páramo y la ciudad de Nueva York) sobre la que prefiero no hablar mucho.