La única y última vez que hablé con Jorge Luis Borges fue en la Capilla de la Madonna della Strada en la Universidad de Loyola, a orillas del Lago Michigan, pocos años antes de su muerte. Se encontraba bastante avanzado en su evolución humana, de modo que lo tuvieron que llevar casi cargando a la mesa de conferencias y en medio de esa audiencia tan variada se le veía como a un gigante ancianísimo.
Tenía la apariencia de un caballero de los comienzos del siglo XX y, por tal razón, me hacía recordar de mi abuelo Nicanor, porque llevaba el mismo estilo de peinado, hacia atrás, como se usaba en esos tiempos, y se apoyaba en un bastón, levantando el mentón. Aun sus expresiones coloquiales eran similares a las que yo había observado en el padre de mi progenitor.
Traigo a la memoria con mucha claridad el saludo que le dio a uno de los asistentes y es tan nítida esta reminiscencia que hasta me parece estarlo escuchando en este momento, sonriendo y apoyando las manos sobre el mango de su brillante bastón:
“Qué bien que estamos, ¿verdad?”.
Hice todo esfuerzo posible por aproximarme y hablarle porque sabía que no habría otra oportunidad. Lo rememoro platicando sobre The Sound and the Fury, de William Faulkner, que por alguna razón parecía despertarle una inmensa satisfacción; pero lo que evoco con más nitidez es la respuesta que dio a una pregunta de los estudiantes:
“Borges, ¿qué consejos le podría dar a los jóvenes de hoy?”.
Y él, con una voz muy frágil y apagada, casi como si le estuviese hablando al oído, respondió:
“El mismo consejo que me dio mi padre. No se apresuren por publicar... Recuerden que por la imprenta perecerán...”.
Cierto tiempo después, luego de algunos años, cuando me encontraba leyendo un cuento de Pushkin, tuve la sensación de estar percibiendo a Borges. Me pareció algo inusitado e increíble, en ese instante, pasar por las líneas de Pushkin y tener la impresión de estar leyendo a Borges. Indudablemente era algo imposible, porque Aleksander Pushkin nació cien años antes, en 1799, y murió en un duelo, siendo muy joven, en 1837. Por lo tanto tenía que ser al revés. Cuando se leía a Borges se tenía que tener la impresión de estar leyendo a Pushkin.
Jorge Luis Borges siempre reconoció al narrador ruso como a uno de los autores que más habían influenciado en su desarrollo artístico. Ahí entonces se encontraba la explicación.
A continuación los invitamos a leer esta versión del cuento “El disparo”, que provocó en mí ese efecto memorable, y a identificar los fragmentos, las líneas o los párrafos que podrían haber motivado dicha influencia.