Letras
Que me perdonen los chinos

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A las 9.30 de la mañana Rodolfo González subió a toda velocidad las escaleras para regresar a su apartamento. Entre jadeos y maldiciones aceleró el paso saltando los escaños de dos en dos rumbo al tercer piso. En la puerta le esperaba su esposa, que sin mediar palabras y con un gesto de “me vas a volver loca” en el rostro, sostenía la carpeta con el informe que presentaría a la directiva en la reunión de las 10 y que había olvidado sobre la mesa del comedor. Bajó rápidamente, gritó “¡Gracias, amor!” mientras descendía, y se metió en su carro para salir a toda marcha, con tal desespero, que no se percató del camión del repartidor de refrescos que se dirigía a hacer su entrega en la panadería.

Gregorio, el repartidor de refrescos, hablaba con su madre desde el celular cuando fue sorprendido por el pequeño Chevrolet azul, que irrumpió desde un estacionamiento cercano tocando la bocina y sin ninguna intención de frenar. Al otro lado de la línea la señora López no escuchó la obscena exclamación de su hijo ni se percató de que el joven había chocado su camión. Con el auricular sostenido en el hombro para poder usar las manos, la mujer le abría la puerta a la muchacha de servicio que recién llegaba. La oportunidad perfecta para Candela, la perra consentida de la familia, que aprovechó para escabullirse por la puerta que apenas se abría, escapando disparada calle arriba hasta perderse en el cruce que daba a la avenida principal, desde donde ni su agudo oído escuchaba los gritos de su dueña.

Candela, una hembra dobermann de 2 años, atravesó la avenida de punta a punta sin mirar a ningún lado, disfrutando la brisa golpeteando su rostro y la libertad inundándole el cuerpo. Corrió a toda velocidad sin un destino específico, sólo el placer de sentirse liberada. Cruzó la esquina sin bajar el ritmo de su carrera, concentrada en el retumbar de su corazón acelerado que le brincaba en el pecho, y justo al doblar en la calle 17 se topó de frente con el improvisado mesón donde Maritza organizaba la prensa del día... La perra no tuvo tiempo de frenarse y chocó directamente contra uno de los taburetes que sostenía el tablón lleno de periódicos.

Como todas las mañanas, Gonzalo Peraza detuvo el viejo autobús al frente de la cafetería de la calle 17. Recién salía de casa con las sábanas aún adheridas en el ánimo y con la urgencia de una taza de café caliente para conectarse al día que comenzaba a apoderarse del cielo. Carolina, la vendedora, ya le esperaba con el vaso listo para llevar: marrón, con leche descremada y un toque de canela. Justo como le gustaba. Después de tantos años visitando el lugar, Gonzalo había adquirido algunos derechos que le otorgaban cierto estatus entre los clientes. De hecho no hacía cola, y era el único al que se le permitía pagar los cafés al final de la semana. Tomó un sorbo de su taza humeante, se refrescó la vista con la linda sonrisa de Carolina y salió hasta la calle para enfrentarse con su rutina diaria. Estaba por subirse al autobús cuando un chillido y un alboroto llamaron su atención. Volteó la mirada hacia la esquina y observó a Maritza, la vendedora de periódicos, que se ponía las manos en la cabeza mientras decenas de hojas volaban por doquier bailando al ritmo de la brisa que levantaban los vehículos al circular.

Se acercó a ella y, mientras le ayudaba a recoger las hojas esparcidas, bromeó: “Hoy si es verdad que están volando las noticias”. Como pudo organizó algunas hojas desparramadas que se salvaron de las ruedas de los vehículos. Mientras lo hacía pensó que sería gracioso mezclar a los personajes públicos en la vida real tal como estaban ahora sobre el asfalto... Osama Bin Laden reunido con el Papa, Chávez en el concierto de Alejandro Sanz, Gustavo Dudamel entrenando a Manny Pacquiao, Shaquille O’Neal montando una yegua en el Belmont Stakes... Su divertido ejercicio lo entretuvo un buen rato mientras continuaba rearmando el último ejemplar en el piso.

