Letras
Ulises

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Residimos en universos distintos, Ulises y yo, pero ignoro en cuál vive quién. Jeff, el enfermero de turno, insta a Ulises a tragarse la píldora que hace unos minutos le había entregado. Le ofrece un vaso de agua y Ulises no reacciona para aceptarlo. No se trata de que Ulises inicie una discusión o forcejee para no tomarse el contenido del vaso. Ulises tiene ochenta y cuatro años de edad. Ya no pelea.

De la única manera en que podría rehusarse a algo es simplemente no abriendo la boca. Pero, ¿realmente se está rehusando? ¿Es eso lo que hace? Repite ahora cierta frase con más fuerza que la que ha utilizado hasta el momento para hablar. Nada de lo que ha dicho anteriormente, que ha sido muy poco, lo he comprendido. Y no así por falta de atención, porque yo bastante de esta última le he dedicado. La frase que dice ahora, sin embargo, la enuncia con inusual certeza, se escucha firme y fuerte: “Lo averiguaré”. ¿Pero qué es lo que pretende averiguar Ulises?

“¿Cómo, don Ulises? ¿Puede repetir lo que acaba de decir? Es que no lo he entendido”, le pido, colocando con ahínco y con cuidado la dulzura sobre mi voz. Da igual. Ulises no responde.

“Don Ulises, lo que pasa es que no he podido entender lo que ha dicho anteriormente porque lo ha dicho tan bajito que lo único que pude escuchar fue eso de que lo va a averiguar, pero no entendí a qué se refiere”, le explico, bastante apenada ya porque yo soy su intérprete médico. Si hay alguien en este lugar que debe entenderlo, esa soy yo. Es mi trabajo. Jeff, el enfermero, ya me ha preguntado varias veces si he alcanzado a entender algo de lo que susurra Ulises. Y cada vez que me pregunta he tenido que decir que no. “Es que no escucho bien”, le respondo. “Es que habla tan bajito”, digo. “No... es que... no”, repito, y pienso, “¿cómo es posible que no lo pueda entender si venimos del mismo lugar, el Ulises y yo? ¡Dios santo, si yo soy tan buena entendiendo a los viejitos! ¡Esa es mi habilidad! ¡Mi forte! Don Ulises, usted me está haciendo quedar mal. A ver si se pone a enunciar una que otra palabrita... ande...”. Me esfuerzo intentando leerle los labios. ¡Nada!

Ulises decide no repetir nada. Mira hacia abajo y, lentamente —tanto como si de repente fuera la luz sobre su cama tan vasta que hiciera posible a los ojos captar la infinidad de fragmentos del movimiento— gira su cabeza para no mirarme. “Don Ulises, le juro que no he podido escucharle. Por eso no entendí lo que dijo, ¿sabe? Don Ulises, ¿usted entiende lo que yo le estoy diciendo? ¿O soy yo quien no alcanza a entenderle? Si es así me disculpo”, digo suavemente, casi suplicando. Me siento torpe y hasta cruel pidiéndole al viejito que repita cosas que tanto esfuerzo le toma decir la primera vez. Ulises sigue mirando hacia lo lejos. Su lento susurrar me obliga a formar un caracol entre mi mano izquierda y mi oreja. Me inclino a un ángulo más agudo cada vez sobre su cama, y mi carnet de identidad toca su bata. El enfermero Jeff se apresura a agarrar mi carnet, lo “salva” de no sé qué microbio; me hace señas de que es peligroso que me acerque tanto. Ulises habla de maíz y tierra fresca.

Sus ancianas manos, apenas levitando sobre su falda, danzan en cámara lenta: un diminuto, casi imperceptible movimiento telúrico en tierra seca, o el liviano asentir de una moribunda orquídea al viento. Dice, “Así es mejor. Es lo mejor”. “¡Ajá!”, pienso. “Ya tenemos algo”. Maíz. Y tierra. “¡Ah!”. No puedo descifrar nada importante todavía en su pianissimo recital. A veces, sin embargo, su boca se abre y se estira hacia los lados con una flexibilidad que sorprende, con propósito inclusive, y enuncia claro. La mayor parte del tiempo se encuentra en otra parte, sin embargo. ¿O soy yo quien no se encuentra? Porque es él quien se ha ido (¿verdad?) y no nosotros. Camina sobre un tramo muy largo y estrecho que conduce hacia un campo amplio, ancho. El cielo es azul; sereno. El río le lava las manos y los vestidos a mujeres y muchachas que lavan ropas curtidas en su orilla. Hay hombres con sombreros tejidos de paja sudando bajo la tierra que trabajan con sus manos ajadas y cansadas hasta hacerla fértil. No muy lejos yace la torre de una central procesadora de caña. Y más allá, arriba, el maíz.

