Sala de ensayo
Alberto José PérezAlberto José Pérez, su idea de poesía

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“Son raros quienes logran triunfo sin trabajo,
el resplandor colmante de la vida entera
con las obras cumplidas”.

Píndaro, Olímpica X.

Dorado, el color del oro, éste lo único tangible puro; la poesía, en la dimensión de lo intangible, lo equivale. Es el ser del poema la poesía, lo demás a la prosa pertenece. Han salido de los llanos venezolanos significativos poetas, aportativos en el hilvanado de la cultura humanística del país. Con su obra lírica un estrato literario singular dignísimo conformaron. Con su escritura culta, de variada fabulación, de temática rica en sus múltiples ángulos de pensamiento, en un lenguaje de alta exigencia, crearon sus cantos de elevado nivel cual una continuación en su sugestividad, en sus emociones, de la respetuosa tradición genuina, nativa; pareja en su precio histórico esta ódica fijada en la letra de aquella otra, la épica del siglo anterior hecha mediante el valor, la temeridad, las lanzas, la guerra heroica registrada no sólo ya en la poesía sino en el acontecer estructurante de la patria...

“como centellas/ aparecen los jinetes/ que un día estremecieron el mundo”

(A. J. Pérez, En la alta noche, 2010, p. 42).

Reveló a los venezolanos la solariana melodía de los llanos con sorprendente fuerza descriptiva, por primera vez, Francisco Lazo Martí (1869-1909), timonel del nativismo lírico. Más allá de la épica realizada sobre ese extenso territorio —Las Queseras del Medio, Mucuritas, Mata de la Miel, por los varones Páez, Zaraza, Aramendi, Pedro Camejo, uncidos a los caballos, las lanzas, las espadas para escribir con la sanguínea tinta de la valentía la literatura del fragor—, alumbra Lazo Martí otras estampas de la fisiografía de ese espacio ocupante del corazón de Venezuela: la hermosura de las planicies de Calabozo, la gente, la flora, los animales —sativos o silvestres—, su suelo, su cielo, el verano, las lluvias, junto a la existencialidad del bardo mismo, con un lenguaje prestado al relámpago, el trueno, al fuego celeste de esas llanuras del centro de la nación. Rotuló sus cantos en las páginas de muchos gratos sonetos pero súbditos éstos alrededor de una composición central, La Silva criolla (1901). Nacieron un poco más allá al este de Calabozo, en los nominados llanos orientales, dos cardinales trovadores, en Cantaura, Mercedes Guevara Rojas de Pérez Freites (1885-1921), José Tadeo Arreaza Calatrava (1885-1970) en Aragua de Barcelona. Mirando ahora hacia el oeste, la lírica de los altos llanos occidentales tres nombres la honran: de Barinitas, Alfredo Arvelo Larriva (1883-1934), Enriqueta Arvelo Larriva (1901-1963), de Barinas (la ciudad) Alberto Arvelo Torrealba (1905-1971). Cierra este brillante ciclo de la ódica de los llanos un cantor de la misma cepa nacido en 1951 en el pueblo de El Samán del estado Apure, Alberto José Pérez, hoy por hoy en Barinas residente.