Cuando levantó el pliego de los titulares para ordenar el último ejemplar de El Universal, se encontró con una noticia que le impactó sobremanera. Un voraz terremoto en Sushu, provincia china de Qinghay, acabó con 85% de la ciudad, ocasionando 600 muertos y 10.000 heridos según las primeras cifras oficiales. Pensó en todos esos pobres chinos, en la desolación, el desespero y la tristeza repartida entre los escombros. Pensó en 600 personas que encontraron la muerte sin poder despedirse de sus seres queridos, en las tareas, en las palabras, las acciones pendientes que murieron junto a esa gente. Pensó en el destino que nadie conoce, y casi como un acto reflejo tomó el teléfono para llamar a su mujer y decirle que la amaba con todo su corazón.

Quiso pagar el periódico, pero Maritza no se lo permitió en agradecimiento a su caballerosa ayuda. Miró su reloj y se percató de que había perdido la noción del tiempo imbuido en la noticia. Su recorrido debió iniciarse al menos veinte minutos antes. Agradeció el obsequio, aceleró el paso y abordó su autobús, rumbo a la primera parada atestada de pasajeros retrasados.

A raíz de toda esta serie de eventos, tú esperabas desde hace más de un cuarto de hora en la parada de autobuses, tratando de no desesperarte por la demora de la unidad que te llevaría al encuentro con tu examen de redacción. Imagino que buscando concentración te adentraste en tu block de apuntes y el pasajero detrás de ti debió tocarte el hombro para que te percataras de la llegada del viejo colectivo verde en el que comenzaba a subir la gente entre rezongos. Te recuerdo hermosa abrazada por ese sobretodo de lana en tonos grises y violetas, con tus lentes diminutos y tu cabello recogido con un gancho sencillo.

Yo, por mi parte, salí de mi casa en el tiempo perfecto. Debidamente desayunado, sin tropiezos, sin retornos. Tanto, que cuando me detuve al borde de la acera para detener un taxi, me percaté de que faltaba más de una hora para mi entrada a la oficina. Así que decidí ahorrar unos centavos y embarcarme en el viejo autobús verde que se asomaba calle arriba. Subí, y justo al lado del único puesto libre te descubrí sumergida en un block desordenado lleno de frases y tachones.

Recogiste las hojas sueltas sobre el asiento y me obsequiaste una mueca extraña que entendí como una disculpa, te volviste un ocho organizando los papeles y te ofrecí ayuda. Me explicaste que ordenabas un escrito que debías leer en tu clase. Seguí preguntando, y me contaste que redactabas un ejercicio sobre el inconcluso tema de la existencia del destino y el azar. Me dejaste leerte, recibiste con interés mi inútil opinión, nos presentamos y nos adentramos en una sabrosa conversación. Recuerdo que fue el mejor inicio de día que haya tenido en mi vida.

Hoy, veintiocho años después, encontré los papeles guardados entre tus apuntes. Tu hija necesitaba investigar algo de sociología y supuse que los cuadernos desgastados de la universidad serían de utilidad. Releí tus líneas y reviví aquel encuentro maravilloso y mágico. “El mundo es un perfecto engranaje, nada es azar”, escribiste con mucha convicción y una hermosa caligrafía. Pensando en eso me propuse reconstruir los cientos de sucesos que confluyeron en el inicio de esta historia que sucedió en el asiento de aquel viejo autobús. Que hoy se me antoja verde y conducido por un tipo que bauticé como Gonzalo.

Y di gracias, millones de gracias a todos. A Rodolfo y su mala memoria. Al pésimo hábito de Gregorio, que seguramente todavía acostumbra a hablar por celular con su mamá mientras conduce, al espíritu libertario de Candela, a la previsión de Carolina y su café caliente, a la caballerosidad de Gonzalo, incluso a los miles de chinos y su triste tragedia... Sí, que me perdonen los chinos, pero ellos, sumidos en su sufrimiento y ajenos a lo que sucedía a cientos de miles de kilómetros de su ciudad destruida, fueron también una causa imprescindible que me permitió llegar a este momento, a esta noche en la que, si el engranaje perfecto lo permite, voy a buscarte al aeropuerto para llevarte a casa, regalarte una cena preparada por nosotros, escucharte contar todo sobre tu reportaje, ducharme contigo y hacerte el amor como si fuese la última noche en el mundo. Con el mismo desenfreno con el que se hubiesen amado los chinos de haber conocido su destino al menos un par de horas antes del terremoto.

Maracay, 15 de abril de 2038