Sala de ensayo
El secuestro de la literatura

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Fotografía: David Ellingsen

Nota del editor
Bajo invitación de la Casa de la Cultura local, el escritor y periodista colombiano Germán López Velásquez pronunció el pasado 28 de abril en la ciudad de Tuluá, en el departamento del Valle del Cauca, esta conferencia en la que analiza la vinculación del escritor con su sociedad. “Hay que estar en el mundo y escribir para el hombre. No hace falta más lenguaje muerto”, dice López Velásquez.

Nada fácil hablar del secuestro de la literatura mientras la mayoría de las ciudades colombianas está tragada por el agua y todas las demás violencias. ¡Claro que me duele! Mi estado de ánimo es de dolor. Es fundamental que hagamos un pronunciamiento a favor de las víctimas del invierno que ya llegan a tres millones. Es una tragedia igual o superior a la causada por los paramilitares o los narcoguerrilleros o los agentes del Estado con sus falsos positivos o los corruptos y sabandijas de todos los pelambres. Cómo no tener amargura en el alma con tanta fatalidad. La muerte nos ataca en todas sus formas. A las masacres, la pobreza absoluta y la desesperanza, se suma la naturaleza decapitadora de almas y bienes. ¡Claro que sufro! Cómo no invadirse de llanto cuando millones de colombianos quedan en la miseria humillante; el sistema de carreteras colapsa y miles de niños crecen con canas y una mirada trágica. La devastación que vive nuestro país es peor que la de Japón. Sin embargo, le preguntaba recién un periodista microcefálico al primer gran contribuyente de renta de Colombia, Luis Carlos Sarmiento Angulo, que cuánto dinero mantenía en sus bolsillos. “Mantengo un milloncito de pesos para pagar por ahí propinitas y cositas de esas”. Por supuesto, el microcefálico periodista, celebró la indecencia como es costumbre en los más importantes directores de medios nacionales. Una risa lambona y arribista hasta la sordidez, falsificadora de la realidad, escucharon miles de colombianos esclavizados por un salario mínimo mensual cercano a los setecientos mil pesos.

Colombia es víctima de la desfachatez de muchos de sus hijos —no cae mal la lectura de la “Defensa de los lobos contra los corderos” de Hans Enzensberger— pero, también lo es, de los grandes imperialismos. La producción en nuestro país de dióxido de carbono, causante del calentamiento global, el que nos tiene inundados, es mínima comparada con la de Estados Unidos, China, India y Rusia. Tendrán esas potencias que indemnizarnos; asumir su responsabilidad ante el estado de miseria generalizada de nuestra nación.