¿Por qué usar el vocablo ciclo para esta generación colocada holgadamente en el tiempo? Salieron a la vida en comarcas situadas sobre una peculiar fisiografía la cual matizó de alguna forma sus versos, en unos más en otros menos. Con excepción del último escritor mencionado, sus obras se ubican en el siglo veinte, diez décadas cuando Venezuela un perfil definido de la contemporaneidad del mundo occidental adquiere. A partir del presente siglo veintiuno distinta silueta intelectual pareciera comenzar a dibujarse en el país. ¿Se puede hablar entonces de homogeneidad generacional en ellos? Quien esto pergeña así lo concibe: encima de la raíz de la sólida tradición literaria nacional, regional, ellos su creatividad genuina irguieron al percibir la lírica cual una santa continuidad venida desde Grecia —Safo, Arquíloco, Píndaro—, reimpulsada hacia el oeste europeo durante el Imperio Romano —Virgilio, Horacio, Ovidio, Tibulo, Propercio. Helenismo, latinidad uncidos en la estructuración esencial —material, espiritual— de Occidente, volcaron en ese espacio humano los tesoros de sus saberes, de su artisticidad. Con la conquista española de “las regiones equinocciales del Nuevo Continente” ninguna de estas riquezas espirituales llegó. Así como la lengua era, según Nebrija, compañera del imperio español, también lo fue de la ignorancia bien inoculada, bien administrada (“nos dominaron más por el engaño que por la fuerza. La esclavitud es la hija de las tinieblas”: Bolívar, Discurso de Angostura, 15 de enero de 1819). Durante la Guerra de Independencia, luego en plena existencia republicana democrática, arribó a la América de habla castellana el helenismo, la latinidad, Occidente. Y ya hoy toda esa inmensa geografía cubierta por el manto del Occasus, las dilatadas regiones donde el Sol se pone, conforma la Grecia de contemporaneidad; la vieja amada Hélade o Hellas singularizaría sólo el omphalós, el umbilicus, de la nueva, de ésta esparcida desde las costas del Mar Egeo hasta la pétrea Cordillera de los Andes y las orillas americanas del Océano Pacífico, las tierras del Occasus... “Intentaremos volver a encontrar el acceso al mundo griego cuyos rasgos fundamentales, aunque escondidos, dislocados, desplazados y cubiertos, siguen siendo los nuestros” (M. Heidegger, Introducción a la metafísica. Barcelona, Gedisa, 1977. P. 118).

Entendieron estos trovadores su noble reto a la hora de la escritura, fundir primero en la compleja psiquis su natividad mestiza brotada en el suelo llanero con el peso cósmico de su dilatada herencia espiritual, artística occidental. Luego ese río de fuego sacro de su alma traducir en versos, en estrofas. Cumplieron. Dejaron en sus inmarcesibles opúsculos la pulchritudo cantici. Apuntadas sus creaciones líricas de cara a lo absoluto, sean cuales sean las vivencias de sus fábulas, los afectos, los conflictos, lo social, lo histórico, lo íntimo, lo familiar, angustias, emociones, pasiones, su pensar, su existencialidad, en fin. Pero intransigentes en la escogencia de la espigada calidad expresiva, formal, de sus composiciones. Los poetas, personajes muy severos en su altivo silencio, optan por la aguzada verdad de sus voces: es el ser del poema la poesía; bizarros al conducir hacia ella la pureza, la valentía espiritual, hasta alcanzar los portones de bronce del sacro misterio milagro de la belleza: el único límite. Ritma Eurípides en Bacantes, cantado por el coro, este verso, “Lo bello es grato siempre” (Madrid, Gredos, 1979. V. III, p. 385). Recreará dicho concepto dos mil años después el inglés John Keats en el inicio de la primera estrofa de su largo poema Endymión: “A thing of beauty is a joy for ever” (Barcelona, Libros Río Nuevo, 1978. V. I, p. 166).

Vigorizaron así, ennoblecieron en múltiples sentidos, ampliaron ellos el mapa de la densa literatura nacional. Trazan, pues, un ciclo, inaugurado en 1901 al salir de la imprenta de Herrera Irigoyen Silva criolla de Francisco Lazo Martí. Lo concluye el epos lírico, todavía en su fase de revelación, de Alberto José Pérez.

