Letras
6 de agosto en mi memoria

Comparte este contenido con tus amigos

Akiko cumpliría doce años aquel mes de agosto. Según contaba la leyenda, debía hacer mil figuras de origami antes de llegar a los 15 años para ver sus deseos realizados, y ella se esmeraba cada día en saber cuántas le faltaban aún. Su madre contabilizaba una a una las piezas que representaban animales, flores, lunas y estrellas. Había mariposas, sapos, serpientes y elefantes. Faltaba por hacer un pájaro sagrado japonés, no podía olvidarlo, y también quería hacer un caballo Pegaso, de grandes alas. Una vez hizo una jirafa cuyo cuello, demasiado largo, se doblaba ahora metido dentro de la caja. Con las flores era diferente. ¡Había tantas en el mundo, podían hacerse tantos tipos de flores! Su madre le aseguraba que sería fácil llegar a las mil piezas si hacía una flor de cada tipo de las que habitaban la tierra. Ya la caja contenía girasoles, rosas, marpacíficos, geranios, margaritas, aves del paraíso.

Akiko no tenía prisa. Hasta agosto faltaba un mes. Y luego, para el agosto de sus 15 años faltarían tres años. Mil ciento veintiséis días en total, porque tendría que sumar un día al año bisiesto. ¡Quedaba una jornada por cada una de las piezas y todavía sobraban ciento veintiséis días! ¡Ufff!, claro que daría tiempo, porque ya había muchas piezas terminadas. La niña trabajaba por las tardes, a la salida del colegio. Sentada junto a su madre, en los escalones de madera de la entrada, doblaba los minúsculos papeles para conseguir las mas increíbles figuras, mientras su madre le daba ideas de qué animales o flores aún no estaban representados en la caja taraceada que las guardaba. A veces las sorprendía el anochecer.

Ichiro, su padre, casi nunca estaba en casa. Gustaba de salir a beber sake con los amigos, o se iba al teatro, a ver alguna nueva representación. Había sido actor del Kabuki y, en ocasiones, cuando estaba feliz en casa, se pintaba la cara con polvos de arroz, se colocaba unas pelucas y vestimentas lujosas y representaba alguna de las piezas conocidas. Entonces adoptaba aquellas poses pintorescas que a la niña le gustaban tanto. Abría mucho los ojos y se quedaba como congelado en el tiempo. Otras noches se quedaba en el jardín, escuchando el agua correr entre las piedras colocadas con sumo esmero por su madre, y mirando la luna, quieto, sin moverse durante horas.

No había querido ir a pelear. Al principio se escondió en casa de unos parientes para que no lo llevaran por la fuerza. Luego, cuando ya los soldados se habían olvidado de la aldea, pequeña y cercana a la ciudad de Hiroshima, había regresado a la casa, sólo para ver pasar los días, sin un objetivo definido, aborreciendo todo lo que le recordara la guerra.

Akiko sabía que no habría celebración para ella aquel 6 de agosto. Estaban en la peor pobreza en medio de aquella locura. Los pocos alimentos que obtenían apenas daban para calmar el hambre de las familias, la mayoría ancianos y niños. El arroz era escaso y la pesca imposible. Pero para una niña de doce años tenía mucha importancia cumplir con todo lo necesario para que se hicieran realidad sus deseos más queridos. Su primer deseo: que terminara la guerra. Quería también un kimono rosado, decorado a mano con rayas y hojas de crisantemo, y unas sandalias de madera, elevadas, para usarlos en el festival de verano en la aldea. Quería aprender a tocar con gracia el laúd, y cantar las canciones que le repetía día a día la abuela. Quería visitar junto a su madre la ciudad, y ver las fuentes del centro y las luces iluminando las calles. Su abuela decía que no era pedir demasiado, eran deseos que bien podrían hacerse realidad. Habría que esforzarse bastante para llegar a las mil figuritas minúsculas, pero bien valdría la pena.

Y bien la habría valido. Pero Little Boy, a pesar de su nombre tierno, no era más que la maldad de los hombres. No sabía de origamis, de kabukis ni de niñas con ojos rasgados que soñaban con cumplir sus deseos, luego de entregar a su abuela las mil figuras de animales y flores, de caballos alados y pájaros sagrados. Y el Enola Gay tampoco sabía qué había allá en la tierra, debajo de su enorme cuerpo volante. Desde tan alto no se veían las pequeñas figuritas de papel.

La enorme luz cegadora no permitió siquiera que Pegaso alzara el vuelo.