Letras
Matemágicas

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Miguelito era un chico como cualquier otro. Su padre lo dejó cuando tenían 7 años y quedó a cargo de su mamá, que tenía una pequeña casa heredada de su abuela, en González Catán.

Miguel hizo la primaria con buenas notas y casi casi termina la secundaria, si no hubiese sido porque tuvo que salir a parar la olla. Tenía 15 años y le tocó salir a trabajar. Ya no alcanzaba para vivir con lo poco que ganaba su mamá limpiando casas. Las patronas cada vez querían pagar menos y la inflación se lo comía todo. Cierto que, según decían sus profesores, él era muy bueno en matemáticas. Pero tuvo que dejar en cuarto. Una pena.

En la escuela había sido un chico normal, salvo por un par de detalles. Era espástico y era un genio de las matemáticas. Su madre se enteró de lo primero cuando la llamaron urgente del colegio, en los primeros días de primer grado. Tenía contracciones de cuello y de brazos incontrolables. Tics que parecían nerviosos y hacía un sonido extraño, como a tos, cada diez minutos. Eso ya le había pasado en su casa muchas veces, pero Nora —así se llamaba su mamá— pensó que los movimientos y los ruidos formaban parte de sus juegos. Cuando las maestras la alertaron, ella lo llevó a varios médicos, en la salita del barrio, el hospital del kilómetro 32, y perdió varios días de trabajo para que lo viesen en la Casa Cuna. Casi todos diagnosticaron lo mismo: una especie de parálisis cerebral que le llevaba a hacer esas cosas, que se había gestado en el embarazo cuando ella tuvo varicela, y que era tratable. Pero todos los tratamientos costaban una fortuna y no aseguraban nada. Con lo cual madre e hijo se resignaron a vivir con aquellos frecuentes ataques que hacían que los compañeros de escuela lo llamasen “aparato” y jugasen a imitarlo en el recreo.

También estaba aquello de las matemáticas. En primer grado, cuando la maestra dibujó algunos números en el pizarrón Miguel sintió que se abría antes sus ojos un mundo inconmensurable. Un mundo en el que le iba a encontrar la felicidad. Antes de terminar el año no sólo sumaba y restaba mentalmente, sino que había conseguido que la señorita Marcela le explicase aquello de la multiplicación y la división. En tercero sacaba raíz cuadrada y había aprendido los números imaginarios. Desde el primer día terminaba los ejercicios mucho antes que sus compañeros. Su dificultad motora lo retrasaba, pero siempre terminaba importunando al docente de turno con preguntas sobre distancias astronómicas o cifras infinitesimales. En conclusión Miguel tenía un coeficiente superior a la media, pero iba a ser irremediablemente y por el resto de su vida espástico.

Eso en el colegio obviamente le trajo sus pros y sus contras. A favor tenía que aprobaba con seis siempre las clases de gimnasia sin asistir, y docentes y alumnos se asombraban con su capacidad para los cálculos. En contra tenía que muchos se burlaban de él, casi todos. Tuvo que sobrellevar esa cruz hasta los once años, cuando como consecuencia de una burla que le hizo un compañero no saben de dónde sacó fuerzas para partirle un banco en la cabeza. Quince puntos de sutura en la cabeza del burlador, los ojos abiertos como platos de todos, y el reto de la directora a él y a la madre, le valieron a Miguelito el respeto y miedo de todos sus compañeros. No más gastadas. Y cuando venía un nuevo todos se encargaban de ponerlo sobre aviso. “Con el espástico no se jode”, le decían.

