Las portadas virreinales ofrecían una mano amiga, pequeñita, en guardia de toque. Bañadas (o íntegramente) de bronce, perfilaban un submundo fantasma. Uno como era serrano, y lo habían biencriado, saludaba: “Buenos días, veo que es usted una mano amiga”, y se daba sobre el portón unos cuantos toques de puerta que retumbaban en la sombra helada del recinto hasta amplificaciones capaces de oírse, plaza a la redonda, adentro. Al toque de la mano amiga, estruendoso, casi siempre salía a atendernos la muchacha, que tras esos portales se las traía bien aseada, por lo menos con un par de yucas rosadotas; y senos, ni se diga; siempre aditamentadas de buenas pechugas, por esto de la altura.
A medio zaguán. Espacio abierto circundado por cuatro aleros en derredor goteando agua transparente, lluviosa, descendida a refrescar casi siempre a un arbusto de floripondio perfumando de una manera aquietada el ambiente de espera. Al parecer, su efecto psicotrópico dopaba, a la ligera, al visitante, de modo tal que la media o una hora de esperar al señorito de la casona, pasara más rápido, y así, casi siempre uno se entretenía con el también helado trinar de los gorriones que en su desesperada quietud hacía apostar que era domingo por la tarde y no día de semana. Enfriaban más las naves de la casona, los trinos quedos en el tiempo. Allá arriba al final de los paredones de tapial buscaban la penumbra más sólida y empolvada de la gran casa antigua una especie de ventanas insondables, sobresaliendo vigas blanqueadas con cal y canto, seguramente esos días virreinales, por las deposiciones de estos coros emplumados.
La casona ocupaba toda una cuadra de una de las calles principales de la plaza de armas. El portón resguardando la entrada principal, indicaba que entre sus antiguos habitantes había vivido un español. Había que descubrir el hálito vital ahí petrificado. Cuando se pone pie en un recinto de esos, donde al ver de los techos de caña y barro, tan precarios como la gente que ahí habitaba, no se podía menos que imaginar escenas superpuestas como fuegos artificiales terroríficos inundando la mente del visitante, hasta que, en tan sólo unos minutos, cuando no media o una hora, incubar una microvida novelada, que ciertamente, validaba la espera.
Desarrollé durante ese viaje aterido de cánticos y de voces ahuecadas que venían desde la ciudad, una especie de coraza para subvertir en el mundo de las imaginaciones y las suposiciones más avasallantes, aun si partían de una mancha en la pared, que casi siempre se convertía en una escena bélica, en un rostro que eran muchos rostros como nubarrones avanzando hacia una tarde lluviosa, la teoría conspicua de Leonardo, de la cual cada obra pictórica partía de esa cerrazón anatómica conferida en las enormes manchas, sobre un todo de humedad, que agrandaban y daban volumen e historias gráficas a las paredes más viejas; tanto más viejas, más fantasía la que inundaba la mente creadora.
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Sucedió hará unos veinte años. Nadie recordaría por qué esa casa de los juegos se llamaba hoy Saca de los espíritus. Durante la subida por la pendiente empinada, todos nos imaginábamos que el cambio de la antigua casa no hubiera sido tan demoledor en nuestras jóvenes almas que llevaban un cuco dentro del entusiasta muchacho; pero cuando la vimos, toda en escombros, derruida, más por el tiempo como por los ambiciosos inversores de inmuebles... La mayoría de las paredes derribadas para lo que sería un proyecto de construcción de un edificio de alquiler. Nos quedamos con los espíritus hechos. Como se dice acá en la sierra, “como que el cuerpo se fue un rato”, se embebió de todos esos juegos en esos reinos niñines, pretéritos, y hasta ahora no termino de volver desde esa noche de aparecidos, del blando cuerpo.
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El juego no era tan fantástico como parecía. En detallar los pormenores de la borrachera no consistiría este relato, ya que otro sueño menos aterrador me ganaba, quizá la apremiante urgencia, desenlazar una historia tal vez tomando poco a poco a sus protagonistas como en “Casa tomada”, arrojado por la inconsciencia vertiginosa de un gigante que sueña ser tan malo como para llegar a un honroso segundo lugar en un concurso; o, para menos suerte, conformar una antología de cuento infantil que no me deparaba más de diez ejemplares, como mis regias regalías de cuentista nato, a la par con las buenas costumbres de la pacata Ciudad de espinas.
