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Aly Pérez en la intermitencia del lenguaje

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Aly Pérez

Para hablar de Aly Pérez es necesario remitirse a las Cartas del Café Ayacucho. De este trabajo hay mucho que decir: primeramente, es necesario remontarse a la historia reciente de Villa de Cura, en la cual hubo un café ubicado en la avenida Bolívar, el cual era propiedad de Mario D’Simone y Angelo Di’Leonardo, no recuerdo su apellido, el cual fue uno de los tantos lugares que desaparecieron arquitectónicamente en Villa de Cura sorprendido de lo que se llama “progreso comercial”. Quedaba frente a la Plaza Miranda.

Era el lugar de reunión de los jóvenes que crecimos en Villa de Cura en los años 80 y allí descubrimos la poesía italiana, porque los dueños del Café Ayacucho, obviamente, eran italianos y muy cultos, y ellos, entre helados de ron pasa y café nos hablaban de la poesía universal. Era como un taller permanente. No era nada planificado. Simplemente se iba allí a conversar.

Cuando cerraron el Café Ayacucho hubo una gran tristeza por parte de quienes eran sus usuarios. Era un café con unas mesitas cómodas donde la gente se reunía a conversar o a leer. Aly contaba que fue en el Café Ayacucho donde conoció a Giuseppe Ungaretti, presentado a sus manos por el señor Pasquale:

San Martín del Carso

(Valloncello dell’ Albero Isolato a 27 de agosto de 1916)

De estas casas
no ha quedado
más que algún
pedazo de muro

De tantos
a quienes estaba unido
no ha quedado
ni siquiera eso

Pero en el corazón
ninguna cruz falta

Mi corazón
es el país más devastado.

Ese poema lo debió haber escrito Aly. Cada vez que cerraban un espacio, que se iba derrumbando la memoria arquitectónica del pueblo, cada vez que venía el fuego a arrasar con los cerros, las malas ideas de afear el paisaje, el aceite de los motores corriendo por las aceras, los perros en la calle sin dueños, los periódicos viejos y amarillentos como papagayos sin cuerda al son del viento, la mirada de Aly se afinaba de tal modo que recordaba este texto de Ungaretti.

Así pues se fue construyendo Cartas del Café Ayacucho, poemario en el cual el tratamiento del poema se convierte en una epístola, y una epístola, una carta, siempre lleva en sí misma la esperanza de que el otro la lea, la guarde, la conserve. Como conservamos la memoria intacta de todos y todas quienes fuimos parte de su taller “La Cigarra del Trópico”.

Así que Cartas del Café Ayacucho no es un poemario aislado en el contexto de Aly Pérez: como todo lo suyo, toda su obra mantiene la carga de sentido arqueológico de la memoria. Estas cartas van dirigidas al propio Café Ayacucho, a Phillip Larkin, a Antonio Trujillo, a James Wright entre otros. El poemario total está dedicado a su entrañable amigo Igor Barreto.

En la carta que le dedica a Gustavo Pereira: “Frente al valle de la ventana”, le da un sentido mayor a la esperanza. He aquí el poema:

Frente al valle de la ventana
Carta a Gustavo Pereira

Única misión
Dejar rastros...

G.P.

En el espeso verdor del mediodía
pasa un peñero, un barco hilvanando aguas
en la luz marina
que llega a este alejado mar,
tan cerca de esta tierra
que no puedo tocar.

Navega por el mar de adentro
con su carga de somaris,
escritos en un idioma de artillero,
en trazos rápidos y escuetos
como una antigua caligrafía
mordidos por el salitre y la luz,
desterrados a estas atmósferas tropicales
y al balanceo de palos de lluvia
que dejan correr sus maderas
hacia el atolón del Diario del mar
que se une en vuelapluma al viento,
a la paz infinita del conoto negro
que en la distancia canta
sobre el azul puro del verano.

Atravieso el paisaje del desamparo
hecho rompecabezas de calles
agujereadas de balas
que nos alejan, se nos ocultan,
más allá de la astilla de un barco
o de la concha nacarada del caracol
que se prolonga en imagen abstracta
en la respiración plena de sus somaris
en medio del flujo y reflujo de las mareas.

Sigo volteando aguas, explorando islas,
pasando páginas en este encuentro
que posee el remanso de los estuarios,
deseo como usted
que las provincias sean más
que sitios lejanos en el falso reino del corazón,
anhelamos que estos territorios
no sólo sean vientos de desalojos
sino árbol del amanecer en las riberas del poema.

Le escribo a una provincia
y a un barco llamado Pereira,
que pasa por el valle de mi ventana,
describiendo al hombre que soporta
el encuentro cotidiano entre palomas y chacales.

Gira el día sobre otros días
llenándose de coraje
desde una calle común llamada La Esperanza
que es un vecindario del mundo
por la cual pasa un hombre
en una bicicleta de reparto vendiendo pescado,
deja caer sobre las primeras sombras de la tarde
estelas escamosas de corocoros
que chispean contra la luz y la opacidad.