Pero cinco años más tarde la convertibilidad había quedado atrás y los precios subían y subían. Y entonces el chico le descubrió una ventaja a eso de ser espástico y se anotó para vender billetes de lotería de La Solidaria. Para sumar algunos pesitos agregó a su puesto callejero un anexo de venta de accesorios para celulares. Con eso, y los trabajos de la mamá, no vivían bien pero alcanzaba. Miguelito se tomaba el ochenta y seis que iba a Once todas las mañanas, puntualmente a las seis y media. Allí se encontraba con un amigo de Nora que le había conseguido la changa de los celulares y le daba parte de la recaudación del día anterior. Con eso compraba la mercadería. Luego armaba el puesto con cuatro maderas, si los ratis no se lo habían confiscado el día anterior y empezaba el trabajo. A eso de las tres pasaba dos veces a la semana el de la Solidaria que le daba los billetes. Y así tiraba hasta las siete u ocho.

Llegaba a su casa con un cansancio de órdago y al principio contaba los billetes en el bondi. Más de una vez lo arrebataron arriba y ahí se dio cuenta que la teca se contaba en casa, que era casi el lugar más seguro. Casi porque ya iban siete veces que salían con mamá uno que otro sábado y encontraban todo patas para arriba y las pocas cosas en manos de los amigos de lo ajeno. Menos mal que ellos guardaban los pocos pesos debajo de esa losa, en el patio del fondo.

Aunque siempre había sido bueno con los números, el descubrimiento de sus habilidades matemáticas supernaturales le vino con la madurez. Una tarde de calor agobiante un cincuentón de traje y anteojos gruesos se acercó a comprarle una funda para celular en su puestito. Le dio cien pesos y Miguel le dio el vuelto casi instantáneamente. El hombre —que era Gustavo Esmoris, titular de la cátedra de Lógica Matemática en la UBA— se sorprendió y le preguntó si le gustaban los números. Y ahí mismo se comenzó a forjar esa amistad que no conoce ni de discapacidades ni de prejuicios sociales. Miguel iba a lo de Gustavo puntualmente, luego de su trabajo. Había días en que llamaba a su mamá y le decía que se quedaba a dormir en lo de Gustavo. Pasaban horas y horas frente a varios pizarrones que el profesor tenía en su departamento antiguo de la calle Yrigoyen. Hacían infinidad de ejercicios. Gustavo le ponía desafíos y Miguel los sorteaba como si estuviera surfeando en el mar, con soltura, pasión e incluso elegancia. Llegó un momento en que —si se soslayaba la formación académica de Gustavo— ya Miguel era infinitamente superior a su profesor. Él le escribía ecuaciones complicadísimas y Miguel las resolvía con una sencillez extrema, con la sencillez de los que tienen todo en su mente y sólo esperan que alguien aparezca por su casa para hacerles parir las ideas.

Un día, cuando llegó a su casa, Gustavo prendió la computadora y le hizo ver una página en inglés. Miguel no conoció el idioma, y su amigo le tradujo que ofrecían cinco millones de dólares a la persona que resolviese un acertijo matemático. Miguel dejó de mirar las palabras. Se concentró sólo en las cifras porque sintió que las conocía de toda la vida. Se trataba de un problema donde había números reales e imaginarios que se le antojó parecido a otros que él ya había resuelto.

Le pidió a Gustavo que se lo imprimiese y durante dos semanas no hizo otra cosa que mirar la página. Tomaba su puesto cada mañana y se sentaba con un lápiz a garabatear cifras en un papel. Por la noche se quedaba imaginando soluciones hasta que Nora venía a preguntarle qué hacía y si estaba preocupado por algo. Le mintió que hacía cuentas para tener controlado el presupuesto mensual, pero ella no quedó convencida así que empezó a quedarse cada vez más seguido en el departamento de su amigo profesor.

Un lunes de mañana y entre restos de sánguche Miguel despertó a Gustavo y le dijo: “Lo tengo”. Asombrado Gustavo se calzó los lentes, se acomodó en pijama de solterón empedernido y comenzó a leer. Para su asombro, la respuesta era genialmente acertada. Durante una hora revisó y revisó las cuentas hasta que comprendió que estaba en presencia de un prodigio de esos que la naturaleza engendra una vez cada cien años. Miguel temblaba y se retorcía. En parte por su enfermedad y en parte por la emoción que sentía. Gustavo salió corriendo e hizo cerca de diez llamados. Habló en inglés, y chapurreó en alemán. También mandó mails a la página donde estaba el enigma.

