La espada de la enfermedad
Nada tiene que ver el dolor con el dolor
nada tiene que ver la desesperación
con la desesperación
Las palabras que usamos
para designar esas cosas están viciadas
Enrique Lihn
Nada tiene que ver el dolor con el dolor. Ni la desesperación con la desesperación. Ni la propia locura con la verdadera locura. Son simples artificios que inventamos para lo indefinible, para intentar dar significados a lo que no podemos nombrar de este lado de la orilla. Yo menciono la palabra sufrir, pero no estoy sufriendo como los que realmente sufren. Para los que sufren las palabras no existen, están viciadas, usadas como camiseta de abuelo o de padre canceroso, en un día borroso, sin fecha, ni recuerdo. El lenguaje es un gran mar donde nos hundimos pero no entendemos sus símbolos. Las palabras son banales instrumentos de sonido que no nos llevan al final del mar. Para conquistar el mar debemos luchar con la espada de la enfermedad y del vacío.
Esta lengua que no me pertenece
La tierra prometida no existe. El paraíso no existe. Nada somos en esta tierra que no sea enfermedad que palpita a cada instante y en cada hueso. En este espacio entre tierra y ojo, que no sea dolor de arterias y sílabas. Entre esta lengua que no me pertenece y la que me dieron como gracia divina. Todo es silencio y bullicio entre la sien y mis manos. Sé que es temprano para irse muriendo entre el corazón y el pulmón derecho. Pero ya no hay hígado que nos aguante ni dolor que levemente soportemos, sin dejar de respirar y de exhalar, sin que seamos pura carne y latido por este cuerpo lleno de vocales y cenizas.
Desnudos en la intemperie
La palabra debe ser la llave
que abra las conciencias.
Abrir las puertas que nos separan
desafiar el pensamiento
y estremecer nuestra mirada horizontal.
Debe arrancar nuestros ojos y regalarlos
a los viajeros de otros mundos.
La palabra debe enterrarse en nuestra memoria
y dejar que nos descifre desde adentro.
Incendiémonos el cerebro
y quedémonos desnudos en la intemperie.
Los envenenados
La serpiente de la palabra
es una enfermedad agónica
en nuestra lengua.
Es mi debilidad
mi dolor que no es un simple dolor
un túnel indescifrable.
Me entrego a este vuelo luminoso
que no es una simple trayectoria lineal
de ave o rayo,
es algo más desenfrenado.
La serpiente de la palabra
no es simplemente un reptil
que se divida en símbolos
significados y significantes
al oído de los mortales
que vivimos espiando sus huellas.
Tengamos precaución
de no morir envenenados
que todavía hay luz y no todo es noche.
Un río invisible nos divide
La música no se logra
con arte de magia.
La palabra nace
porque tiene un rayo interior
y necesario a nuestros ojos.
Es un rayo que estremece
hasta al más ciego del mundo.
No todo es silencio y bullicio
en las calles donde murmuramos.
Ni desenfreno y fiesta
entre tus manos y mis manos.
Hay un río invisible que nos une
y nos hace enemigos.
Somos domadores
de serpientes y de bestias.
Falta mucho para cruzar
el puente de la luz que nos lleve
a la tierra de las sílabas.
Por desgracia, no nacimos hace siglos
ni tenemos el sacrificio suficiente
para alcanzar la orilla
de este río invisible que nos divide.
No hay música ni hay manos
Yo canto contra las espaldas. Así los brazos no me acompañen. Bailo sin ritmo hecho un trompo y un timbal. Mis huesos giran en su eje y se mueven al ritmo de las hojas de tu cuerpo. Mis piernas son dos cuerdas de guitarra que nadie toca porque no hay música ni hay manos. Mis dedos te acarician el pulmón y penetro en tu pasado. Mis párpados son pequeños mapas que me llevan a conquistar tu reino de miseria y abandono. Mis uñas son helicópteros que giran en tu sien. Danzo al pie de tu boca y así no desees tu risa es una sandía mordida.