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Todo empezó cuando alguien hizo el primer rodeo de deletreos que al final resultaron ser un nuevo idioma, el Darak, balbuceo fraseológico de ritmada cadencia consistente en sacar desde el estómago las notas más desgarradoras y blues que se hayan escuchado, como prolegómenos a una noche tan pesada, como sitiada por conversaciones surreales que mi cerebro en proceso de incineración haya escuchado. Así de agradable sería la noche en La saca de los espíritus, y no viviría cuerdo para olvidar contarlo; mas, a veces, cuando uno más se aleja de antiguos círculos, aun de la infancia, viejas amistades que amén de la falta que hacen, sobrada incomodidad es encontrarlos en proceso de abducción memoriosa de sus sacrosantos recuerdos; a veces en pleno rincón, espera como ésa, puede ser cualquier casa parecida a las centrales, dáse el espacio y marea rasante para aclarar uno que otro claro recuerdo; trazar lo que sería, menos que un acto ficticio, una cuidada memoria que resistió la casa inundada de la memoria, danzando sus legajos, puede recuperar un cuerpo casi vegetal cuando se sume en escenas que no vienen a cuento si se trata de echar al olvido unas cuantas páginas, no hacen más daño que la calistenia que los mantenga delgados, en forma del piano de los narradores, con los cuales se hace una especie de bitácora sangrante, esa miel de los días anteriores abrevada repasando con la mente vivencias que más edulcoran, recordándolas que viviéndolas, en un intento imposible de regresión gnoseológica, como el hallado esa noche durante la tertulia de La saca de los espíritus.
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Miraba gran parte de mi decurso de paciente, al fondo de la fuente con hierbas flotando; restos, seguramente, de algunos de los juegos de los niños; ahí, adentrándome en esos verdes recintos, creía que la confusión también rebullía en el meollo de los ojos fijos y bajos, en las hojas de hierba locas, sueltas, flotando en el agua enmusgada. Siempre era invierno en Ciudad de espinas. Las visitas significaban un espacio de reflexión en casa ajena, el cual escaseaba o nunca había en la propia, donde, por una casualidad nostálgica de foráneo perpetuo, nunca se hollaba, sereno, en ideales apenas pasando su agua granizada por los ojos vendados de un niño sumergido en una oscuridad que pronto acabaría con el alumbramiento del sol, hacia las seis de la mañana.
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Felizmente en esa época había tan pocas casas, que el sol llegaba en su plenitud a esa hora. Se tenía más tiempito para asolearse antes de bajar la cuesta a la escuela. Frente a ese entibiado paraíso, en casa, como era de alquiler, había, no un patio con pileta al medio y lozas azuladas engastadas en el suelo, como en la casona de la mano amiga y antaño, pero sí un gran jardín, donde, no por sorpresa, nos encontrábamos ranitas de variada especie, de todos los colores. En épocas de lluvia cazábamos renacuajos atando un frasco de talco a la punta de un carrizo. En épocas de espera, por ejemplo, algunos confesábamos haber escrito una novela durante la siesta, tras la mano amiga que ya estaría muerta allá afuera.