Dos discursos me han causado, en estos días de frío y pantano, mayor desolación ambientalista. Vargas Llosa, un gran escritor a quien admiro por su coherencia y su capacidad de riesgo, a quien leí su Pichulita en mis iniciales lecturas y entrevisté hace varios años en Manizales, donde me habló de sofisticados criminales fujimoristas como Montesinos, hace una intervención al recibir el Premio Nobel, en mi concepto, sin mayor profundidad ni trascendencia. No denuncia nada, no recuerda la pobreza de América Latina ni la crisis humanitaria de Haití, legitima el gobierno de Alan García en el Perú, ignora el neoliberalismo, no habla del estado de ánimo actual bastante desesperanzado y no hace referencia al compromiso del hombre con el ethos de la naturaleza, limitándose a defender los sistemas liberales y a contar su experiencia como escritor y algunos episodios de su vida familiar. No pretendo que haga una intervención sobre la situación económica y política del mundo, que se descontextualice, pero sí al menos aprovechar ese escenario para poner de presente la urgencia de modificar y mejorar el mundo que tenemos. Por su lado, Fernando Vallejo, ese incoherente amnésico que un día dice que no regresa a Colombia por ser un país de bandidos y de repente aparece en Medellín, se viene con una perorata no menos pobre ideológica y literariamente con motivo del centenario de la muerte del gramático don Rufino José Cuervo, en el Salón de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, invitado por el Instituto Caro y Cuervo. Dice que “Bolívar, el venezolano, fue un sanguinario”. Que la Plaza de Bolívar de Bogotá “debe llamarse de nuevo la Plaza Mayor”, como en la época de la colonia. Que la estatua del Libertador obra del escultor italiano Tenerani instalada en la Plaza de Bogotá, debe enviarse para Rusia a compartir con las de Lenin y Stalin. Que él ama a Rufino José Cuervo. Por supuesto, no pudieron faltar sus chistes de idiota sin memoria con los que ha hecho reír a ciertos auditorios que celebran su estupidez. “Colombia es un antropoide gesticulante, un homínido semimudo (refiriéndose a un ex presidente antioqueño); dos cantantes, hombre y mujer, que berrean con un micrófono; un automovilista y una selección de fútbol nacida para perder”. Nunca entenderé por qué Vallejo fue invitado para el discurso central sobre un gramático cuando es el campeón de los errores de ortografía en la literatura colombiana. Su discurso es más pedante que el de los gramáticos que ayudaron a la perdición nacional con la Constitución de 1886, la Guerra de los Mil Días, la venta de Panamá y la hipocresía santurrona y camandulera de Marroquín mientras acariciaba sus dólares en la Hacienda Yerbabuena. El problema grave de esa gramatiquería de finales del siglo XIX y comienzos del XX es que le importaba más la perfección de un verso alejandrino que los grandes negociados I Took Panama y la esclavitud cartagenera y las guerras civiles entre liberales y conservadores y el racismo y los muertos en los campos colombianos. Esa gramatiquería permitió también por varios años la inexistencia de cualquier capacidad crítica que mejorara el tejido social. Recordemos que el espíritu crítico es el motor del progreso. Entre nosotros es fusilado. En las escuelas y colegios hubo mucho látigo y regleta cuando no se decían de memoria las estrofas de San Juan de la Cruz, Góngora, Lope de Vega y Guillermo Valencia. Mientras tanto, el país seguía desangrándose en más de 50 años de hegemonía conservadora y gramatical. Que no venga Fernando Vallejo a resucitar las bondades de los Caro y Marroquín y Cuervo, porque le están pagando bien una conferencia fementida y lejana del sentir del hombre, de esas que se escriben por encargo y se entregan a domicilio, como cualquier mercenario de la palabra, de esos que abundan tanto y que tienen secuestrada la literatura. Colombia es más que un ex presidente fascista, que Shakira y Juanes, que Montoya y la selección de fútbol y, desde luego, mucho más que los gramáticos reaccionarios, atados a la colonia española, racistas, vende patrias y guerreristas. Quiero resaltar que a lo mejor estoy equivocado y Vallejo es un hombre bueno, tal vez lleno de amor pero muy traumatizado por el odio contra su madre y la soledad de su adolescencia. Es posible que ese sea el origen de tanta incoherencia y tanta sandez. Ese narcisista herido cuyo discurso no logra decantar conservándolo cenagoso, espeso y maloliente, es posible que se transforme en una mujer vieja y buena enloquecida con sus cachivaches, su desaparecido piano, sus perros y sus mal llamadas excentricidades.

 