 

II

El oro, lo único tangible puro; la poesía, en la dimensión de lo intangible, lo equivale. El Ser del poema la poesía es, lo demás a la prosa atañe. En los anaqueles de mi humilde biblioteca trece poemarios de Alberto José Pérez, al inicio del 2011, reposan. La inicial composición de su primer opúsculo lírico, Los gestos tardíos (1975), posee una metáfora vanguardista la cual ya predice al caro trovador al inicio de la maravillosa aunque difícil cuesta, dice: “El perro desnudo de la noche” (p. 7). Para el inteligente teórico de la literatura en la clasicidad tardía, Casio Longino (s. III d.c.), el delicado encanto de lo poético nunca cubre toda la composición sino apenas un momento —unos versos, una estrofa o una mera palabra— el cual el lector, mediante su mirada sabia, detona, irradiáse de inmediato así su carga lumínica y envuelve ésta la oda, la hace poética. En su exquisito tratado De lo sublime (Peri ypsous, se manejó la edición: Buenos Aires, Aguilar, 1972), Longino ubica ese espacio donde lo poético espera en el escrito lírico a su lector para al través de él explosionar su carga de belleza e iluminar el todo: hállase ese locus en los recursos expresivos artísticos del lenguaje literario, sea una metáfora, una hipérbole, una perífrasis en fin, o ya en lo patético de la elocución (entusiasmo, emoción, pasión) o ya en el superior grado intelectual de la revelación de la verdad, de un concepto sorprendente. Podría resultar un buen báculo para andar, a la par de disfrutar, por el bosque de la palabra encantada de Alberto José Pérez la obra de Longino. Por cuanto el bardo barinés de Apure con su innata creatividad supo separar el grano de la paja para salvar del naufragio de la escritura de esos años la poesía. Por ejemplo, sólo en los cuatro versos finales de “Jugamos”, del mencionado primer opúsculo, lo sublime revienta (p. 39),

Jugamos
a cada rato
y a cada rato perdemos
mientras tanto
una hiena
vigila los colores
que se tejen
en el cielo.

De igual manera cabe citarse: “Antes de vestirnos los ojos de relámpago” (p. 29), “El viento lee / en los ojos de la noche” (p. 51).

(...)
Ya
no
seríamos
tristes papagayos
buscando la libertad
estirando la cola
sobre cualquier
colina

(p. 59)

Mas Longino, discípulo en el tiempo de la Poética de Aristóteles se mantuvo fiel, en sus concepciones teóricas sobre la belleza del epos literario, al racionalismo del estagirita —ese gigante arquitecto de la lógica (Werner Jaeger, Aristóteles)—, por eso él llegó sólo hasta los tropos, las figuras, lo patético, lo gnómico, cual depositario de la sublime del discurso escrito, se quedó pues en la pulchritudo rationalis. Por su misma herencia intelectual soslayó el plantearse, el preguntarse, la naturaleza esencial, más allá de la armazón lingüística, de dichos tropos o de las figuras literarias; esquivó indagar, fuera del sendero racional, ese sobrecogimiento recóndito, ese arcano capaz de producir el éxtasis en el lector. ¿Dónde reside ello, esa quidittas? ¿Quid est res poesis? Tal vez los escritores órficos, tal además los pitagóricos, contemporáneos en distintos tiempos de Aristóteles como de Longino, algunas respuestas a dicha interrogación dilucidarían. Por salirse del ámbito racionalista ni los órficos ni los pitagóricos jamás fueron incluidos en los registros, en la casuística, en los ejemplos citados cual respaldos en la Poética, en la Retórica, tampoco en De lo sublime. Se les negó por entonces título de existencia a la pulchritudo orphica.