Volvió con la cara desencajada y le dijo a boca de jarro: “Miguelito, sos un genio”. Y se dejó caer en la primera silla que encontró. Completamente apaleado por la emoción. “En tres meses tenés que ir a Berlín, a buscar el premio”, le dijo a Miguel. Y ahí se dio cuenta de quién era su amigo en verdad: un espástico casi indigente, pero también el mayor genio matemático que tendría la oportunidad de conocer. Pero la cara que puso Miguel lo dijo prácticamente todo. ¿Cómo iría a buscar ese tendal de dinero, con su discapacidad a cuestas? Gustavo le explicó que iba a ser un evento mundial, y que sólo el sabio que había resuelto el entuerto podía recibir el premio. Además los grandes de la matemática del mundo querrían conocer al muchacho que había triunfado ahí donde ellos fracasaron.

Fueron varias semanas de deliberaciones. Gustavo habló con sus contactos en la Facultad, la Sociedad Matemática Argentina e incluso con Adrián Paenza, un hombre de las ciencias pero también de los medios. Pero la respuesta fue inapelable. El ganador del concurso de números imaginarios era el invitado de honor del Congreso de Matemáticas que se iba a realizar en la sede de la Sociedad Internacional de Berlín.

Durante varias semanas Miguel tuvo un sueño recurrente. Veía aquella reunión de expertos. Todos llevaban trajes oscuros, y algunos se habían puesto la toga y el birrete con los que se doctoraron. Entonces aparecía él, vestido con un jean y una camisa a cuadros comprados en el centro de Catán, y la visera naranja de La Solidaria. Se despertaba cuando estallaban las carcajadas.

En una de aquellas madrugadas decidió que no iba a presentarse a buscar el premio. Prefería quedarse sin el dinero, a soportar la burla y el desprecio de los hombres de ciencia. Pero después recordaba los viajes interminables en el 86, desde Catán hasta Once, las mil changas que hacía su madre para llegar a fin de mes, desde limpiar por horas a coser camisetas de fútbol para un puesto de La Salada.

Entonces se arrepentía y pensaba todo lo que podría hacer con 5 millones de dólares. Pedirle a su madre que dejase de trabajar y se dedicase a cuidar las plantas del jardín. Comprarle una casa bonita, pero no en Catán, sino en el centro de San Justo, cerca del shopping, para que pudiese salir a pasear cuando quisiese.

No quería mucho para él. Quizás una calculadora científica, para verificar algunos de los cálculos que solía hacer a mano. O armarse su propia biblioteca de libros de matemáticas, para leerlos una y otra vez y descubrir nuevas soluciones para los enigmas que planteaban. Eso. Quería una biblioteca como la de Gustavo. Y a él sí que iba a hacerle un regalo especial. Tenía que pensarlo bien pero iba a ser algo grande, como crear una beca de matemáticas con su nombre.

Pero estaba el problema de las risas. Miguel sabía que ni bien lo viesen, los matemáticos se iban a burlar de él. O quizás peor, iban a hacer que lo metiesen preso por mentiroso y estafador. ¿Cómo un pobre tipo como él iba a meterse con las ciencias matemáticas? Claro que Gustavo no podía entenderlo. El profesor estaba acostumbrado a que se burlasen de él. Fue el “cuatrojos” de su grado en la primaria; el “traga” que prefería los libros a las chicas en la secundaria y el alumno modelo que terminó la carrera en tres años y se quedó trabajando en la cátedra más codiciada de la facultad, con sólo 20 años.