La sombra del asesino que desconozco
Somos elementos de dudosa elevación. Trayectorias con direcciones inexactas. Un poema que no tiene columna vertebral pero que penetra en las distintas imágenes de la muerte. Una mentira callada entre tus labios y mis párpados. Una mano difusa que se sacude los animales dormidos. Un tatuaje de amor y de dulces oraciones. Una alucinación de té. Una noche con diecinueve cabezas de vacas arrojadas del fin del mundo. Una lámpara que se clava en los ojos de los ciegos. Un árbol que palpita su hueso húmedo. Una lengua de cera que se vuelve transparente para las abejas. Una víbora que se moviliza con el humo. Unos brazos de vidrio que tiene una joroba en los dedos. Una música al ritmo de una página en blanco. Un oído que añora fábulas de niños y de ancianos. Un pez que vuela en la sombra del asesino que desconozco.
Las criaturas de la noche
Las criaturas de la noche son elementos blancos de espacios no definidos. Argollas de un dedo cojo que salta en un jardín. Banales discursos de hombres engañados por sus ojos. Labios que besan el abecedario de Rimbaud. La poesía no sabe otra cosa que desquiciar el cerebro agotado de la abeja mayor. La palabra es una bala que entra y sale y se divierte en las muelas de los ociosos. El reloj es una nave espacial que no entiende para qué los minutos pasan de una esfera a otra. Las uñas de las aves se ríen de los hocicos de los chanchos inmemoriales. Hay enfermos por todas partes. Ellos están cruzando el muro de mis sueños para saltar para siempre a la catarata de la luz. La oreja escucha la llegada de trenes a selvas habitadas por dinosaurios furiosos y muy solitarios de cariño. Un pie salta de alegría por la llegada de los ángeles.
Un cuerpo enfermo
La palabra es una columna rota de jirafa que está partida en dos en la tierra. Un pájaro moribundo como tu pie fuera de mi sábana. El inverso de la aritmética básica que aprenden los niños en la escuela. Un oído que siempre recuerda una dulce canción inexistente. Un puma blanco que sólo existe en la nieve del recuerdo. Una cabeza rota que amanece en el sueño.
La palabra es un cuerpo enfermo que siempre expulsa frutas quemadas.
La gramática del deseo
a Rafael Courtoisie
Un hombre es un estado sólido que con el tiempo se vuelve líquido. Se transforma en otros minerales y va dejando la arcilla por dentro. Se disuelve en un líquido parecido a ratos al vinagre o a la gasolina de las cosas perecederas. Es un material limitado para hacer ciertos tipos de cambios en el mundo que vive. Un músculo que por costumbre se desprende de lo que ama y va deseando el futuro que no conoce. Regresa al pasado y todo es caos. Un hombre es un planeta de sentimientos y de arterias que recuerda la madera original de sus antepasados. Un corazón limitado que no cree en la victoria, pero que por decencia o por costumbre lucha por el tiempo dormido. Es una superficie de agua y de piedra que sueña con la gramática del cuerpo amado, que anhela el deseo corporal de sus instrumentos húmedos. El hombre es un cuerpo débil y gaseoso que es inferior al sueño y a la realidad. Es una relación jerárquica con los vegetales y el espacio. Sus manos son una batalla perdida. Un horror que no tiene molde y se oxida con el veneno. Es una fruta rebanada y madura que cae al vacío, inmóvil, sin cáscaras y sin fe.
(De La enfermedad invisible)
El beso de los dementes
I
En el inicio éramos mi padre y yo tomados de la mano en la infancia de nuestro apellido, en la prehistoria de nuestros abrazos y besos, de los viajes a la noche inventada o a la ciudad del alcohol y del tabaco. Nada sacamos a limpio si el mundo no se despedazó con nuestros rezos familiares. Si nosotros no fuimos el mundo, si la tierra que hierve entre nuestras venas no expulsó el infierno que llevamos dentro. Mi padre era un ser de piel silenciosa que llevaba en el corazón la ira, el odio y la condena del tiempo; hombre de sal, de sueños verdes, destinado a padecer debajo de la tormenta de hielo que incendió sus manos; manos que acariciaron mis párpados gastados, que alguna vez miraron cómo el horizonte fue un imperio que se destruyó con el fuego de la selva. Mi padre atravesó la orilla de los muertos para alcanzarme, para alcanzar a sus muertos y decirles que es el hijo de la rabia, de la furia, el hijo de los ángeles violados, el hijo que se fugó de su propio entierro para reinventar los sollozos de las mujeres que tanto amó. Mi padre es la copa rota donde yo bebo sus vicios. Soy su vicio más profundo, su herencia vengativa, la carne miserable que no teme dividir el aire para conquistar lo que desea. Soy su herencia enferma, que asesinará sin piedad a sus verdugos. Su herencia enloquecida, que revivirá cadáveres y bestias, con tal de que su herida expulse el veneno. Mi padre es una habitación abierta de par en par donde yo entro sin zapatos y sin medias, dispuesto a corregir mis errores. Ahí dentro sé que soy bienvenido, pero tengo que guardar silencio, para que su palabra, que es silencio y gozo, me atraviese el tímpano, el cerebelo y cruce mi espina dorsal hasta crucificarse en mi aorta. Tengo que aprender a defenderme de sus espejos y dioses furiosos: como tigres se me lanzan al círculo e impulsan a pelear con mis manos heridas. Sólo acepto con honor su invitación y nos debatimos.
