Artículos y reportajes
Gonzalo Rojas
La última flor (díscola) de La Mandrágora

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Gonzalo Rojas

Había nacido en Lebu, capital de la provincia de Arauco, al sur de Chile, en diciembre de 1917. Estudió derecho y literatura en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, donde se distinguió por su talento literario, más tarde destacó como académico en diversas universidades chilenas en Santiago, Valparaíso y Concepción. Es en esta última ciudad, a la que lo une un profundo vínculo, donde dictó clases de estética literaria en la Universidad de Concepción, casa de estudios superiores donde ejerció la Dirección del Departamento de Castellano, unidad encargada de la formación de docentes de la especialidad de lenguaje. Además, ha sido académico en diversas universidades del extranjero, entre ellas la Universidad de Utah, en Estados Unidos, y la Universidad Simón Bolívar, en Venezuela.

Gonzalo Rojas es uno de los poetas chilenos contemporáneos de mayor relevancia, reconocimiento e influencia, tanto a nivel nacional como internacional; su obra alcanzó numerosos premios, entre ellos, el Premio Cervantes 2003, el Premio Reina Sofía 1992 y el Premio Nacional de Literatura 1992, así como la Orden al Mérito Cultural Gabriela Mistral 2007.

Miembro de la Generación Literaria de 1938 fue muy cercano, en sus comienzos, al importante grupo La Mandrágora, estandarte del surrealismo chileno, publicando ya en el primer número de la revista homónima y siendo parte de su inspiración estética. Por ello ha sido señalado como surrealista, aunque él nunca gustó de esta etiqueta, llegando a referirse en términos muy despectivos a La Mandrágora, diciendo que fue “un entramado antojadizo y endeble, una huevada”, pero más allá de su distanciamiento con los miembros del grupo o con su finalidad estética, claramente su obra se sitúa en una línea de continuidad con las vanguardias chilenas y latinoamericanas del siglo XX. Con el tiempo, diversos artículos lo mencionan como “un miembro periférico de La Mandrágora”, a mí me parece más bien que fue el miembro díscolo de ella.

Su primer libro, La miseria del hombre (1948), ya da cuenta de una poesía que tiene una profunda carga existencial que, junto al exquisito erotismo, el genuino compromiso social y la sonoridad de las palabras, son aspectos que se han convertido en elementos permanentemente presentes en la obra literaria de Gonzalo Rojas. Otros de sus títulos importantes son Contra la muerte (1964), Transtierro (1979) Críptico y otros poemas (1980), El alumbrado y otros poemas (1987), Materia de testamento (1990), Antología de aire (1991), Carta a Huidobro y Morbo y Aura del mal (1994), Metamorfosis de lo mismo (2000) y Poesía esencial (2006), La reniñez (2007) y Contra la muerte y otras visiones (2008), entre otros.

Sirvió como diplomático del gobierno del presidente Salvador Allende, en China y Cuba; tras el golpe militar de 1973 debió partir al exilio que vivió en Alemania Oriental, Unión Soviética y Venezuela.

De vuelta en Chile, en la década del 90, se radicó en la ciudad de Chillán y siguió escribiendo y dando conferencias.

Desde febrero, cuando sufrió un accidente vascular que lo mantuvo internado y con apoyo de máquinas para seguir respirando, el ambiente literario chileno ha estado pendiente de la evolución de este poeta y docente que supo plasmar en palabras sentimientos universales. La fría mañana del 25 de abril su voz se apagó para siempre, pero su obra, robusta y magnífica, será brillando en las reediciones de sus obras, en las antologías y en las diversas formas de publicación digital del ciberespacio, asegurando para Gonzalo Rojas la inmortalidad en los territorios literarios.

Como una forma de recuerdo y homenaje, dejo para ustedes uno de sus poemas más conocidos:

¿Qué se ama cuando se ama?

¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida
o la luz de la muerte? ¿Qué se busca, qué se halla, qué
es eso: amor? ¿Quién es? ¿La mujer con su hondura, sus rosas, sus volcanes,
o este sol colorado que es mi sangre furiosa
cuando entro en ella hasta las últimas raíces?

¿O todo es un gran juego, Dios mío, y no hay mujer
ni hay hombre sino un solo cuerpo: el tuyo,
repartido en estrellas de hermosura, en partículas fugaces
de eternidad visible?

Me muero en esto, oh Dios, en esta guerra
de ir y venir entre ellas por las calles, de no poder amar
trescientas a la vez, porque estoy condenado siempre a una,
a esa una, a esa única que me diste en el viejo paraíso.