Sala de ensayo
Marcel ProustEn busca de la filosofía perdida

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“(...) abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado una porción de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del dulce, tocó mi paladar, un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé entonces de sentirme mediocre, contingente y mortal...”.

El sabor de una magdalena en una taza de té, Marcel Proust.

Uno

La novela En busca del tiempo perdido de Marcel Proust fue un acto supremo de la evocación y la reminiscencia, las cuales postulaban la capacidad genesíaca de un creador enteramente entregado a un arduo y fascinante proceso de reconstrucción del pasado. Las asociaciones mentales desatadas por el sabor de la magdalena, sumergida por el artista en una taza de té, trajeron consigo un alud de remembranzas, y lo que fue durante toda una vida sepultado tenazmente en el olvido, retornaba como un viento fresco y triunfal a la memoria; las cosas volvían a adquirir sentido y la propia vida era comprendida en su unidad, asumida desde sus más intensos significados. Los placenteros y lejanos días de Combray, sus viejas calles, sus hermosas iglesias, la rancia aristocracia de Guermantes, ese universo en fin, narrado por Proust de un modo tan sentimental, acaso tan chic, y en ocasiones grandilocuente, reaparecía en el mismo sitio donde hubo una antigua y dolorosa fractura. El inmenso tejido de una de las novelas más largas de la literatura de Occidente se hipostasiaba sobre la huella que había dejado la ausencia y, desde ella, reconstruía la existencia hasta ese momento obliterada del artista.

En una célebre carta al filósofo Federico Schelling, su joven compatriota, el también filósofo alemán Federico Hegel, afirmaba, “precisamos de una nueva mitología”. Existe una sensibilidad muy especial que explora más allá de los límites de la razón y presupone la existencia del mito, su verdadero sentido en la historia de la cultura. Proust es uno de los mejores ejemplos de esto que estoy diciendo. El gran autor francés tocó un punto neurálgico cuando hizo del acto de la reminiscencia la pieza clave, no sólo de su literatura, sino de su relación personal con la cultura, entre tanto, elaboraba un método de construcción literaria basado en la psicología del escritor. El viejo tema de la redención humana, como el recurrente asunto proustiano del autor que busca a través de sus palabras el sentido de una vida perdida, remiten por igual a una problemática que la época ha reubicado con desdén en el terreno del mito. Tal vez por eso, no sólo sea importante decir que los vínculos entre literatura y filosofía no están rotos, y que debemos sumergirnos en esa relación intentando demostrar lo mucho que le debe la filosofía a la sensibilidad, porque además es significativo manifestar la necesidad que tiene la filosofía de ver reactivada su misión en el seno de la comunidad humana. Mito y razón, literatura y filosofía, deberían confluir juntas hacia un espacio interdisciplinario que hiciera posible disolver “las oposiciones solidificadas”. La filosofía podría ser así el resultado coherente de la abstracción intelectual y la sensibilidad, ya que como el arte está llamada a operar a través de la sensibilidad extrema, y, como la ciencia, mediante la gestación laboriosa de conceptos. Por lo anterior, vale reiterar la pregunta, aunque sin pretender una respuesta, ¿qué es filosofía?

La memoria supone el recuerdo abstraído del mundo, y el orden del mundo podría surgir como resultado del devenir de la conciencia que recuerda. No existiría ninguna posibilidad sistémica de inteligencia y elaboración de la cultura, si los seres humanos careciéramos de la capacidad de la rememoración. La memoria comprende el ordenamiento sucesivo de los días, que es el orden cíclico de la naturaleza que se repite regresando a sí misma desde el pasado. Porque lo que la conciencia y el mundo expresan de consuno, es ese de cursar perennemente inconcluso, ese llegar para después volver, ese proceso inacabable, que como las mareas invariablemente recomienza y como el mar retorna a sí aunque sin revelarnos jamás su origen.