La mentira organizada

Estamos en la época del vacío. Hay que estar en el mundo y escribir para el hombre. No hace falta más lenguaje muerto. Esa mentira organizada que tratan de vender los asalariados de la palabra y amanuenses del establecimiento, siempre alquilados y galopados como prostitutas, secuestra la literatura. Reivindicar la gramática por la gramática, la forma por la forma, además de afirmar que Bolívar no fue más que un venezolano asesino y cruel, sanguinario, es la negación de toda literatura y de toda historia. Dice el ensayista y poeta colombiano Eduardo Gómez: “Como creadores de cultura nuestro objetivo es realizar y realizarnos en obras de carácter integral y esencial que interpreten la realidad que vivimos, profundizándola, enriqueciéndola y orientándola en sus significados más fecundos para así contribuir a la superación colectiva de la barbarie y el atraso que todavía entraban y ensangrientan la evolución del proceso histórico colombiano”.1 Nunca creeré en una literatura renunciada y apolítica. “Las palabras son actos”, decía Sartre. La gran literatura, la única literatura posible, es construida de la realidad y en consecuencia tiene un carácter político, lo cual no significa, por nada del mundo, ausencia de imaginación, de rigor creativo, de búsquedas estéticas y subversión del mundo real y material. Lo demás es trabajo de mercenarios, de asesinos de libros, de secuestradores. Los escritos por encargo —con pretensiones artísticas— ultrajan la conciencia, la deforman. Escribir con vigor y con imaginación significa no tener miedo, pensar sin miedo, ser libre y autónomo, ejercer con total plenitud, en una especie de vértigo, las más profundas facultades del alma y la inteligencia, en síntesis, ser dueño, amo y señor de las palabras, tirarlas al aire, recogerlas, volverlas a tirar, estregarlas, restregarlas, apropiarlas con derroche de pasión creadora. Ahora bien. Para que florezca una buena literatura, es condición una sociedad menos conflictiva, menos violenta. Es también esencial la libertad de expresión como fundamento de cualquier desarrollo artístico. Toda forma de totalitarismo secuestra la literatura. La práctica del arte en tiempo de bárbaros es una imposibilidad. Al negar la barbarie todo pensamiento filosófico desaparece, cualquier esbozo de creatividad. La literatura nos alerta contra cualquier forma de opresión. Como dice Vargas Llosa, “escribir es una protesta”, lo mismo que leer. Miremos la situación de la filosofía en América Latina para profundizar el vacío que proclamo. ¿Dónde están los pensadores? ¿Dónde los libros? ¿Dónde los filósofos untados de pueblo? Imagino a Sócrates conversando con los habitantes de la pequeña ciudad de Atenas y a Platón dialogando por un sendero ecológico desarrollando su escuela patética. Nuestra filosofía está reducida a lo meramente académico y universitario. No hay en América Mestiza un auténtico y evolucionado pensamiento filosófico. Nos quedamos, entre otros escasos filósofos, con el impulso de José Vasconcelos, Faustino Sarmiento, Andrés Bello, Alfonso Reyes, Leopoldo Zea, José Enrique Rodó, José Martí y Otto Morales Benítez, indiscutible pensador del mestizaje. El escollo grave de América Latina, planteado por el mismo Bolívar, es el problema de la originalidad. Ello plantea un delicado conflicto en la búsqueda de una filosofía de la historia. De alguna manera seguimos ocultos, deformados, gracias a un elaborado discurso impuesto por Europa y el imperialismo norteamericano. La servidumbre permanece. Pero, ¿dónde están los filósofos que profundicen los nuevos acontecimientos políticos, sociales, económicos, tecnológicos y artísticos del continente? El debate sobre la identidad mestiza, para otros la identidad cultural de América Latina, concentra una amplia discusión sobre nuestra autenticidad. ¿Dónde están los nuevos pensadores? ¿Dónde la filosofía como hecho público? La filosofía se quedó entre muros, encerrada en hermosas arquitecturas universitarias, hermética, aislada, burguesa, académica, divorciada de la vida de las gentes. Se ocultó, se enclaustró. Para los filósofos no existe el tiempo actual sino la cátedra magistral escondida, escindida de los hechos sociales, políticos, económicos y culturales. Para ellos sabe a chiste la fusión entre filosofía y cultura popular; para ellos no existe al alma de una nación. Su actitud es fóbica y clasista. La justicia, la verdad y la reparación; la venganza, el perdón, el duelo de las víctimas, la trata de humanos, la prostitución infantil, la cibercultura y los celulares, el racismo, la pedofilia en la Iglesia Católica, el arte popular y la corrupción, no les significan nada.

 

Editoriales y clones

Me causa horror el desespero de muchos escritores colombianos por participar y ganar concursos. Es una endemia. Ganar premios literarios se ha ido convirtiendo en una perversión de la creación y un secuestro. El escritor ya no vale por su obra sino por los premios ganados. Lo aterrador es que la mayoría de esos libros está en el olvido por mala. Se ven concursantes, sobre todo poetas, clonando en forma descarada a verdaderos creadores europeos de siglos pasados. Imitan toda la poesía que se produjo en Europa después de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine, amén de Mallarmé. Ignoran la causa suprema y ontológica de la poesía y lo más importante, la urgencia del hombre de expresar en ella sus necesidades históricas y situadas. La respuesta poética de un francés del siglo XIX es absolutamente diferente a la de un poeta del siglo XXI. Patentizan un plagio de lenguajes y estructuras. Además, la preocupación fundamental de un artista no debe ser copiar voces sino buscar en la constancia y el estudio una voz propia. De eso hay poco entre nosotros. Por supuesto, lo que termina uno leyendo es una poesía y una literatura tóxica y delirante. Son —esos poetas— un atentado contra la decencia intelectual. Creen ellos que la poesía es intemporal, que el arte es alado. Es una poesía mutilada y mutilante. La poesía y el arte son temporales, históricos. Ahora estamos en el siglo XXI y guste o no somos parte de América Latina. Dice el poeta, narrador y filósofo colombiano Hernando López Yepes en su escrito Adulación de la sepultura: “Un hombre culto desperdicia su vida cuando silencia su voz para hablar con la voz de otro, cuando dedica sus días y sus noches a reescribir una obra ajena, cuando mutila todo brote de luz propia en su espíritu, medrando por un sitial en los escenarios oficiales, parado sobre los hombros de los muertos. Una vida así, a pesar de transcurrir en el espacio de lo académico, se convierte en una sumatoria de gestualidades banales, en la deformación del propio ser frente a un espejo, en el desperdicio del talento, en la siembra de una semilla prometedora en una maceta de jardín interior, semilla que pudo y debió convertirse en árbol”.

