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Todos piden

Todo ocurrió el mismo día. Un tipo, en medio de una fiesta donde se regaba la cocaína por los suelos, le pidió un condón. Una mujer con várices le pidió que le ayudara a usar Internet. Su hermano, que empezaba a tener más canas que él, le rogó para que se trajera la guitarra con las canciones de los ochentas (esas canciones horrendas que cantaban cuando los dos veneraban a Cuba). Una mujer desconocida le pidió por correo electrónico que le escribiera un par de sonetos para su clase de español. Su vecina le pidió que orara para que el viejo del tercer piso no se fuera a morir de cáncer. Y su madre, su bendita madre, le pidió que la llamara todos los días.

Así que un jueves dejó que todo el mundo pidiera, y hasta sacó la libreta para apuntar las peticiones. Escribió los sonetos y lo dejó claro, enseñó Internet y lo dejó claro, compró un condón y lo dejó claro, cogió la guitarra y lo dejó clarísimo, oró por el abuelo que se estaba muriendo de cáncer y luego dio el pésame, y finalmente le marcó a su mamá. Todo salió bien, menos lo último. Eso no se le puede pedir a una madre.

 

El viaje del problema

Se levantó con un problema que le dolía.

No sabía si el ardor venía de las muelas, de la cabeza que empezaba a sentir como un jarrón imposible de sostener, o las piernas débiles y temblorosas como un flan derretido por el calor.

Aguantó hasta que pasaron seis días. El problema seguía estando ahí, sin lugar fijo, constante como el ruido de las olas, como el veneno dentro de una rana roja.

Se palpó la cara, se rascó con rabia el cuello, se preocupó. Ya no encontraría forma de solucionar su problema. Su bendito problema que dormía y se levantaba con ella.

Había mutado y la había elegido a ella como conductor; y ya no tenía caso preocuparse por él.

—Me comerá entera —pensó la mujer al tiempo que salía de la piscina.

Le comió un brazo, parte del culo y alcanzó a mordisquearle la oreja; pero no se la fagocitó como pensó ella.

El problema al cabo de ocho días se empezó a cansar, y en lugar de seguir comiéndose a la cada vez más inoperante mujer, se pasó a la cabeza de su marido; más grande y peluda, y a la de la hija que tenían en común, una preciosa caleña de quince años que nunca había tenido un problema hasta que sus papás le regalaron uno.

 

Saramago para peces

Los peces creen en la circularidad, tienen más idea de la ligereza y son infinitamente más bellos que nosotros, humanos que perdemos nuestro pelo, nuestros dientes y nunca aprendemos a nadar con gracia, sino que parecemos paquidermos moviendo las patas para no ahogarnos.

Algunos hombres olemos mejor que ellos, pero es igual, porque un pez no se enterará jamás que su chica apesta. No necesitan chillar, ni toser, y nunca sufren de alergia. Lo único que no pueden hacer mis carpas de agua fría es leer, y por eso les he puesto un libro de Saramago abierto por la segunda página. Cuando lo terminan se pegan al acuario y me avisan con sus bocas abiertísimas que quieren más, y yo, con todo el amor de una madre humana, les paso la página, y luego les echo algas por si acaso lo que les pasa es que les duele la panza por el hambre que les da leer.

 

Desaprender a caminar

Primero puso un pie, cree recordar que fue sobre el asfalto, pero en realidad era gravilla fina. Se agarró fuerte de la pared, su padre sacó la cámara de fotos, su hermano le aplaudió y de bebé, con sólo nueve meses, supo lo que era caminar.

Ese aprendizaje le sirvió toda la vida, o casi toda, porque un sábado después de ver el mismo telediario infecto, se tuvo que apoyar en la pared. A los noventa años dejó de saberlo todo, ya no recordaba ni su nombre, ni su edad, ni su sexo, ni dónde estaba la puerta, ni cómo se cogía un teléfono, ni cómo podía quitarse el pañal, o lo más difícil: cómo debía poner los pies para caminar.

 

Cola para el abrigo

En una cola de forma inconsciente pica la impaciencia. Nos gusta ser los primeros, si no lo somos, pedimos para que el de delante no pregunte lo mismo más veces, que pague rápido, que la cajera encuentre de una vez el código que se le ha escondido. Todos sufrimos por salir de la cola, cuando estamos en la cola todo el tiempo. Hay cola para que nos llamen, otra cola para que nos vean, una cola para tener hijos, y otra cola para hacernos viejos, cola para ir muriendo de uno en uno y terminar con el terrorífico abrigo de madera. ¿Por qué correr tanto?