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Para esto de la saca de los malos espíritus era necesario colocarse en línea de trance. Ya por la mañana un grupo de los nuestros había hecho una visita de reconocimiento, barranco arriba, y con un breve descanso en la casa de campo que ladeaba su aparición lo menos a una hora de camino, por una empinada pendiente de piedras y arcilla rojiza donde no crecían más que eucaliptos, ya que el suelo por ácido que fuera, bien dejaba erguirse eucaliptos, tolerantes a la salinidad, que desecaban con toda el agua si se los plantaba en terrenos de cultivo; amén que fungían de cortina defensora de la erosión hídrica, e incluso eólica, en lo que sería la alta planicie donde se cultivaban, en el mes de noviembre, modestas chacritas de maíz con tunales a los alrededores, cumpliendo así una función doblemente ecológica, la de cercos vivos y un ingreso extra, porque también eran hospederos del coccinélido más reputado en la historia cosmética, la cochinilla, tinte bermellón que serviría no sólo para que, estando ya los dos grupos unidos, no sólo conjeturar su uso para el que era sembrado sobre las paletas espinosas, sino también, entrados ya en trance del Sampedro, envalentonarse en la gritería sin fanal que esa mañana de efectos psicotrópicos nos habíamos endilgado, no sólo por la fuerte dosis de verde sustancia hervida por horas, tragada en vasos grandes, sino también porque uno de ellos, en vista de que las doce botellas de ron de limón no habían trajinado efecto a través de la escorrentía imparable de las venas. Es así que uno de ellos, Pietro, se aupó las tres cuartas partes de botella descartable con el verde y espeso líquido de los incas, la infusión ya fría a esa media mañana en que, pensamos, sería el broche de oro de la tertulia más ecológica que hasta hoy habíamos tenido. No fue así. La escena recién empezaba su ritual.
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Efecto matarrás, porque no sólo te mataba las pocas neuronas que te quedaban, era el efectuado por el alcohol semiadulterado, entre varias cajetillas de cigarros, los que esa noche nos fumamos, mientras, en derredor surtían, como por caída libre, las más inusuales y poco expresivas tentativas artísticas o frustradas que teníamos como veinteañeros que éramos todavía, muchos de nosotros, simulando que seguíamos una carrera, y, años después, muchos de los nuestros despuntaríamos la continuidad de las drogas ecológicas, como el ayahuasca.
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De plano, no se veía nada con la primera dosis, que la tomaba quien quisiese. Nadie te podía obligar; pero con ya el efecto alcohólico, como que uno tenía miedo de cruzarse, como decimos acá.
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Mientras un grupo de los nuestros aguardaba a la mayoría, que según ellos habían ido a compenetrarse al bosque más cercano, floresta verdosa que despedía una primavera enigmática, no sé si sería por esto de que el efecto comenzaba a tantear los dedos de la sangre. El estertor se inició primero, con la cercanía de una chica pálida, novia de uno de los ausentes en bosque, por esto de que quería compenetrarse con la magia amaneciendo que habría en ese jardín donde vaya usted a saber qué estaría ocurriendo.
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La muchacha pálida comenzaba a ponerse muy suave; le aduje, no sin descuidarle las esferas más negras que haya visto, por relucientes y vívidos ojos, que estaba extraña. Sería el introito de lo que más tarde, avanzada mañana, ocurriría.
—No sé, al decir de tu expresión fónica, creo que mantras una película impenetrable, Vinsha.
—¿Tú crees, Gotliheb? Más parece que se te está empezando a conminar el verde efecto, amigüito. Por qué no te relajas un poco y me improvisas un verso; anda, que tú como poeta, pienso, no sólo de oídas, que te las traes, y más de una chica me ha dicho que las derrites soltándote una metáfora hablada.
—Vinsha, estoy un poco confundido; no se me ocurre nada, pero sigamos con lo tuyo; como digo, este amanecer estás un poco rara.
El pastor de elefantes la abrazaba a su pecho. Llevaba una daga filuda con todas sus chucherías al cinto de palta; de infantería el arma. En la cacha, a saber, anzuelo, brújula, mondadientes, serrucho, cuchillo, cortaúñas, sonda, entre otros cachivaches que se me pasaría todo un párrafo enumerar, todo esto con tan sólo destapar el mango de la chaira.
Vishna tuvo que irse. Era demasiado mágico como para que el pastor de elefantes también hubiese ido con ellos, dejándome así, más solo que parroquiano en chongo, con la blanquita ésta. Bien que al lado nomás, nos esperaba la covacha con pellejos de res para darnos una revolcada de las mil fieras, antes de que hubiese comenzado la rayada por efecto sampedrano, y una rayada de esas de pelota e’ gato, como nunca lo hubo una.
