Letras
Cuentos breves

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En otro tiempo dentro del mismo mundo

La canción que con versos triunfantes describía a la reina de Babilonia fue otro motivo más para admirarlo. Primero la compuso con la guitarra acústica y después le añadió energía con el teclado.

Tantos años después, aún busco la delicadeza necesaria para acercarme a su madre y bajo las agujas vegetales verde botella, sombras alargadas, que cada día atraviesa, decirle que el treinta no fue el último cumpleaños de su hijo, que el compositor de canciones mitológicas acaba de celebrar, en los jardines colgantes de un palacio fastuoso, el número cuarenta y cinco.

Contarle también que aprendió a tocar un laúd sirio, el pantur o pandura, y que está feliz allí porque sonríe y le sonríen mucho, que no hay interrupciones abruptas, naufragios, vidas sesgadas ni segadas, sino saltos en el tiempo.

Cuando en el local de ensayo le compuso aquella canción a la reina Semíramis nunca imaginó que ella llegaría a escucharla.

 

El amigo de toda la vía

El entorno de la Vía verde de Ojos Negros es un bosque animado; no sólo por la irrupción sorprendente de garzas y zorros, perfiles de forja a contraluz, sino porque a los viandantes nos une una suerte de simpatía telúrica.

Mientras yo fotografiaba vestigios del tiempo mineral, nombres incompletos de estaciones; resolvía los rótulos convertidos en crucigramas por la falta de letras, tú surcabas el antiguo trazado ferroviario sobre tu bicicleta de titanio, envuelto por el exoesqueleto del maillot y la cazadora de tejido tecnológico.

Pronto me guiaste en las conversaciones frondosas de forma nada agreste. Aunque hablamos muchísimo, en tantas horas sólo una vez utilizaste una expresión incorrecta: fue cuando te presentaste como “maestro jubilado”.

Engarzamos la receta de las nueces caramelizadas a Liszt, el recuento hedonista de los viajes al descubrimiento de la forma helicoidal del corazón.

A ambos nos ha enseñado la vía que se puede encontrar un tesoro a la salida de cualquier túnel.

 

Escamas

Me precipité contra la pared empapelada donde colgaba la agenda. Una excentricidad no demasiado exclusiva que permanecía allí desde que a mi abuela le instalaron el teléfono. Éste era el motivo por el que siempre debía saltarme la primera página, en ella estaban todos muertos pero nadie se atrevía a tacharlos.

Enseguida encontré el número al que llamar en caso de avistamiento de una sirena y a punto de completar la serie de cifras me detuve: volví a la bañera y le di la oportunidad de que decidiera ella misma sobre su vida. Al fin y al cabo teníamos todo el tiempo del mundo.