Platón nos dejó escrito hace milenios que conocer era recordar, pues para conocer algo había que referirlo, ineludiblemente, a su concepto. Si la percepción de una cosa implica la preexistencia de su idea, todo hallazgo se funda en un reconocimiento, y toda cita (J. L. Borges) es la mítica antesala de un encuentro casual. Siglos después, inscrito a esa línea de pensamiento, Emmanuel Kant trató de demostrar que existe un preámbulo universal y necesario al conocimiento, que se presenta en nosotros bajo una forma pura de sensibilidad. “El conocimiento sólo puede ser explicado por las condiciones que le preceden”, argumentó, aproximadamente, el filósofo de Konigsberg. Entendida de esta manera, la objetividad se convierte en la precondición de la conciencia que conoce y en el resultado inseparable de esa relación gnoseológica. Hay un sostén lógico del conocimiento que nos permite conocer desde un punto de vista humano y, por extensión, hay un fundamento subjetivo de la cultura que admite los aportes que el pensador hiciera a la historia de la filosofía: “La cultura (sólo es)”, afirmó, “la obra metódica de la humanidad”.

Pero Kant terminó elaborando una interpretación dualista del universo —su Analítica trascendental— debido a que, por un lado, describía en detalle el proceso por el cual la conciencia construía los objetos del conocimiento, y, por el otro, separó esos objetos del pensamiento en un gesto pertinaz de extrañeza. A pesar de su extraordinario rigor teórico, debió haber algo inconsecuente en el pensador alemán, quien primero supuso la autonomía de la idea frente al mundo objetivo, y luego, aspiró a ordenar ese mundo según los dictados de la idea y el concepto. Ya que una conciencia situada al margen de las cosas, alzada sobre el pedestal de la universalización impositiva de sus presupuestos teóricos, no puede resolver los graves problemas que nos presenta un universo que ha quedado dramáticamente escindido. Si persistiéramos en la vieja concepción que la Modernidad filosófica heredó de Kant, todo cuanto el hombre percibe lo percibiría como radicalmente diferente a sí, colocado en un sitio que amenazaría con volverse infranqueable. Solamente sería practicable la empresa kantiana del conocimiento de lo real, para dejarlo convenientemente organizado según las leyes de la conciencia, si ese conocimiento nos perteneciera de un modo fundamental, y si, abandonando cualquier postura trascendental, partiéramos de la certeza de que ese conocimiento es del todo inmanente a nuestra existencia, en la justa medida en que la conciencia fuese porción constituyente de la naturaleza del mundo. Singularmente esa realidad la describió Hegel.

Theodor Adorno, catedrático en Frankfurt, contó que Hegel le confesó a Eckermann, el amigo y discípulo inmediato más importante del gran poeta alemán Johann Goethe, que “la dialéctica era el espíritu organizado de la contradicción”. Si la dialéctica aspirara a ser consecuente con sus propios enunciados, no sólo tendría que someter al juicio de la contradicción el orden del mundo, sino ponerse en contradicción consigo misma. Puesto que el orden escindido de los objetos que pueblan el universo es también un momento de la ley de la contradicción. Y arrinconado en su extrañeza, el artista intuye una peculiar visión, donde lo otro inalcanzable se le muestra como lo esencialmente suyo, como aquello que nunca debió separarse de sí, y comprende entonces que sólo la poesía puede superar esa “alteridad radical” que infesta las relaciones humanas y alcanza la disposición indiferente de las cosas: objetivar al concepto, cargar de subjetividad al objeto, volver vivas las relaciones inertes y dinamitar las estructuras, kantianamente, osificadas del mundo, se convierte en la ingente tarea de quien, llegando a entrever la astucia inusitada de la razón, concibe la dialéctica como un reordenamiento estelar cuyo método, su sensibilidad privilegiada de artista, vislumbrara.