Sólo dos mil años después, cuando Sigmund Freud sus libros cardinales sobre la oniria publica, se pudo profundizar, capturar —arrimando a un lado el ensamblaje lingüístico— la naturaleza de la metáfora, valga decir de los tropos. En su obra ejemplar La interpretación de los sueños, resumida aunque con nuevos aportes años después en Los sueños (se utilizaron las Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1996, t. I), categóricamente Freud la esencia del plano evocado —conocido entre los lingüistas con el nombre de eje paradigmático— de los tropos descubre: éste se nutre de los sueños. La complejidad de la oniria, ese torbellino hecho del maravilloso desorden de los registros memoriales, de remembranzas, de reminiscencias de disímiles procedencias donde la logicidad —lo rationalis aristótelico— queda excluida, esa oniria pues entraña en su grado puro lo nominado por Freud “las ideas latentes”, éstas cuando el humano retorna de la vigilia persisten en el presente de la conciencia en un horizonte específico de ocultación/revelación (nivel fantástico, misterioso) para reaparecer con su brillo, cual un estallido, en los momentos de la poietiké del artista, ocupan el más denso ámbito —el óseo— de la creación. Puntualiza Freud: “Las primeras ideas latentes que el análisis revela suelen extrañar por su poco corriente apariencia. No parecen presentarse en las tímidas formas expresivas de las que se sirve preferentemente nuestro pensamiento, sino que se muestran representadas simbólicamente por medio de comparaciones, metáforas, como el lenguaje poético, rico en imágenes” (p. 736). Alucinaciones benignas formadas en las catacumbas del espíritu por donde emana la anamnesis platónica, resorte en buena medida del poema. Aproxima, entonces, este descubrimiento freudiano a los portones de bronce detrás de los cuales se oculta/revela el ser de la ódica, abre Freud la ventana para “ver”, en la cognición heideggeriana (salir al “estado de abierto”, a la “iluminación”, a la intemperie), la pulchritudo obscura, la lírica pura tejida con las cabelleras doradas del hechizo...

Asoma así, después de cuanto se ha escrito en las afirmativas anteriores líneas, una imperiosa aporía: ¿en cuál de estas dimensiones yace la realidad, en el sueño o en ella misma tal la entendemos? Si en la del sueño, luego éste constituiría la realidad. Pero siempre quedará el margen onírico, obviamente. Mas al tiempo se retornará a la misma duda aunque invertida, ¿en cuál de estas dimensiones yace el sueño, en la realidad o en él mismo tal lo entendemos? Difícil salir por la vía horizontal, traspasar el lindero de esta circunferencia. Por eso el poeta en ese círculo un anfiteatro levanta para escenificar su tragedia o su comedia, un escape vertical hacia el cielo terrestre, el sacro misterio de la belleza. Ciertamente esto ya, en un nivel órfico, en la basal lengua griega clásica Platón en el Fedro, a sus alumnos lo había anunciado: “Quien intente aproximarse al santuario de la poesía sin estar agitado por este delirio que viene de las musas, o quien crea que el arte (-tékhne) sólo basta para hacerle porta, estará muy distante de la perfección: la poesía de los sabios se verá siempre eclipsada por las odas que respiran un éxtasis divino” (México, Porrúa, 1972, p. 636).

Vagará, ahora sí, el lector con este mapa —¡o puzzle!— en la mano, por el laberinto de los versos del juglar Alberto José Pérez.

 

III

En El libro de Barinía (1984), el trovador en un altozano de sus días se detiene, la brújula del destino de su peregrinaje en ese instante revelador escruta. Ha mostrado la angustia ahora su pálido rostro en el espejo donde el cantor acude para cerciorarse de sí uncido a su canto con la existencia, con la temporalidad. El relámpago de la congoja, del pesar, ese celeste atardecer, sacuden, enhebran lejanos truenos esta aflicción del ánimo,

Auto-retrato

Tengo lo que no tengo
y por tenerlo me espanto
palabras metálicas
que no conmueven
una canción
que no logro aprender de memoria
un viaje sin punto de partida
treinta años y un montón de versos
que tan sólo roban espacio a las sombras
que precedo.