Miguelito encontró comprensión en un lugar inesperado. Se llamaba Dolores y era moza en la confitería que estaba en la esquina en la que Miguelito tenía el puesto de lotería y celulares. Ella quería ser actriz pero se mantenía con el sueldo y las propinas de camarera. Se podía imaginar el dilema del muchacho. Y decidió ayudarlo.

Todos los días mientras servía las mesas de la vereda le aconsejaba sobre cómo “actuar” con normalidad. Dolores insistía en que, si se lo proponía y ensayaba lo suficiente, Miguelito podía meterse en la piel de un gran matemático. Sólo tenía que caminar con soltura, incluso desgarbadamente, usar anteojos gruesos y hablar lentamente, como al descuido, como si su mente jamás dejase de elucubrar soluciones para cálculos complejos.

El hablar pausado no le iba a generar problemas, ya que siempre había tenido dificultades para expresarse claramente. Pero aprender a caminar le llevó varias semanas transitando hacia uno y otro lado la vereda de aquella esquina de Once, bajo la atenta mirada de Dolores que sugería más firmeza en el paso y mayor fiereza en la mirada.

Un buen día llegaron los pasajes para Berlín y una nota muy amable en alemán y en inglés de las autoridades de la Sociedad Internacional de Matemáticas explicando que en el Congreso habría unos 500 miembros ansiosos por conocer en detalle el camino que siguió para la solución del enigma. No le preocupó exponer el razonamiento. Era capaz de escribirlo con los ojos cerrados e incluso de atrás para adelante o salteándose algún paso. Pero lo intranquilizó el hecho de tener que comparecer ante tantos sabios.

Ante la inminencia de la partida, Gustavo le ofreció su único traje. Al fin y al cabo, lo había usado solamente una vez para el entierro de un colega. Dolores le prestó una valija y un gamulán de su hermano mayor para afrontar los rigores del invierno de Berlín.

La noche anterior al viaje los tres cenaron en el departamento de la calle Yrigoyen, Gustavo abrió un vino que tenía reservado para una gran ocasión y Dolores los divirtió imitando a algunos de los clientes habituales del café donde trabajaba. Hicieron planes para festejar el regreso con otra cena, pero esta vez en Puerto Madero o algún lugar sofisticado de la ciudad. Como al pasar, Miguelito les confesó que ni siquiera le había contado lo del concurso a su madre, y que simplemente le había dicho que iba a quedarse unos días en lo de Gustavo. Ella era sobreprotectora y le hubiese dicho que iba a exponerse demasiado.

A eso de las 12 Gustavo se fue a dormir. Dolores aprovechó para irse porque al día siguiente le tocaba abrir el café. Miguel se quedó pensando en la cocina del departamento.

Al día siguiente el remís para llevarlo a Ezeiza tocó el timbre a las 6. Gustavo le ayudó a hacerse el nudo de la corbata para que llegase a Berlín impecable y lo acompañó a la puerta, repasando sus últimos consejos. Lo vio irse desde la vereda con mil recomendaciones de llamarlo cuando estuviese de vuelta.

Dos días más tarde, Gustavo recibió un llamado de Berlín. Como ese era el número de referencia que había dado Miguel, alguien en alemán quería saber por qué no se había presentado. ¡Habrase visto semejante descortesía! ¡Había dejado plantados y sin saber la solución del enigma a los grandes sabios de la matemática mundial!

Gustavo no entendía nada. Intentó comunicarse al celular de Miguel pero estaba desconectado. Fue a buscarlo al puesto de Once, pero Dolores le dijo que no había aparecido. Como último recurso llamó a la remisería. No le costó demasiado encontrar al remisero aquel que llegó a buscarlo para llevarlo a Ezeiza. Sí, se acordaba de aquel muchacho tan bien trajeado. Pero nunca entendió por qué, cuando iban por la autopista Ricchieri, a la altura del Camino de Cintura, le había pedido que lo dejase en la colectora, debajo del cartel que señalaba el camino a Catán.