Con otras palabras decíamos que el hombre y el mundo componen una misma realidad, y que el creador era quien único podía hacer regresar esa unidad primigenia de los médanos del olvido. Conocimiento de las cosas y naturaleza de la existencia se encuentran indisolublemente ligados, porque lo que aspiro a conocer de mí es lo que de mí hay en el mundo, lo que del mundo hay en mí. Y si es verdad que el universo está contenido en la conciencia, además es cierto que la conciencia se encuentra contenida en la naturaleza del universo. Lo que para Proust representó su gran búsqueda literaria del tiempo perdido devino, en la práctica, en indagación por una identidad obliterada, olvidada. Pero esa gran exploración emprendida no estaba limitada a una naturaleza ni a una individualidad en particular, ya que lo que se pretendía eran el tiempo y la naturaleza más universales.

José Ortega y Gasset escribió que “Hegel era un Kant que se había encontrado a sí mismo”. Según el escritor español, en Hegel se realizaba, convincentemente, esa difícil palabra alemana eninnerung, que se traduce torpemente como rememoración. Por medio de ella, la conciencia llega a la total transparencia de sí, haciendo inteligible su naturaleza. Cuando Proust dejara esclarecido ante sus lectores que su arte se fundaba en la voluntad de la reminiscencia, y tras el acto de la eninnerung vendría la convicción definitiva de su vida, el hondo significado de lo que él era ante sí y ante los suyos, estaba trazando sobre bases nuevas la difícil palabra, completamente implicada a su insobornable vocación de escritor, que concluía por legitimar su vida e identificaba su obra con su existencia.

Federico Nietzsche dejó escrito que “el artista es el hombre que danza encadenado”, ya que justamente allí, donde el mundo causal impone su ley inexorable, el artista decide resarcir su existencia desde el programa que ha delineado su voluntad. Explicar la ciencia y la filosofía desde la óptica del arte, y entregarle al arte la sustancia de la vida, establece esa secuencia inteligible, intuida alguna vez por Nietzsche, que hace de la vida el testimonio último y, acaso, el más trascendental y esperanzador. El verdadero valor de la filosofía sólo cobra sentido para el creador, sobre todo si repetimos para nuestro fuero interno esta hermosa frase de Ortega, hacer filosofía significa “salir a cazar el unicornio”. Sólo puede estar ausente lo que alguna vez estuvo; lo que expone sobre la arena el dibujo escurridizo de su figura. ¿Qué fractura en lo real representa su huella fabulosa? O, ¿cuál es esa nota esencial que debió acompañarnos siempre y ya no está con nosotros?

La filosofía tiene la responsabilidad de encontrar esa nota perdida, desde la cual se aproximaría un poco más a su inagotable objeto. Esa nota extraviada y única es el ser, que surge en la historia del pensamiento como un universal intuido, y que podría unificar el Saber al remitirlo siempre a sí mismo. La experiencia de la filosofía contiene el carácter intransferiblemente especulativo y hondamente dubitativo de la condición humana, y es sobre esos temas que se proyecta la presencia de un pensar que comienza por pensarse a sí mismo, y en su gestión localiza una raíz universal: el ser como lo realmente indubitable; entendido como naturaleza y entendido en su relación crítica con la naturaleza, aunque sobre todo aprehendido en su acepción cardinalmente dialógica y eminentemente social.

No obstante, la pretensión del racionalismo siempre ha sido atribuirle el principio de identidad al ser, pero el hombre, abandonado a la incertidumbre del tiempo y arrojado como un objeto al trasiego indiscriminado, no puede reconocer su propia identidad sino como algo distinto a sí, constantemente pospuesto por el discurso de los días. El ser es así el gran ausente de la filosofía; la breve huella sobre la arena que se descubre cuando se han recorrido largamente las planicies indiferenciadas del desierto para asistir a la oquedad vacía de sí mismo; a la ausencia de suelo donde no es posible más testimonio que la soledad. La soledad que corre a cuenta de los otros, y la terrible soledad del ser reflejada en su ausencia. El ser, asumido como el otro que está a nuestro lado, en quien persiste la problemática esencia de lo que somos y quien, paradójicamente, se ha convertido en lo otro inhóspito e inalcanzable.