Iniciar el romeraje por el reino de la poesía implicaba, más allá del regocijo de las estrellas en el paisaje de la noche, de la mujer (las ellas, esas dulces quemaduras en el rumbo), de la euforia de las fuerzas silvestres desatadas en el soma ante el reto de las efectivas estancias, reclamaba dignificar la transmutación de esas vivencias en una creatividad —poietiké— a la cima del humano —no del inhumano— con la verticalidad de los padres árboles, con la fortitud de las saetas del azul celeste: los gavilanes. Había de esperar por eso, en algún puñado de días, el óseo diálogo entre el trovador y su existencia. Apuntan a ello versos tales, “de que el rocío / lama mi faz / de moribundo comedor de piedra” (p. 9), “la sed del grande perro corazón mío” (p. 13), “que aquí viene el olvido a buscarte / como cualquier cosa que no vale nada” (p. 13), “he arribado a la cima / al comienzo de las cosas / de nuevo frente a lo desconocido” (p. 27), para aterrizar en uno de sus poemas paradigmas del libro,

Tanguillo

Qué es lo que siento ahora
que masco tierra
será así como se anuncia el silencio
lo efímero que soy.

Detenerse en un alcor de su temporalidad para Alberto José Pérez significó un requerimiento de su misma trova, imperioso para vislumbrar en la esperanza de la ruta del romero, sub lumen solis.

Las mencionadas afecciones, dudas, angustias, pesares, desesperanzas del bardo en su psiquis maduraron para desembocar casi diez años después en una larga alegoría conformadora de dos poemarios, Homenajes (1993), El espejo y la memoria (1993), Vívida alegoría de enhebradas metáforas hecha, tropos macizos a la par de laboriosos por cuanto cada uno sobre la arquitectura de su poema yace. En el primer opúsculo, cual lo puntualiza su rótulo, la urdimbre de los versos de cada composición conceptualiza un afecto, un recuerdo, un grito por personas muy queridas; en el segundo el viento de la libertad por las páginas del pequeño libro se cuela para despejar el ser de dicha alegoría en ambos textos, ese ser tristeza se nomina.

El tiempo obliga

Voy a encontrarme contigo

Te llevará cartas y recuerdos de
Familia,
Hablaremos de lo de antes
Cuando estabas con nosotros.

Tus pertenencias están en el mismo sitio,
Los pájaros no han vuelto,
Los perros se murieron
Y los caballos también.

Por eso voy a encontrarme contigo.

Ya las cosas no son iguales,
El tiempo obliga,
La vida es así.

(El espejo y la memoria)

¿Qué impele al desocultamiento de la melancolía en el poeta? Martin Heidegger, en su tratado Caminos de bosques (Madrid, Alianza, 1998, p. 238), una frase patética ante los ojos del lector colocó... “A qué lugar del destino de la noche del mundo pertenece al poeta”. Cuando la ódica definitivamente del espíritu del hombre (o mujer) se posesiona —“La poesía es el río que me inunda / cuando tengo el mundo a un paso / y digo que estoy perdido” (Homenajes)—, emprende éste la búsqueda para tratar de hallar en el caos de la aventura aquella sublime Idea latente en la brújula del corazón puro (la kalokágathía de aquellos lejanos griegos), “lo bellobuenoverdadero es deífico, y todo lo análogo, ello nutre y fortifica las alas del alma”; Platón, Fedro (México, Porrúa, 1972, p. 637).

A alguien espero...
Alguien que no sea mi rostro

Una mañana
Un golpe de suerte
Que aísle la sangre
Que recree las sombras
Y las vierta
Como capa de viento.

(El espejo y la memoria, p. 7).

Toparse con relativa certeza el sendero señalado por el mandato divino de la Idea fácil nunca resulta en medio de la insoslayable confusión de los días. Con frecuencia el fulgir de la seña, de la cifra, ante el torbellino de los placeres de la vividura, se oculta, se pierde. Mas el cantor, altivo personaje en el reino de su silencio, deberá escoger entre la voracidad del dragón de la miseria de la temporalidad o la otra oferta, la mesticia, algunos optan por ésta. Emerge entonces entre las brumas de la creatividad la lírica de la tristeza.

En mi pueblo no tuve más diversión
Que el río
Una diversión que se convirtió
En culto al lenguaje del agua

Hasta ahora mi primera y única fiesta

En la ciudad
Sólo formas muertas
Mi sombra escondiéndose
Con sigilo de mariposa
En el espejo y la memoria.

(El espejo y la memoria, p. 30).

