Sala de ensayo
El Cristo de Alencart
(Fray Luis, Unamuno y Salamanca)

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Alfredo Pérez Alencart
Alfredo Pérez Alencart. Fotografía: Jacqueline Alencart.
 

Profesores de la Universidad de Salamanca, inquietos intelectuales, inconformistas, buscadores de la verdad, honestos, condescendientes y coherentes con los principios que defienden y enseñan. Contrarios a los dictados antibíblicos de la religión oficial desde la que cada cual se ha ubicado y desde la que ejercitan su cosmovisión. Poetas que aportan a la lengua castellana: fray Luis1 niega la superioridad del latín, a la sazón lingua franca, Unamuno2 piensa lo que escribe, inventa términos (intrahistoria) o esboza España, y Alencart3 disecciona lo visible a través de la esencia invisible de su espíritu, así como se recrea —consciente redundancia— en la creación de palabras.

Prefieren la idea a la expresión, irrumpen con una poesía colmada de símbolos que viene a reflejar experiencias personales e intelectuales. Armonizan con magisterio tendencias literarias hispánicas: herencia clásica, tradición española, religiosidad, conocimiento bíblico y rigor intelectual. Los tres deslumbran con serias reflexiones que hacen tambalear la apariencia de la religión imperante y hasta hoy oficial, a pesar de las estratagemas políticas, en España: el catolicismo.

El primero desoye al Concilio de Trento (1545-1563) y evoca las acciones de Erasmo de Rotterdam y de Lutero (en España ya se ha traducido toda la Biblia al castellano: Casiodoro de Reina, 1569) y prefiere la traducción del hebreo que la oficial latina y latinizada (Vulgata). El segundo discute consigo mismo, interpela a la oficialidad religiosa acerca de lo católico y coquetea con el protestantismo, lee a Kierkegaard, indaga en la verdad. El tercero no ofrece resistencia al catolicismo, va mucho más allá: hace una seria y sincera, profunda y acertada, crítica —desde dentro— de la fe que practica y devela lo que acontece, su conversión lo anima a inquirir acerca de la propia fe y a indagar sobre todo aquello que se quiere amparar en el nombre de Jesús.

Los tres, en plena madurez creativa, convergen con libros representativos cuyo nexo es Cristo mismo: fray Luis publica De los nombres de Cristo (casa de Guillermo Foquel, Salamanca, 1587), Unamuno ofrece El Cristo de Velásquez (Editorial Calpe, Madrid, 1920) y Alencart nos brinda Cristo del alma (Verbum, Madrid, 2009).

  1. De los nombres de Cristo es una obra —en tres entregas— que comienza fray Luis en 1572 y finaliza en 1585; viene a ser la expresión concluyente de la temática que hallamos en su poesía en forma de diálogo, al modo de Cicerón. En este trabajo de exquisita prosa castellana alude a las diversas interpretaciones de los nombres que se dan a Cristo en el texto bíblico (Rostro de Dios, Padre del siglo futuro, Brazo de Dios, Esposo, Príncipe de Paz, Amado, Cordero, Hijo de Dios, Camino, Pastor y Jesús, entre otros).
  2. El Cristo de Velázquez (1920) es un extenso poema, en endecasílabos, dividido en cuatro partes, en el que Unamuno analiza la figura de Cristo desde diversas perspectivas: símbolo de sacrificio y redención, sobre los nombres bíblicos (Cristo mito, Cristo hombre-Cruz, Cristo-Dios o Cristo eucarístico). Continúa la línea trazada ya por fray Luis en el mencionado libro De los nombres de Cristo, además de incorporar los significados poético y simbólico de la imagen pintada por Velázquez.
  3. Cristo del alma fusiona estas tendencias diseñadas ya desde el Renacimiento y aporta a lo consabido (Hijo-niño, Hijo-anciano, Hijo-sombra o el niño extranjero y el Niño-anciano). Ya en el primer poema de la primera parte Alencart evoca a fray Luis en su deseo de huir “del mundanal ruido” (ahorrándome / caminatas para no toparme con las riñas de Caín y Abel), aunque más implícitamente lo reconoce en la segunda (ninguna insolación hará que / deserte de mi refugio luisleoniano) y nos acerca a Unamuno en su “Poema final” (llovía fuego del hombre herido, / agonías clamando cristiandad), plasmando dos términos muy bien analizados y escudriñados por el bilbaíno (“agonía” y “cristiandad”).