Una mujer pasa
se detiene en esta línea,
sus ojos hambrientos
devoran conmigo el paisaje de su Diario del mar
nuestras miradas siguen al pez del silencio
hasta perderse en aromas de barro de río.

Aquí los árboles son provincias,
ciudades creciendo entre incendiadas florestas,
frutas podridas, siluetas de senos,
botellas rodando
con las andrajosas sombras de los hombres.
El vaivén del mar se acerca se aleja
confundiéndose con el brillo
sin brillo del asfalto.

La angustia recorre mapas de cuadras
los hombres inclinan sus cabezas
a una ilusión remota,
llevan un grano de salmuera en la boca.

En una esquina
una muchacha vende aliños verdes,
abre una pared
da de comer al corazón de otra esquina
mientras permanezco en la insularidad.

Paso, poeta Pereira,
de uno a otro de sus libros
como ave que surca los altos ramajes del día,
y pienso en el espíritu
como estallido de pureza,
tras el silencio de esta escritura.

Soy en vano mi límite
tuerzo los márgenes de las palabras,
su garrapatear de signos
sobre un mundo a la deriva
al cual usted mira
como galeones que se hunden
en los osarios del mar,
en la soledad atravesada por disparos,
en muelles y calles que se vienen a pique.

Trazo en la bitácora de estas líneas
la pulsación del mar,
la quietud de la uva de playa,
los brazos muertos de un huracán,
la luz broncínea que emerge de la lectura
de La balada del viejo marinero
la arena blanca de mis palabras
que se diluyen como el vuelo
del águila marina sobre tanta vastedad.

En las espigas negras de los helechos
agonizando en el resplandor
que jamás se retira
cae el bramar de sus palabras
sobre el aletear de asustadas gaviotas
que cruzan el alma de esta tierra,
donde el horizonte
permanece entre redes de luz
y el espeso verdor del mediodía.

Así pues, que los rastros dejados por Aly en su intermitencia del lenguaje, intermitencia porque una vez escribía, otra pintaba, otra dibujaba, otra era, la mayor parte de él era el lector ávido de conocimiento, se han venido retratando en el paisaje de Villa de Cura, paisaje que evoca su lugar de exilio: Los Colorados. Su obra habla por sí mismo. Es mejor dejar que sus poemas hablen por él:

Carta al Café Ayacucho

El Café Ayacucho fue
una fábrica de ocultamientos
donde siempre se dijo la verdad.
Años atrás la tarde entera
esperaba que abriese sus puertas
para que entrara
el bullicio de la plaza
con su infatigable intercambio de palabras.

Vuelvo a este lugar
tal vez atraído por el sopor de la memoria
pero allí no está el lugar
todo el Café se ha ido,
sus pequeñas mesas
el espejo en la pared
donde las mujeres se pintaban los labios
deteniéndolos en su fondo azogado
y tantos otros clientes
son ahora fantasmas
de días desvencijados.

También se fue el Cine Ayacucho
con su silbato llamando
a función de las 7:15 pm
para ver a Buñuel o Fellini
y al igual que el Café
se volvió local deleznable
venta de loterías y desperdicios
que trata de sobrevivir al tiempo
e igualmente nos expulsa
de nosotros mismos.

Desde sus puertas
aún respiran los árboles de la plaza
la estatua de Miranda
es un nidal de excrementos
visitada por palomas
y por la mirada indiferente
de la autoridad municipal.
Llega la imagen de aquella mujer
vestida de medias lunas
que todas las tardes
se tomaba un café
luego su mirada se perdía
en las alas abiertas de un pájaro
que cruzaba la limpieza de este cielo.

Estar de nuevo en este lugar
es desilusionarse
en fronteras de distancia
es recoger las cuatro esquinas
de la plaza Miranda
como un viejo pañuelo sucio
que luego doblamos en un bolsillo del alma
donde también guardamos
esa música de mesas cercanas
abriendo vértigos en el vuelo del recuerdo.

A un costado del Café Ayacucho
se sigue licuando la vainilla
con el anís acanelado de la heladería
junto a la música de las cañafístolas
y el blues rabioso de Janis Joplin.

En la barra leía poemas con un amigo,
un viejo vago, asiduo visitante,
me hablaba de Teócrito y sus bucólicas,
yo de Cavafis,
de la destrucción de las ciudades.

Llegamos un día a esta conclusión:
Definitivamente estamos enfermos de miserias.

Tal vez en este Café
comencé a preocuparme
por el árbol de la vida
y por los árboles del mundo
al deshojar sus aguaceros de palabras
en lentos oleajes de nostalgia
y el verde umbroso
que talla la piel de las vocales.

Siento aquellas voces atardecidas
en el aroma del Café Ayacucho
su hervor permanente
vive en el ojo del reposo
al lado de la vieja máquina Gaggia
en sus tazas de porcelana
de esta luz que se recuesta
en lo que ve
y se desplaza lenta
entre sombras sonámbulas
porque lo demás son palabras
que atraviesan este lugar
donde hubo dos o tres mesas
llenas de hospitalidad.