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A golpe de las tres de la tarde, luego de una noche de copas una noche loca, uno se vuelve o sucumbe al cagado, al humillado artista que no tiene más que aferrarse a su dolor estancado en la reseca. Las alas se le ponen como anegadas de una sal remota proveniente de ese lapislázuli marino que no podía emitir su vagido pesado, lerdo, si no es de ese trópico venido desde el mar del horizonte, del cuento mismo de un señor muy viejo, pero esta vez, con las alas caídas. Me acompañaba Forest, mi inseparable. Fue el único que no me dio la espalda luego de tamaño escándalo, que terminó con un scketch improvisado acerca de una obra en versión gay de una obra teatral incaica, que ilustraron los más cuerdos, que eran actores, a su vez que esa tarde, entrada ya la depresión por Canelita, me salvaron de reventarme los checos entre la cárcava de piedras que desembocaba en la carretera, cerca ya a la millarada de luces que aquella noche nos llevaron más allá de las visiones psicotrópicas, en una fiesta que no duraría mucho en acabar en “bajada”, al otro día; porque no sólo continuaría durante toda la tarde, para mí y Forest, sino que piezaríamos boca-noche con boca, para que en total sean veinticuatro horas de alcohol, Sampedro, y puchos reincidentes, como sólo podía ser la hora fría de los pianos dramatizados por uno de ellos, en un recuerdo que se me venía, parpadeante, ya en la Saca de los espíritus, durante mi desenvolvimiento de muros y diablos azules en esa candente mañana, que desde la serpiente dorada del río Mashcón, allá abajo, en el valle de la campiña, hilaba la niebla descendente mientras por raras suposiciones que parezcan, los discursos se acaloraban más y más hasta que no recuerdo cómo, ya estaba siendo el hombre Más Grande del Universo. Derretí unas cuantas cochinillas entre mis dedos y me hice unos símbolos extraños a manera de jeroglíficos de guerra en la cara. Una pareja de campesinos, al parecer, dueños del predio, me miraron asustados, pero yo ni me inmuté un pelo, y seguía en mi ritual sampedrano. En plena bravuconería, simulé abrirme las venas con las huatopas de los ágaves que crecían en punta hiriente, reforzando el cerco vivo de las tunas. Felizmente no pasó de intentona rebelde esto de abrirse las venas. A mi lado, el pastor de elefantes se traía una curda del carajo; porque, panza arriba, no parecía escuchar nada de la gritería cómica y más grandilocuente que había experimentado en todos estos años de borrachín. El pedrón pesaría unos cincuenta kilos. Lo levanté hasta arriba de mi cabeza, en un ademán de arrojarlo encima del pastor de elefantes que dormía plácidamente la bomba de sus días. Todos los patas se quedaron atónitos, pensaban que tiraría el enorme rocón contra el pastor de elefantes. Miré a un lado y otro, como dudando, como volviendo a una realidad remota que distaba unas doce leguas del precipicio que se me colmó esa tarde de “saca”.
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Tarde recordaríamos ese incidente, un poco más viejos, en La saca de los espíritus, no sin ese ímpetu de las almas nobles que recuerdan sus malas acciones como cantando alrededor de unas flamas de velas débiles, oscilantes, recuerdos rememorados en una especie sacralizada de rezos inútiles que no hacían más que llamar, entre escombros, a las almas perversas que nos iban hundiendo en esa regresión final de lo que fue La saca de cada espíritu marrajo, perturbado por sus demonios difíciles, en el cerro San Pedro.
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¡Quién es más grande que yo, conchesumadre! ¡¿Quién ha sido capaz de escribir once libros de poesía?! ¡Nadie! ¡Yo, sólo yo, y nadie más que yo, hijos de la grandísima pucta! ¡Ciegos los cerros, malditos espíritus del mal en mí habitados por siempre y para siempre! ¡Vean, malnacidos, están frente al improbable y mítico antiprofeta de todas y cada una de las consteladas luminarias, bardos desacralizados que con sus intentonas salvajes y Beat Generation, jamás llegaron a lo que yo he escrito. ¡Más de mil folios dan cuenta de ello, desgraciados! ¡Todos ustedes, mierdas todas, ni a la punta del pincho me llegan! ¡Yo he leído a Nietzsche durante mis incontables delirios tremebundos! ¡He caído desde lo alto, he sido serpiente salvada de las garras poderosas del águila; descendí sobre la negrura de espíritu del sabio Zaratustra, a los 33 años, para anular a un mundo que seguía mirando en la cuerda floja a ese triste payaso que tendría que haber caído para beneplácito de estos pobres diablos esperando justo eso, ver al alicaído, al abortado, al demente, como hoy me están viendo, hijos de la gran flauta! ¡Soy el Grande! ¡Diseminaré mi corriente biliar por esta cárcava de piedras! ¡Aquí concluye la saca de los espíritus, aquí inicia el cero, termina el nadir de este vientre plano, hombre enjuto, ángel maldito aun por las garras del mal anulado por él mismo, cuerpo invencible, férreo, candente, capaz de sacar todos los truenos escuchados desde mi perra y fuck you niñez. ¡Soy El Grande! ¡Aquí termina mi placidez a deshora, aquí muere y borra la calidez de mi circuito. ¡Quién es más grande que yo! ¡Párate, malnacido! ¡Que yo te reventaré con mis truenos sacados!