IV
Hoy rezo por la sangre de mi sangre, la carne de mi carne, que descansa en la bóveda familiar hasta el día del juicio final. Esperando la visita de un ángel perdido que galope en mi cráneo e intente descifrar los misterios de mi vida, antes de que sea tarde. Me interesa descubrir la luz de las cosas simples, que también amó mi padre antes de la cosecha y del diluvio; descubrir su herencia fosforescente en este día cálido de invierno, donde llueve y la ciudad parece una construcción hecha por niños tristes que intentan decapitar los techos de los lugares donde alguna vez fui feliz. Con mis manos intento esculpir a mi padre, regresarlo del largo viaje donde la felicidad sigue siendo una luz que atraviesa los cristales y nos deleita con su coito de estrellas. En algún lugar de estas calles mi padre me espera: los brazos abiertos, su sonrisa cálida, un latido de caballo azul, sus dedos tristes, dispuestos a acariciarme; me esperará con dos copas de vino servidas para beber nuestra sangre y recordar el origen de la selva interior. El abrazo será largo como una manada de pájaros en dirección al sur, y la fábula de nuestras pieles, la única garantía de no volvernos locos en este desierto.
XI
Mi padre murió con miedo a cerrar los párpados, con los anillos del tiempo en los dedos púrpuras, los ojos heridos de sangre amarilla, los dientes ennegrecidos por el sol y las corrientes del aire de serpiente. Cuando alguien muere al fin deja su jaula, para convertirse en la presa de los rostros sucesivos de la piedra original, en los colores de las fuentes del agua, en las monedas arrojadas por los veteranos; deja fluir su alma como el poema perfecto y se va, lejos, muy lejos, a buscar eso que alguien pierde en los riachuelos de los días, la suerte arrojada en los casinos o en las cartas. Lo que sea con más que morir en la ola, en la espuma o en los dientes de ese mar que nos reclama desde el paraíso inventado por las palabras dogmáticas, que nunca significan nada más que ver cómo decapitan a los hombres en una cruz arrojada al abismo de las campanas.
XVI
Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre Yo soy el
XVII
Tengo destruidas las sienes; en mi piel florecen huellas que son pequeños virus, que me derriten a lo largo de la epidermis. Tengo la memoria despedazada y me siguen enloqueciendo aquellas madres, hijas, abuelas, tías en las venas.1 Mi aorta se resquebraja, el corazón es un barco sin vergüenza: no teme hundirse en las profundas sombras de mis arterias. Soy un fantasma que vuela en los rincones de mi infancia escasa. Veo en la otra orilla mi cuerpo desangrado. Y mi muerte. Creo que es hora de cruzar el umbral de las cosas y dejar que mis párpados descubran, por primera vez, las vocales de la ceniza.
- Antonio Gamoneda, Arden las pérdidas.
XVIII
La tierra entera es una apariencia banal ante tus ojos, padre mío. Mírame con tu amor y tu desprecio mayores. Merezco morir por tu despecho y por tu cruel enfermedad. Merezco ser la enfermedad que te está matando y merezco morir en tu honor y en tu regazo. Eres la sombra y el cuchillo que se enterrará en mi corazón. Mátame, padre, de una vez. Mátame. Yo soy el cordero de tus pesadillas.
(De El beso de los dementes)