Con esto parece quedar constancia de lo que se viene proponiendo.

***

Oda para una elegía

Este libro es una elegía al yo poético destronado, un adiós al viejo hombre de remota naturaleza, con el propósito de elevar una oda de alta singladura para eternas consecuencias. La verdadera razón de la poesía.

Así es esta oda: una supuesta elegía intitulada Cristo del alma (Verbum, Salamanca, 2009). El poemario contiene sesenta poemas divididos en tres partes: “Dios tengo” (treinta poemas), “Cristianos de todas partes” (veinte poemas) y el mentado “Poema final” (p. 105); asimismo, cada una de las seis subdivisiones lleva como preludio una estrofa de tres versos que redescubre en sí misma la unidad que representa un poema. Después de la dedicatoria aparece otro poema (p. 9) a modo de preámbulo o declaración de intenciones, el inicio de la segunda parte viene precedido de otro (p. 56) y al final del libro el sorprendente poema-caligrama cruciforme asentado sobre un pedestal o con forma humana si se quiere (p. 107), pero correlato del texto bíblico comprendido en el Evangelio de Juan (“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí”, Juan 14: 6).

El libro, para el propio Alfredo Pérez Alencart, es un códice de versos (p. 107) cuyas “tapas duras” son el primer y el último poemas (pp. 9 y 107). La primera unidad versal comienza esbozando “Amor hay” y el último verso concluye con un rotundo: “sin intermediarios”. Y estos dos textos, profética y poéticamente ensamblados, vienen a delimitar el contexto, el contenido y el continente, el macrocosmos de todos los campos semánticos y la propia expresión lírica: “Amor hay, sin intermediarios”. Por estas razones apela a la honesta relación con Dios desprovista del marchamo religioso o denominacional, denuncia el cristianismo nominal que se aleja del deber de amar y de socorrer al necesitado, increpa al cristianismo acomodado que “mira para otro lado” cuando el sufrimiento humano clama. Grita la injusticia social, con una voz más fuerte y honesta que muchas organizaciones que se jactan de ello y no hacen más que vivir de las programadas propinas gubernamentales que solicitarán el correspondiente vasallaje. Y por eso se atreve a esbozar con valentía: Mi voz / es de / Cristo (p. 107).

Ya advierte en la “Inscripción” del códice de versos (pp. 15 y 16) que “estando con Cristo, a Dios tengo por prójimo”. Por eso sus versos están “amparados en el Amor” y viene a “testificar contra las zarpas de la injusticia”, contra “los abusos de poder”, “la hipocresía” o “el juego” —aludiendo a Kierkegaard— que la cristiandad hace del cristianismo.

La “tapa dura” que es la portada revela exegéticamente:

Amor hay Amor hay
en este hombre en ese Jesús
vigoroso —hombre esforzado—
   
con labios de otra sed cuya sed es saciar la nuestra
que todo lo derrota, y que, como Dios que es, es Todopoderoso,
   
aquí, en este mundo,
en medio de la náusea entre la perdición y la agonía
o del barro, de lo humano,
   
mientras ocupa sus manos a la vez que trabaja por nosotros
y atraviesa el presente y trasciende el tiempo
esquivando no acepta
a fariseos y a los que a todo aquel que le llama: ¡Señor, Señor!, ni reconoce a quienes
esconden el pan. miran para otro lado, cuando las necesidades primarias del ser humano no son cubiertas.
   
Con Cristo tornó Con Cristo —fusión humana y divina del “ungido”— (Jristós/Khristós) vuelven
sus días las buenas noticias
de tierna revolución. de la revolución del amor.

En la otra “tapa dura” que vendría a ser la contraportada, nuestro vate se autoproclama profeta, portador de la voz del Hijo, alude al paraíso que nos viene de ese amor, esgrime una revolución justa y recuerda que la sangre redentora y salvadora sigue brotando para constituirlo a él en un inquilino del Reino, sin intermediarios.