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Rodamos, interminables, hasta el fin de la cárcava de piedras, Armado y yo, pendiente abajo. Llevábamos los torsos desnudos. No nos clavamos trompadas, pero las raspaduras por todo el cuerpo y la cara nos tornaron más que cristos arrepentidos, ya al mediodía. Juanca me cargó en hombros. Estaba imparable, atormentado, célebre como un loco benigno. El medio botellón de Sampedro me había no sólo alterado la función locomotora, sino la locura delatora que sacó esa mañana a mi indio más oculto. No paraba de gritar blasfemias que sólo el efecto del Sampedro podría haber sacado del más humilde de los hombres. Los otros estaban en posiciones más disímiles, alrededor de la falda del cerro Sampedro. Forest rodaba piedras medianas, incansable, hasta la carretera. Lo suyo ha de haber sido un ajuste de cuentas con los caminos por rodar. Justo en ese momento en el reproductor de CD’s roncaba El Tri: “Y rodando las piedras se encuentran...”. Un grupo de tres patas, totalmente abstraídos, dibujaban a Juanca, quien se reía dormido sobre los pellejos tendidos en la casucha empolvada, construida en la planicie de la falda. Cada quien tomaba apuntes distintos, y desde distintos ángulos o puntos de vista que los efectos calaran en sus neuronas totalmente quemadas por el sol, el Sampedro, el ron, tabaco, la euforia matinal de los pájaros, y, cómo no, la pintarrajeada guerrera que al final todos se hicieron en la cara asoleada, tras el ejemplo mío, que tomé al espíritu turbado por las astas, ¡para sacarlo! “¡Sal!”.
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La resaca me duró casi toda la semana, mientras asistía, sin remedio, a culminar ya los últimos años en la universidad. Un dolor insoportable, como una cadencia de infierno en la cabeza, me estallaba la melena aleonada, cual alfombra arrollada por cabellera indumentada sobre la cabeza pelucona. No sólo los raspamientos de cuerpo y lo menos unos veinte kilómetros de caminada post-ritual Sampedro, habían asestado en mí un cambio que por duro golpe o encontronazo no se torna en la madurez del eterno adolescente, no sólo en cambio progresivo, sino en ruina a golpes, de un junto la miríada del amor en llamas extinguidas degradando al espíritu hasta grados infames de piltrafa, de vicioso, de drogadicto, de poeta maldito, vagando por las calles con Forest, mi entrañable compañero de estas cuitas indesmayables por los derroteros de los cuadernos románticos escritos para musas malagradecidas, en una especie de fiebre gratuita más cercana a lo que todos los hombres creemos amor, conmocionados, espantapájaros, bostas últimas agostadas en las alcantarillas más infectas de la Ciudad de espinas, derrotero de los vencidos por intento aún no proferido, como adivinándose las cuitas de amor el uno al otro, Forest, mientras la sola cadencia empolvada de las botas, ritmo a ritmo, cadencioso, dejaba entrever la imagen de una bota vieja tirada en medio desmonte de casas demolidas a la otra margen del cementerio, como una obra de arte encontrada para el museo de Duchamp, como el paraguas olvidado en el parque, ¿recuerdas? Cercanos ya a la ciudad donde le diría cosas bonitas a la vendedora de flores, recordando el incidente de mi viaje de promoción, prácticamente un niño, por los parajes manglares, en una marisma esquizofrénica superior a la invención misma, donde se me quedó fijada la florera más bonita que haya visto en mi vida, norte quemando encima; quizás, no como la eterna continuidad de un trance poco indesligable de las memorias más impenetrables por esa maldición llamada olvido, que hace declinar en rutina a las ánimas asalariadas, que atrapa en su red de vidas correctas.