En la pulchritudo cantici de la literatura venezolana contemporánea, quienes con más agonía sus trenos han lanzado a los vientos “del destino de la noche del mundo” han sido, en cadencia elegíaca, José Barroeta (“Amo más la tristeza / que la palabra”. Culpas de juglar, 1996, p. 15), en armónica sonoridad alegórica Alberto José Pérez.

 

IV

(...) “Y me lanzan de nuevo a la aventura de
los caminos”.

Sófocles, Edipo en Colono.

Canta a sí mismo el trovador en Marca (1994), lejos, por supuesto, de cualquiera actitud narcisa. “Rompo amarras / me echo sobre hoy” (p. 11). Defiende este profeta de las Musas, de manera sutil, el historiador del caballo de su soma en medio de la brega, sobre las vicisitudes de la intrincada comarca de sus circunstancias. Opúsculo donde Alberto José Pérez, sin salirse de lo sugestivo de las estrofas, el pesaroso a la par de confuso carretear por sus afectivos entornos geográficos explica. Rinde cuentas a su tribu de las acciones trenzadas con sus años e identificadas espiritualmente con los pobladores de los llanos de su ventura. Revelación desde dentro convertida en voces, en cantos, una ódica del juglar brotada del paisaje humano uncido a las provincias por donde él ha deambulado sobre el potro del dolor, de la furia. “Animal puro soy / mantengo un trozo de guerra en los ojos” (p. 18), “acaricio la furia / como a un perro de caza” (p. 20), “Ladro algunas veces / como defendiendo / un pedazo de hueso / asoleado” (p. 21), Marca también traduce en su armónico conjunto de estrofas un mediante las cuales el vate exorciza la amenaza del alud de la noche —jamás la bella dama de voláceo pelo obscuro en cuyo seno retozan las estrellas, sino la ensamblada de alevosos golpes acechantes en la encrucijada de la errancia. Decidió, en fin, el poeta, espantar con las lanzas de sus versos los sórdidos ruidos avizorados en la intemperie de la temporalidad. Hermosa oración ésta de la página 19, recuerda las dulces auras de aquel Francisco de Asís,

Tantos incendios me han consumido,
que ya sólo soy una canción.
Quédate
avecilla,
mis árboles son tuyos,
tómalos.
También tengo para ti
miel,
frutas frescas
y mangos,
mi andar parsimonioso.
¿No has visto que tengo ríos?

 

V

Páthei máthos, Por el sufrimiento el saber

El trovador, la poesía, faz a faz. Encara, con lata experiencia intelectual junto a un capital de vivencias recogidas a las orillas de la calzada por el andariego, la ódica; la inquiere, la sacude con vigor de alma en las estrofas de dos cuadernos separados por una década: Como si valiera un siglo (1996), Un poeta como yo (2006). Constituye el primero un pequeño libro un tanto desigual en sus decires melódicos, aunque en el más de las composiciones el habitual ludismo verbal de este bardo cede el espacio de las páginas a inquietudes en torno al sentido óseo de su propia lírica. Acoto, en respeto a la verdad, los siguientes: el pensar sobre el sacro misterio de la belleza emanante de los versos, el continuo de los escritos de este aedo de los llanos venezolanos.

Por lejos que me encuentro
del día
en que vivo

no desmayo
mirándome envejecido

a veces piedra me veo
y no recuerdo
la periferia donde he vivido
amándome en ti
poesía
que ni muerte me has dado.

(P. 20).

Con mayor vehemencia a la par de erguida serenidad, de nuevo el cantor, al través del ritmo airoso de sus vocablos, confronta a la lírica en Un poeta como yo, cual una dulce fatalidad la pertenencia absoluta en lo profundo de su ser, de su singularidad, a la poesía. Lo ha llevado de la mano ella por los pasadizos del laberinto de sus cincuenta años de andariegar por “el país de los mendigos” (p. 24), para extraviarlo a veces, otras para salvarlo.