Nuestro autor, como quedó señalado anteriormente, crea palabras (descorázame, procesionante, delictuosamente, enmiélame, enlístame, jamases, moribundia, fosadura, desfosilizando, desventradas, madureciéndonos, teníamoste, nascencia, venímonos, flacura, descunamos, tareando, zureando, anteayeres, pasadomañanas, nomeolvides, autoborroneados, somniloquios, sangrefría); aporta a lo propuesto por fray Luis de León o Miguel de Unamuno (Hijo-niño, Hijo-anciano, Hijo-sombra del poema V de la sección “En nombre del Hijo”, p. 25, o el niño extranjero y el Niño-anciano del poema VIII de esta misma sección, p. 28). Al unamuniano e inconformista modo desglosa una suerte de antisoneto, en el penúltimo texto, cuyo epígrafe reza: “Dicen que llovía fuego del cielo”.

Había que disolver toda lacra Era y es necesario un Juicio
encaramada a soberbias vanas contra orgullos y soberbias
o sobre caretas llenas de impiedad. y contra la hipocresía que se disfraza de piedad.
(Ya apuntado en la “Inscripción” de la página 15)
   
Es creación que maduró despacio, La Creación de Dios va madurando lentamente (Génesis 1: 1),
Verbo amamantado y conmovido la Palabra de Dios bebe misericordia en la fuente de la Creación (Juan 1: 1)
pidiendo que no muera la bondad. clama por la benignidad.
   
Abran el ojo al son del corazón Salgamos de la ceguera espiritual (Captatio benevolentiae)
y verán cómo existe necesidad para que podamos observar
en el corazón del ser sufriente que la humanidad gime
que aún espera más fraternidad. y que aguarda esperanzada lazos fraternos.
   
Dicen que llovía fuego del cielo Apela a la perdida transmisión oral (Sodoma y Gomorra, Génesis 19)
pero eso es no decir la verdad. de una verdad a medias:
Llovía fuego del hombre herido, no es Dios el iracundo, es que la humanidad está lastimada por su propia acción
agonías clamando cristiandad. lastimeros sollozos procuran la fe cristiana en acción.

Alencart evoca, como anunciamos, a fray Luis de León, en su afán de alejarse “del mundanal ruido” (ahorrándome / caminatas para no toparme con las riñas de Caín y Abel, p. 33); de todos es sabido que tradujo a Horacio (e incorporó, desde esa traducción, el tema de la vida retirada: beatus ille). Algo que reconoce nuestro autor en el poema VI de la segunda división del libro (“Cristianos de todas partes”), en su segunda subdivisión “Adverando la Partencia” (ninguna insolación hará que / deserte de mi refugio luisleoniano, p. 76). Asimismo, nos acerca a Unamuno en ese “Poema final” (llovía fuego del hombre herido, / agonías clamando cristiandad, p. 105), en el que asume términos muy bien analizados ya por el rector salmantino (“agonía” y “cristiandad”).

Las cinco primeras subdivisiones de este magistral libro albergan diez poemas de trece versos cada uno, con metros y ritmos varios. La medida es tanto isométrica (igual número de sílabas) como heterométrica (desigual y variable). El poeta, para lograr estas combinaciones, recurre a metaplasmos, dialefas, sinalefas, diéresis y sinéresis. Del mismo modo, para crear tensión lírica derivada de sus reflexiones aporta aliteraciones, antítesis, paradojas y escasas metáforas (aunque excelentes). No es el adorno o lo recargado lo que hace brillar su poesía, antes bien el simbolismo y las imágenes con las que invita a los ojos lectores a profundizar sobre temas de vital importancia; por estas razones algunos textos vienen envueltos en un cariz más narrativo que poético, a veces de tono reivindicativo. Sin embargo, la mayor parte de los poemas son de excelente factura.

Como textos que responden a una unidad concreta e indivisible el poemario se erige en una de las mejores exposiciones de la lírica contemporánea en lengua castellana. Y deben destacarse, por la excelencia, los poemas de la primera parte, “Dios tengo” (En nombre del Hijo: III y VI; En nombre del Padre: III, VI, VII y de En nombre del Espíritu: IV, VI, VII), así como el “Poema final”.

