Letras
Dos relatos

Comparte este contenido con tus amigos

La mujer que nunca conocí

A Keyla y a Mónica, por ese último abrazo

Esa mujer no es muy alta, tiene el cabello negro y ondulado, ojos marrones muy oscuros y grandes pestañas. Estudió derecho y se casó a los veinticinco con un hombre que conoció una tarde cualquiera mientras deambulaba por librerías.

El día de su boda fue el más feliz de su vida y el más triste de la mía. El vestido blanco iluminaba su rostro y las flores en su mano evitaban que las lágrimas llegaran al suelo. Al final del pasillo estaba él, embelesado por esa mujer que iba hacia él y que se quedaría a su lado “en la salud y en la enfermedad”. Durante la marcha nupcial yo sólo tenía ojos para la novia. En el altar estaban los dos hombres que me la quitarían. Durante toda la ceremonia no pude dejar de verla y ella sólo lo miraba a él. Finalmente, “los declaro marido y mujer”, los aplausos, el arroz, los esposos.

Cuando nació su hija, no estuve con ella. El hombre alto fue quien sujetó su mano y besó su frente, quien sostuvo a la pequeña entre sus brazos para llevarla al lado de su madre. La llamaron Isabel, como la abuela... como mi madre.

La pequeña Isabel ya no es tan pequeña, se está graduando y su madre llora porque falta poco para que deje de estar a su lado, y que recorra esos mundos que alguna vez pintaron juntas. El hombre alto está a su lado, sostiene su mano, le limpia el rostro con delicadeza.

Nunca le dije cuánto la amaba. Ahora, sentado en el estudio de esta casa tan grande, tan vacía, veo su retrato. Me arden los ojos porque no la llevé de mi brazo el día de su boda, porque no pude decirle que ese hombre alto la haría feliz y que eso bastaba para mí, porque no tuve a su hija entre mis brazos.

Hace una hora fue su entierro, hace una hora colocaron la lápida en su tumba, hace una hora sepulté a mi hija de dieciséis años... la mujer que nunca conocí.

 

Una noche

Estaban uno frente al otro, mirándose, analizando cada centímetro del cuerpo del otro. Mónica llevaba un vestido blanco, casi transparente. Descalza, sin maquillaje, el cabello suelto cubriéndole la espalda. Él aún tenía puesta toda la ropa. Ella le fue desabotonando la camisa sin dejar de mirarlo. Con sus manos retiró la camisa rozando con sus dedos los hombros de él. Bajó los ojos cuando cayó al suelo. Él le tomó la barbilla suavemente con la mano y volvió a colocarle la mirada a su altura. Ella misma se quitó los tirantes del vestido; primero uno, luego el otro. Dejó que cayera lentamente y cuando llegó a sus pies sólo los levantó para terminar de retirarla. Estaba parada frente a él, sólo con su cuerpo como vestimenta. Nunca se sintió cómoda con su cuerpo. Encontraba defectos en cada parte de él. Lo odiaba porque en él estaba ella. Pero desde hace tiempo, éste se había convertido en victimario y ella en víctima.

Lo miraba buscando causar en sus ojos el deseo de poseerla. Él ya tenía ese deseo desde antes de ver su desnudez. Detallaba cada parte de su cuerpo, veía su rostro limpio, su boca entreabierta, su nariz aguileña, su cuello como el de La Madona del cuello largo de Parmigianino. Recuerda que vio una diapositiva de ese cuadro en la universidad, en la clase de arte. Mientras todos criticaban la artificiosidad de la figura de la Virgen, él sólo veía la gracia y la elegancia del cuello, largo como el de un cisne. La mano de la Virgen tenía unos dedos largos y delicados. Ella también: dedos de pianista. Para él, al pintor le gustaban esas formas antinaturales y alargadas, no creía en lo convencional: la armonía perfecta y natural no era la única forma de lograr belleza. Mónica era bella, no había duda, pero no perfecta y eso la hacía aun más bella. Sus ojos siguieron bajando. Su cintura delgada, huesuda, señalaba el camino. Volvió a subir la mirada y sonrió. Estaba desnuda ante él, sin máscara alguna, desprotegida, indefensa, sin poder salir corriendo, y eso lo excitaba. Iba a ser su dueño, no el primero, pero la tendría. Ella pareció escuchar sus pensamientos, se sonrojó y bajó la mirada. Él volvió a buscar con su mano el rostro pero ella volteó para evitarlo; su timidez había vuelto. Él agarró con fuerza el mentón. Mónica se asustó por un momento pero se dio cuenta de que él utilizaba esa violencia por miedo a perderla. Él vio su estremecimiento y se disculpó con un suave beso en los labios. Sólo él cerró los ojos mientras se besaban.

Es casi un decreto que al besar se deben cerrar los ojos. Pero Mónica, aunque sea por un momento, los abría mientras besaba. Para ella, cuando cerramos los ojos para besar a alguien es porque no queremos que nos conozcan y no queremos conocer al otro. Sólo queremos la oscuridad del infinito. Sus amantes nunca se daban cuenta de que durante el acto del beso ella abría los ojos por lo menos tres veces. La primera, para ver a su amante y conocerlo. La segunda, para ver si él los abría. Necesitaba la mirada del otro para sentirse amada pero nunca la encontraba; los ojos de su amante siempre estaban cerrados y sólo había oscuridad. La tercera, para no olvidarlo a pesar de que él la olvidaría rápidamente.

Seguían besándose, los dos con los ojos cerrados. Él la cargó sin ningún esfuerzo y la llevó a la cama. Empezó a besarla en el cuello, dando mordiscos en su piel. Mónica lo veía mientras le arañaba la espalda, tratando de marcarlo como suyo. Él besó todo su vientre siguiendo el camino que éste le iba indicando.

Se despertó y le reprochó a la noche su final. La mañana le indicaba que tenía que abrir los ojos... todo acababa.