Si la Antigua Grecia significó para Hegel “el momento luminoso de la historia”, es porque la filosofía tuvo allí ocasión de realizar su más alta misión en el seno de una Ciudad-Estado que agrupaba a hombres emancipados. La carencia moderna de una comunidad de hombres libres —donde se verifique, de hombre a hombre, el diálogo filosófico— incapacita de raíz a la filosofía. Por eso el menester del hombre que practica la filosofía es transitar de lo otro a sí mismo, y de ahí a su misión personal y a la desdicha. Como Proust, el artista se encuentra llamado a integrar los fragmentos dispersos de su vida, para desde ellos acceder a su verdad —la cual no puede ser otra que la de su obra (Hegel)— y, además, como Proust, el artista comprende que el mito es el lado postergado de su condición, la vehemente rememoración que un día refulgió sobre la arena: el unicornio invicto de la pureza, la sensibilidad y la inteligencia.

 

Dos

Platón, en las páginas finales de La República, se refiere a la llegada de las almas “a las llanuras del olvido”, “en medio de un calor terrible y sofocante, porque en aquella extensión no se veía ningún árbol, ni nada de lo que la tierra produce (...)”. En la vida ha aparecido un interregno baldío de interdicción, el cual no sólo opera por prohibición, sino por la más extremada tergiversación de todo cuanto el hombre es, de todo cuanto el hombre dice. ¿Cuál es el origen de esa malformación que conmueve de raíz a la cultura y se asienta en la vida adulterando sus valores más elementales? ¿Hasta qué punto los problemas que presenta el conocimiento comprometen el significado de nuestra existencia? ¿Autocomprensión existencial y develación a la par del significado omitido del mundo? Mientras el acto de la eninnerung, ¿no es aquella volición hacia sí, por medio de la cual la conciencia intenta recuperar su ser, es decir, su identidad extraviada, soslayada?

Escribir es exteriorizar la reflexión, es estar dispuesto a someterla a juicio. Si bien es cierto que no puedo negar que pienso, cuando me estoy pensando estoy estableciendo una falsa división en el en sí de mi conciencia: entre aquello que soy y aquello sobre lo cual pienso. Ya que pensar es siempre pensar en algo, al descubrir el primado del sujeto descubro también la instancia inmediatamente correlativa del objeto. Después intento racionalizar a ese otro que ha aparecido en mi mente a través de categorías y lo refiero al concepto, y la relación objeto-sujeto se vuelve así, en mi interior, drástica oposición, desgarramiento; entre tanto, el otro que hay en mí se abstiene de la vida mediante el concepto, y esa profunda incisión la traslado al mundo e ilusoriamente considero que es real. Obrar resulta entonces oponerse a una realidad que se muestra como distante y ajena. Desde un punto de vista kantiano, la objetividad puede ser entendida como algo rigurosamente conceptual e, incluso, como un modo laxo de idealidad. Mas, lo que sucede es que la realidad se ha visto recluida en el interior de la mente, mientras el afuera se ha convertido en una hipótesis.

Pensando en cosas como estas, y en las que, singularmente, se afirma también la vida, Ortega escribió que “donde no hay problemas no hay angustia, pero donde no hay angustia no hay vida humana”. Para el hombre de la primera Modernidad cartesiana, ser será, invariablemente, pensarse, pues todos los términos se excluyen —lo excluyen— y el primado del pensar resulta, en síntesis, un apartamiento, la más letárgica exclusión de la vida en el adentro.