“¡Compay Ulises! ¿Cómo está la comadre?”, le pregunta Compay Lalo.

“Todo bien, Compay Lalo, ¿y la familia?”.

“Tego no anda muy bien últimamente... sigue con aquello... lo mismo que tenía hace poco... pero le estamos buscando unos remedios que la Compay Pancha dice que son muy buenos para esas cosas. ¿Usted sabe quién más pueda tener algo para eso, Compay?”.

“Ay, Compay Lalo, ahora mismo no sé, pero lo averiguaré”.

“Don Ulises, mi nombre es Carmen”, le digo, “y soy su intérprete aquí en el hospital. Estoy aquí para ayudarlo a comunicarse con su enfermero, Jeff, quien no habla español, sólo inglés. Él será su enfermero durante la noche de hoy. Dice que quiere que usted, por favor, tome un poquito de agua para que pueda tragarse la pastilla que le dio hace un rato... la que aún tiene en su boca, don Ulises”.

“Ok”, dice Ulises al fin.

Jeff acerca el vaso a los labios de Ulises, arrugados y casi ausentes, que abren su boca y asistidos por el sorbeto —como se ayudan las piernas con el bastón— aspiran un poco del líquido.

“Pregúntale si puede abrir la boca un poco más”, me pide Jeff.

Ulises sigue las instrucciones. Su boca yace desvestida: ya no hay dientes. La pastilla que había estado meciendo lentamente con su pesada lengua finalmente se desliza por su garganta.

Ulises susurra otras cosas entre las cuales se asoman de nuevo, como en burla o reto a su intérprete, las mismas palabras claras, fugaces, con nombre e identidad. Maíz. Tierra. Alivio.

“Bueno pues... pregúntale... si está bien, si necesita algo o si necesita ayuda en algo más”, me insta Jeff.

“¿Necesita algo más, don Ulises? ¿Le podemos ayudar en algo? Antes de irse, su enfermero Jeff quiere saber si usted necesita que le traigamos algo. ¿Hay algo más en que podamos ayudarlo?”.

Ulises comparte, de modo inaudible, algún racimo de pistas (sobre ese lugar tan misterioso donde se encuentra, ¿tal vez?), claves que no podremos descifrar. Y entre ellas, la palabra “joven” se levanta súbitamente de su boca como una pregunta; sus ojos parecen concentrarse en Jeff, quien no lo nota. Quizás se trate de la primera vez en que han solapado dos universos paralelos, siquiera por unos breves instantes.

Don Ulises: convaleciendo en una cama de hospital junto a su enfermero, Jeff.

Jeff: trabajando bajo un cegador sol caribeño junto a su Compay Ulises.

(¿Quién soy en todo esto? ¿Quién soy yo para Ulises?)

“¿Necesita algo más, don Ulises? Jeff dice que si no necesita nada más, entonces lo vamos a dejar solito para que descanse, ¿de acuerdo?”, le pregunto de nuevo.

“Jeff, ¿usted cree que él pueda descansar con ese televisor así tan alto como lo tiene el señor de la cama del lado?”.

En el rostro de Jeff la quijada se trepa hasta la boca empujándola hacia arriba. “¿Él ha dicho que eso le molesta?”, contesta.

“Don Ulises, si necesitara algo, recuerde que puede presionar el botón rojo en este control remoto y eso hará que Jeff regrese de inmediato para ayudarlo, ¿comprende? Cuídese mucho. Me dio mucho gusto conocerlo... Don Ulises, muchas bendiciones”. Ulises me mira, como si lo hiciera por primera vez, con sus ojos bien abiertos, como si parado frente al puerto despidiera, después del abrazo, a un viejo amigo. Nunca antes me había parecido más despierto que en este momento. Me sonríe. Dice, “Gracias. Muchas gracias”. Y son claras sus palabras, completamente audibles y determinadas. Sonrío, cierro su cortina y alcanzo a Jeff fuera de la habitación.

Detrás de las cortinas Ulises recoge el sudor que baja por su frente con su mano izquierda. La jornada de trabajo ha terminado por el día de hoy. Recoge su saquito de cosas, lo impulsa hacia atrás y lo deja caer sobre su espalda medio doblada. Entonces comienza su camino de regreso a casa por el largo y estrecho trayecto cuesta arriba hacia la montaña. El antes cerúleo, se hizo anaranjado y rosa hace unos minutos, y ahora es gris. Anochece, y Ulises contempla el espectáculo sideral sobre su cuerpo.

“Maíz”, susurra.