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Adosados de rememoraciones en flama, juntos los unos a los otros como en el poema de eterna mañana de Vallejo; maduros, con algunas canas floreándonos el pelo de muchachos trajinados, que al filo de una vigüela se cuentan sus pesares, nos rodeamos esa noche para explayar como en sábanas al vuelo, nuestros más insignes anécdotas de ovejas negras, moradoras de Ciudad de espinas. Nos acomodamos en donde mejor nos sintiéramos cómodos, entre escombros. Adobes por aquí, ladrillos por acullá, bolsas vacías de cemento, carrizos de lo menos unos setenta años de antigüedad, mezclados en esa masa reseca de barro y paja de ichu, repleta de telarañas ahumadas, que es la quincha derruida, atada con cabuyas, en un trabado envidiable incluso hoy, y también emulado por cualquier arquitecto ecológico que no desaprovecha esta y otras técnicas que granjearon a los incas de una fama casi milenaria de constructores e ingenieros hidráulicos, como no hay dos, si de hablar de culturas milenarias se trata.
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Adra, mi musa que fue años antes, fue la primera en romper el hielo de esa noche de Saca de los espíritus. Me había puesto la mirada caliente en los ojos de toro vencido por la modorra del alcohol ingerido. No se podría llamar lascivia, pero esa eterna fijeza de sus ojos de ficha en busca de herramienta masculina, perdiéndose en los míos, indicaba que quería ir algo más allá, una lengua más por lo menos, del llano en que esa mañana nos encontramos, para, de un solo vómito de vidas perdidas, desencontrarnos en lo que sería una confesión mutua de congojas, de experiencias sexuales, que no sé por qué venían a sacarse al sol, trapitos vitales en desencuentro, que esa mañana duró lo que dura una confesión. No hizo falta que ría un poco, con esa risa gatuna reculando ante mi rechoncho cuerpo, ya degradado por las pepas tranquilizantes que me tragaba cada noche para no sucumbir al viaje más lúcido loado por Cioran en sus aforismos de amargo descontento, de una reposada comedidura, la que había adquirido, en un reposo justo por todos esos años de quemado. Improvisé todo un poema, que siguió la coartada vanguardista de tomarle la posta a las flamas anteriores de velas flameando no sé qué quietud inscripta en la atención velada de los presentes en dicha tertulia. Después de todo, recién comenzaba el ritual de partes anónimas explayándose en una katharsis divina, sus vuelos metafísicos durante esa época que jamás volvería, y el viento espectral de las ánimas pareciendo acecharnos al fondo, aguaitando entre sonrisas de rata su contento voyeurista de ultratumba, nosotros, en la huerta con gigantones, duraznos, capulíes y millaradas de enredaderas de poro-poro, trepando las tapias. Los espíritus que regían nuestras historias ya pasadas, como esfinges, que lejos de indagar a sus confesos, callan, para que surja la música votiva de las confesiones.
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Cuando salimos de la casa en escombros, al despedirnos en la esquina de Cruz de Piedra, pasos arriba, donde se dice que el general don Simón Bolívar danzó con una buena dama de Ciudad de espinas, y dejó la estela de su fervor religioso, descansando en la Cruz de piedra, por la que todos pasaríamos la mirada vertiginosa, en una calma melancólica a oscilantes ramas. Sabíamos que nos dejaríamos para dar paso a una edad rutinaria, en la que apenas saludarnos al paso de hormigas que por toque de antenas se comunican y siguen su tarea, su tara, en este caso, de humanos. Luego que todos, cantados, confesos, habíamos dejado parte de unas almas dobles, en esta Saca de los espíritus, dejada la posta, digamos, a esos gentiles que se quedaron a oscuras, rengueando sabe qué pasos nuestros, con un poco de pasado en las sombras cantándose tras vestigios muertos.