 

Una mente comprada es una mente arruinada

Los premios han creado una subcultura, aquella a la que se refería Sartre. El filósofo y narrador francés fue enemigo público de los concursos y los premios literarios. Él creía que debía rechazar todos los premios. Afirmaba que la subcultura creada en torno a la práctica y los ceremoniales de los premios, constituía un elemento deformador, corruptor del trabajo de los intelectuales.

En mi concepto están haciendo grave daño a la posibilidad de una buena literatura. Muchos escribidores convirtieron la palabra escrita en una vulgar alcancía. Mientras tanto, los escritores asegurados permanecen inamovibles en su torre de marfil, mascullando en tiempos de mass market, el nuevo compromiso con la editorial asesina de escritores y literatura, secuestradora. Su indecencia es igual a la de los magnates y emires de las petromonarquías. Escriben por encargo; oficiantes de la palabra sesgada y la impostura. Son iguales a los críticos oficiales que ejercen el ninguneo y sólo reconocen grandeza en los libros recomendados por sus patrones, las grandes editoriales extranjeras. Significa que caminan con los pies de otros y con las cabezas de otros. Hay una miserable realidad editorial que hizo del desprecio una retórica. Su proclama es básica: “La cultura es un adorno y el negocio es el negocio”. Esta gavilla de editoriales que envilecen la literatura, de poetas clones y burócratas; de escritores funcionarios, de oficiantes de la palabra, sólo busca el reconocimiento mediático. Digamos que esos críticos enclaustran y parcializan la literatura; que las editoriales la ponen al servicio del marketing y que los lectores la perpetúan con su ignorancia. Todo es un producto comercial. Hay que caer en el estereotipo y privilegiar las obras de entretenimiento, por encima de las de crítica social y económica, de denuncia política, de ensayo y poesía, finalmente, la poesía tampoco se vende. Lógico que la poesía no se venda. Ya lo dijo el español Gabriel Celaya, “La poesía es un arma cargada de futuro”.

La literatura, cuando es verdadera, quiero decir cuando es honesta, sincera, salida de las entrañas, es una literatura que hiere, que ofende, que molesta. El verdadero escritor es un hombre lejano del buen gusto. Y ya lo escribió Eduardo Mallea hace más de cincuenta años: “Existe algo superior al buen gusto, es el gran gusto”. Y ese gran gusto hiede, ofende los sentidos de los escritores bien, de los escritores decentes, de las glorias construidas por el poder para el consumo público; porque en lo literario no solamente se construye prosa y poesía, también se fabrican literatos.

Desde arriba se determinan los temas sobre los cuales debemos escribir. Se determina, igualmente, la forma de la escritura. Lo que no se pliegue a las formas literarias aceptadas o reconocidas es feo, vulgar, costumbrista, obsoleto o coloquial. Pero ya lo escribió Paul Nizan: “No hay una gran obra que no sea una acusación del mundo”. Y en esa acusación del mundo están contenidas las ideas recibidas, la ideología dominante, lo digno, lo apropiado, lo decente, lo pertinente, “lo que se considera inteligente, por parte de quienes determinan qué es inteligente, genial u original”.

Estamos saturados de fabricantes de novelas, de fabricantes de poesía, porque así lo determinan los que “creen saber hacerlo”, quienes dirigen las fábricas literarias. Esas fábricas legitiman el ejercicio de la escritura con un carnet, secuestran también la literatura. Se expresan de muchas formas. Como talleres literarios donde se impone desde arriba el fondo y la forma, cuando de lo que se trata es de entregar con humildad herramientas de trabajo, aportes académicos, lecturas seleccionadas. La literatura debe hermanar.

Como congresos de escritores donde siempre hablan las vacas sagradas. Bien robustas, con barbas luengas y con ambiente de señoras bien y con bastante talco, dicen la última palabra en el llamado conversatorio donde lo que domina es la urticaria de sus prepotencias y su no disimulado desprecio por los jóvenes creadores que son utilizados como público para el espectáculo.

Como universidades donde los profesores de literatura hacen de críticos de arte, autores y editores, recreando de manera perfecta el elogio mutuo al interior de esos claustros, a costa del dinero público y los interminables sabáticos.