Tanto se ha dicho de la poesía
Y los poetas
Que ya no me ocupo de tales asuntos

Y de enero
Con sus noches frías
Tampoco

Habito en la flor de bora
Del río de mi vida
Y marzo muerde mis pies

Abro mi corazón
Y pienso
Cierro los ojos
Y pienso
(...)

(p. 23).

Tómese al voleo, tal un reto, lo afirmado en la primera estrofa. En realidad, ¿qué es la poesía, su quidditas? ¿quid est res poesis? Afirmo desde el extremo de mis setenta y dos años: la poesía es el espíritu de la Tierra tierra (cuando digo Tierra tierra por supuesto al universo incluyo). El manifestarse, el mostrarse, el alumbrar (en fin, el phaínoo de los griegos aquellos) su espiritualidad. Grita la madre Gea su poesía —aunque parecieran no oírla así, ¡la fulana descreencia!— a través de las formas y las voces de sus criaturas, los cerros, los altos riscos —¡la amadísima sierra nevada de Mérida, bellísima cordillera genesíaca!—, los ríos —¡el Orinoco!—, las nubes, los padres árboles, los mares, la cromaticidad de las flores en las mañanas veranosas de los andes venezolanos, el croar de las ranas, el rugir del tigre, el trino de los pájaros, los versos del humanus. Pero éste a la tierra íntima del cuerpo por los vericuetos de la confusión de la aventura la arrastra, la enriquece en unas, en otras las pervierte, la mezcla con el delirio de su deambular, la embarulla con sus pasos, por eso cuando ella canta allí, deja oír las odas del soma, va en verdad el acontecer de la Tierra tierra en el vate, el vaticinador, o mejor, porta él la historia de su personal arcilla. Sin embargo la madre Gea al trovador jamás en el reposo de su escritura lo abandona en su soledad, en tales horas siempre la apertura de la mayor fuerza imaginativa le reclama para donarle así el oro esencial, el dorado color sacro de la lírica. Difiero —humildemente— de Aristóteles en su Poética sobre la perspectiva originaria de la ódica, para mí nunca reflejará de manera apodíctica, miméticamente la fisicidad (la physis, conceptio rationalis), afirmo más bien: la poesía en la cadencia de sus tonadas, en la eufonía de sus composiciones, vierte el espíritu de la Tierra tierra por la voz del cantor, del poeta (conceptio orphicus). Creo interpretar con los vocablos dichos la semántica de este hermosísimo poema absoluto del juglar Alberto José Pérez,

El caracol

Lentísimo el caracol
Dibuja su huella en la arena

Respiro hondo
Cuando abre las pestañas
Del océano

Y se va silencioso
Por ese ojo inmenso del planeta
Que dudo en mirar
A otra parte
El caracol
¿Conocerá el miedo?

(p. 9).

Después de Un poeta como yo (2006), AJP otros textos ha editado, de ellos dos hay, hasta el presente (2011), en los cuales el escritor ostenta su holgado mester de la elocución lírica, quizás alcanzó la pleamar en su alongada experiencia literaria: Confesionales (2008), En la alta noche (2010). En su discurrir melódico cuanto ya se afirmó a lo largo de estas páginas en ellos lo ratifica. Mas, a manera de un primer toque de pista en este largo aterrizaje inconcluso queda una pregunta aún sin responder: ¿cuál es la Idea de poesía en Alberto José Pérez? Infiero: para este trovador, por sobre la multiplicidad, la heterogeneidad, de la delirante romería, sólo en verdad substancializa su existir la ódica. Bien lo expresa en tres versos con los cuales a su vez rubrica su identificación con uno de los tantos gratos rasgos enfáticos definidores de los grandes poetas llaneros ya mencionados, la pulchritudo maiestatis, cuya tradición concluirá definitivamente con Alberto José Pérez. En su compasión “Mi canto”, escribe,

(...)
Nadie sabrá del planeta de la palabra
Como yo
Ahí moraré como un trueno en una ceja de monte

(En la alta noche, p. 35).