En cambio, Hegel, como los antiguos griegos, propuso la identidad del ser y la conciencia. Este pensador alemán quiso hacer coincidir el orden de la naturaleza con la razón; sin embargo, la razón se vuelve impotente para explicar esa unidad. Pues si bien es cierto que hay una unidad que engloba razón y naturaleza, dicha unidad no refleja la simple identidad del concepto consigo mismo —eso sería tautología— sino con lo otro distinto aparecido en el horizonte del devenir. Y ese otro surgido en la complejidad del tiempo, ¿qué es? La vida misma. La vida que constantemente desborda todos los límites y no necesita del proceso puro de la intelección para originarse. ¿Es suficiente entonces pensarse a sí mismo para llegar a la compresión de nuestro ser y de nuestro destino? Contradictoriamente pudiéramos volver a preguntar y a responder: ¿dónde está mi ser? Oculto bajo la costra de mi reflexión. Pienso y me averiguo constantemente a mí mismo, no obstante sé que puedo cometer error. Singularmente, Hegel se percató de este peligro cuando lo advirtió en una frase que reza aproximadamente así: “La muerte eterna que amenaza (a ciertos espíritus), cuando la naturaleza no es lo suficientemente fuerte para proyectarlos hacia la vida”.

En un conocido estudio sobre Hegel, Adorno razonó que toda identificación del ser con la conciencia se convierte a la larga en una tesis idealista, ya que desemboca, invariablemente, en el primado del pensamiento. Cuando el ser es entendido como algo idéntico a la conciencia, corre el riesgo de verse sujeto a las categorías y determinaciones que la conciencia le impone. Pero aun si fuese cierto que esa identidad entraña una determinación idealista del ser que lo aleja del mundo y lo priva de su libertad, la verdadera conjunción del ser y la conciencia —su posible albedrío y patente mundanidad— se resuelve en la coincidencia de ambos términos con la vida y la naturaleza. Abundando sobre esto, Hegel afirmó: “El concepto tiene su propia determinación, sin embargo, su concepción es la ley del acontecimiento mismo (...)”.

Si el concepto alcanza su determinación en la conciencia, es porque el concepto lo que ha hecho es expresar la naturaleza de ese acontecimiento, y esa relación es una síntesis viviente, la cual nos conduce a coexistir en el seno de la contradicción; la naturaleza se interioriza logrando su ser en el concepto; y el ser se exterioriza hallando su esencia en la actividad de la naturaleza. Mas, lo que ha emergido es la apropiación del concepto de naturaleza, desplazándose del en sí autónomo de la conciencia, al principio de identidad entre ser, conciencia y realidad. La síntesis deseada por Hegel —entre subjetividad y sustantividad— no tiene por qué verse recluida al ámbito interior de la conciencia, puesto que el “adentro” de la reflexión, y el “afuera” de la naturaleza, son sólo categorías impuestas por la abstracción, debido a que conciencia y naturaleza participan de una misma e indivisible esencia.

Luego, ¿tiene o no sentido proseguir en ese esfuerzo de repensar el pasado, partiendo del supuesto de que en él habita una identidad extraviada que la conciencia trae a sí como emergiendo de las tinieblas de la más lejana ausencia a la más activa presencia, y de la indagación abstracta a la actualización del pensamiento, que decide ponerse a observar la vida para conocer las condiciones inmediatas de la existencia? ¿No es, acaso, legítimo e insustituible ese tránsito que algunos llaman filosofar y es incesante exploración sobre el ser y la existencia? Entonces, ¿para qué negarlo? Esa razón que hemos adjudicado a Proust —y en realidad es tan correlativa a Hegel— de búsqueda de un tiempo y una naturaleza perdidas, que se rehacen bajo la forma indivisible de una historia que nos puede llegar a trasmitir su concepto. Una historia en la que subyace un proceso lleno de contradicciones que, investigándola, permitiría encontrar la estructura obliterada del ser, abstraído de sí, para reubicarlo como respuesta en el contexto vital que le diera origen.

Aunque, ¿cuál sería ese origen? Esa es la pregunta que se hace el hombre buscando sumergirse en el sí de su auténtica naturaleza; asumiendo la experiencia del trabajo como esa actividad fundamental que no sólo le permitiría recobrar, sino llegar a explicar su esencia, reabriendo dicha experiencia para la investigación existencial y la filosofía del ser.

Este trabajo fue publicado previamente en la revista Destiempos, Nº 28, enero-febrero de 2011.