Como ministerios de cultura donde un grupúsculo de familias culturales de reconocida tradición social y bursátil se apropia indebidamente de la mayoría de los recursos económicos, mientras los escritores y artistas sobre todo de ciudades medianas y pequeñas deben resignarse a participar en convocatorias y concursos maquillantes. ¿Cuándo se hará una interventoría pública a todos los recursos del Museo de Arte Moderno de Bogotá, para poner un ejemplo? ¿Cuándo estarán en el banquillo esas señoras de bozo y lunar peludo en la cara que me ponen nervioso y que tanto se han beneficiado de la empresa cultural colombiana?

Dijo Miguel Hernández: “Tened presente el hambre”. Es la hora de Minerva, la vencedora de la ignorancia.

 

Los escritores laureados

No le importó al Premio Nobel Gabriel García Márquez y a sus amigos convertir en gloria literaria al señor Álvaro Mutis, monárquico recalcitrante y desvergonzado. Nunca olvidaré cuando al recibir el Cervantes le dijo a Juan Carlos de España, “Mi señor mío”, y se prosternó. ¡Qué falta de respeto con América Mestiza y con tanto hambriento que hay en el mundo! Repudio las monarquías, rechazo a los reyes y las reinas, son una afrenta con sus palacetes reales, sus joyas descaradas y su desbordada y esquizofrénica arrogancia. Forman el cuadro perfecto de la indecencia humana. Fue García Márquez quien influyó, pidió y obtuvo para Mutis el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, por “la originalidad y compromiso intelectual de su obra” al igual que el Premio Reina Sofía de Poesía. Y como si esto no fuera suficiente, le consigue el Premio Cervantes en el año 2001. Los profesores de literatura de los colegios y de algunas universidades creen, con la mayor ingenuidad, que estos premios son merecidos, y obligan, motivados por el mayor candor, a sus alumnos, a estudiar los escritos de un hombre que se opone completamente a los intentos libertarios de nuestros pueblos con sus declaraciones descaradas, oscurantistas e insensibles hacia los sufrimientos, las necesidades y las búsquedas de caminos realizadores para el hombre. En asuntos políticos se ha declarado monárquico. Su ideal femenino es la infanta Catalina Micaela, hija de Felipe Segundo, mujer que vivió hace más de cuatro siglos. ¡Qué les parece!

Álvaro Mutis es un hombre que se ha declarado a sí mismo como una especie de príncipe o semidiós, a quien poco le importa la situación de su pueblo. Es un hombre que niega el valor y el papel de la poesía en su afán por exaltar a ese alter ego que es Maqroll, el gaviero, quien tiene más poderes que Supermán, y a quien un crítico llamó, con gran acierto “Maqroll, el suertudo” (por su condición de héroe suramericano, héroe a quien no le entran las balas, ni el fuego, ni el poder del agua, ni el poder aplastante de las dictaduras de Videla y Pinochet y, ni siquiera, el poder omnímodo que ostentó Álvaro Uribe Vélez en Colombia). Creo, sinceramente, que Mutis, como hombre, tiene menos poder intelectual que el Chapulín Colorado, héroe de la tierra mexicana. Lo que Gabriel García Márquez hizo fue pagarle las atenciones que Mutis le brindó en México, en la época de su exilio económico, además de las facturas de servicios públicos en Bogotá.

Los escritores laureados imponen y deforman también la literatura. Márquez, el distante, el apátrida, el negociante de libros acaudalado, el plagiador de Yasunari Kawabata, el que olvidó desde hace muchos años el sufrimiento de su pueblo, secuestra como Mutis la literatura. Los escritores laureados tienen su gran basurero. Los poetas y narradores no contaminados están por toda la geografía de América. Hay seres muy pensantes, extraordinarios narradores y poetas, en esas ediciones de mil ejemplares cargadas en mochilas para arriba y para abajo en el afán de mostrar una voz propia. Es maravilloso. A todos esos luchadores de nuestro tiempo, que son abundantes, dedico estas palabras.

Concluyo con una estrofa del poema de Enrique Lihn, “Porque escribí”:

Porque escribí no estuve en casa del verdugo
ni me dejé llevar por el amor a Dios
ni acepté que los hombres fueran dioses
ni me hice desear como escribiente
ni la pobreza me pareció atroz
ni el poder una cosa deseable
ni me lavé ni me ensucié las manos
ni fueron vírgenes mis mejores amigas
ni tuve como amigo a un fariseo
ni a pesar de la cólera
quise desbaratar a mi enemigo.

Pero escribí y me muero por mi cuenta,
porque escribí porque escribí estoy vivo.

 

Nota

  1. Reflexión para la consolidación y actuación del movimiento de intelectuales y artistas por la paz de Colombia.