Apela a la solidaridad humana, arremete contra la prepotencia y la manipulación, critica la hipocresía y las luchas intestinas de los llamados grupos cristianos, desvela la injusticia y los abusos de poder, llama la atención acerca del fenómeno de la inmigración, recuerda a los niños y a las viudas (a los desamparados), alerta sobre el emocionalismo y el sensacionalismo que afloran en algunas denominaciones cristianas (griteríos e imposición de manos a la ligera), evoca la preeminencia del amor, ubica en lo más alto la Biblia (Palabra de Dios), observa los pesados sermones de muchas predicaciones y el exceso de vanas liturgias humanas, designa la alabanza como forma de denuncia (algo, hasta ahora, insólito en la lírica) y advierte del himnario obsoleto, convoca a la comunión y la reconciliación en esta revolución de amor que es Jesús mismo, propone servir más al prójimo y hablar menos, llama la atención sobre la idolatría y sobre el negocio que existe en torno a la muerte —tanto del paganismo como del catolicismo—, interpela a las iglesias y a las personas vacías, llama por su nombre a los falsos maestros que viven de intrigas palaciegas e institucionales, exhorta a los “cristianos puros” a desechar el orgullo y la soberbia, inquiere a quienes juzgan a las personas que no son “cristianas de cuna”, señala a quienes se autoproclaman “cristianos puros” y castigan con sus juicios a otros y a otras, avergüenza a todo aquel que vive del Evangelio su propia muerte y expone al oprobio la razón que se aferra al infructuoso conocimiento humano.

En estos momentos en que los cambios sociales en España se agolpan a una velocidad vertiginosa y apenas hay tiempo para asimilarlos o pensarlos, asentándolos en la sensatez que supone debe otorgar la madurez, se da el contexto adecuado para que germinen —como flores que aroman el alma— estos textos de un carmen novedoso.

Cristo del alma es una obra maestra de la poesía contemporánea en lengua castellana.

 

Notas

  1. Luis Ponce de León (Cuenca, 1527; Ávila, 1591) toma los hábitos en la orden de los agustinos a los 15 años, y obtiene la cátedra de teología en la Universidad de Salamanca contando con 32 años; además de ésta desempeñó otras dos: filosofía y estudios bíblicos. En 1856 recibe definitiva sepultura en la Universidad de Salamanca.
    Defiende el texto hebreo de la Biblia frente a la Vulgata y traduce al castellano, la lengua del pueblo, El cantar de los cantares (1582), contra lo ordenado por el Concilio de Trento; por esta razón sufre un proceso inquisitorial en 1572 que se alargará por unos cuatro años y nueve meses (tiempo que pasará en la prisión de Valladolid). Quedó absuelto en 1576.
    Mayor representante del Renacimiento español. Supo armonizar la herencia clásica, el influjo italiano, la propia tradición española y la religiosidad; así como el legado medieval y el conocimiento bíblico, el sentido agustiniano, el misticismo y la contemplación. No es el primer autor que hace uso del castellano para temas teológicos y defiende nuestra excelsa lengua castellana, negando la superioridad del latín, en el segundo libro de los tres que conforman De los nombres de Cristo y en el prólogo al comentario de El cantar de los cantares.
  2. Miguel de Unamuno y Jugo (Bilbao, 1864; Salamanca, 1936). Durante la dictadura de Primo de Rivera es confinado a Fuerteventura (1924); en esta isla canaria reconoce un cambio radical que le hace profundizar en el problema de la angustia o agonía existencial y en la experiencia religiosa. Tres veces nombrado rector en la Universidad de Salamanca y tres veces destituido.
    Su poesía está llena de símbolos de experiencias personales e intelectuales y bebe en las fuentes del modernismo simbólico, como se palpa en su primer poemario, Poesías (1907). Su gran poema simbólico es El Cristo de Velásquez (1920), y en él vemos ese simbolismo idealista cuando describe el campo castellano. Su Cancionero (1953), escrito entre 1928 y 1936, contiene sus mejores expresiones poéticas.
  3. Alfredo Pérez Alencart (Puerto Maldonado, Perú, 1962). Poeta y ensayista peruano-español, profesor de derecho del trabajo en la Universidad de Salamanca. Desde 1998 es coordinador de los Encuentros de Poetas Iberoamericanos. En 2005 es elegido miembro de la Academia Castellana y Leonesa de la Poesía. Ha obtenido importantes premios literarios fuera y dentro de España. El poemario Cristo del alma (Verbum, 2009) es su séptimo libro de poesía.