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Cómo usar los ojos
Extractos

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Vista al lago

El ojo
el ojo como última gaviota entre las aguas
el ojo
blanco pez que se bebe los restos de las luces apagadas
            blanca barca en un lago de cristal
Miro
el espejo de la luna sobre el agua
y sobre el sueño de las barcas que se apagan
            una a una en la mirada
una a una en el ojo de la vista larga
            en el ojo que se viste de una noche ya sin barcas
La mente
en blanco duerme
como el ojo bajo el agua
como un trozo de memoria que naufraga

 

Retrato de niña

A Lilia (†), mi suegra

Se toca la mejilla con la mano
la niña ante el espejo.
Inclina la cabeza como un sueño.
Algún día tendrá las perlas, lo sabe,
y también algunas sedas.
Se acaricia la mejilla,
durazno sobre durazno
la mejor tersura es la certeza.
Sonríe. Las joyas más puras
las lleva ya en el rostro
sueñan luz en el espejo
sólo luz en donde miran.
Busca la polvera, sonríe. Se ilumina.
Le ha sido revelado su futuro:
sólo luz en los espejos
sólo luz en donde mira.
Sobre la suave mano ella se inclina.

 

Visión en una plaza

Se filtra el ámbar de la mañana
como una caricia sobre la suave lluvia,
la cesa.
El agua se recuesta entre los adoquines
de la plaza. Abajo como arriba,
resplandece un sueño en blanco.
Un niño corre sobre la nube del charco
y lo despierta.
El niño cruza el cielo, salpica la mañana de la vida.
Se regresa y mira abajo su reflejo.
El cielo de agua se deslumbra sobre los adoquines de la plaza
y se estremece:
la mañana tiene un nuevo sol,
un sol con ojos grandes y lúdica sonrisa.

 

El hechizado

No quería alejarse
No quería alejarse de la tentación
No
No quería

Si rezaba la invocaba
Si rezaba la invocaba alterando los rezos

Si rezaba

Le quemaban sus infiernos
Sus hondos ojos infernales
Quemaba
La buscaba y se quemaba

A toda costa buscó el mal
A toda costa el mal de aquellos ojos
Aquellos ojos negros
A toda costa

Y toda negra se hizo el alma

 

El enroque

Agazapado tras el enroque el rey cavila, se da cuenta.
repasa los hechos del escaque contiguo, rodeado de cinta amarilla.
Sus enemigas son las negras pero los ojos de las blancas
le miran con castigo. El rey se asusta, se da cuenta.
El rey devuelve las miradas, “me mueve la mano de Dios”.
Peritos y forenses dictaminan el inútil sacrificio de la torre,
para qué enrocarla sin motivo, para qué gastarla así
y ponerse en interdicto ante las negras. Era buena pieza,
casi una dama en el tablero y feroz en las batallas.
La torre y el rey nunca son iguales: la que vale más
tiene el menor valor. La mano del destino para ambas
es la misma pero a una la ciega ser el rey
y corre a ponerse la corona en lugar de la cabeza.
El rey se da cuenta, tarde. Su ambición
es una derrota anticipada, un suicidio tardío.

 

El afortunado

Sentado entre flores de lis el rey
todavía nos mira. Brillante entre las joyas
de lo incierto la fortuna señalaba su cabeza.
Tres veces la corona cayó al suelo y giró
en tres danzas a la muerte, hasta que el destino
volvió directa una línea paralela.
Mira el rey desde su bosque de doradas flores,
de lirios en ciernes y en amenaza,
sentado en el trono que encontró vacío.
Me pregunto qué miraba la mirada que aún reluce
sobre el lienzo, hasta qué punto de sus días
el rey habría mirado, y de lo mirado,
hasta dónde relucía su entendimiento.

Sentado con su manto azul, manto del cielo,
Felipe Sexto sostiene apenas un cetro,
sostiene apenas un reino.
Los que miramos de vuelta
sabemos más que el monarca de los hechos:
que la guerra duraría cien años y que perdió Calais
por no levantar anclas a tiempo; que tras la magnificencia
inglesa que devoró franceses sólo estaban los arcos,
la pólvora y un poco de suerte, y el anacronismo
reluciente del caballero francés en su armadura.
Pero la peste. Por Dios, la peste,
cómo se la explicarían sus ojos, cómo azotaría su reino
envuelto en un manto negro, manto del cielo.

Cuántas cosas para un rey con la desgarradura
en la mirada, contra el sol del atardecer
que enceguece y deja en blanco por dentro.
Más testigo que monarca y por eso
afortunado, aunque ninguna explicación
asomara a su confuso horizonte de sucesos.
Miro a Felipe el Afortunado que reinó en la desgracia,
Felipe que nos mira sin detener la mirada
desde el refugio del testigo que por azar o por destino
se convirtió en trono.